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¿Cómo se ve la vida cuando un asteroide mata a tu vecino?
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Juan Soto Ivars

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¿Cómo se ve la vida cuando un asteroide mata a tu vecino?

Me pregunto cómo se ve la vida si vives en la ventana contigua, en cualquiera de los edificios que se libraron de chiripa gracias a un cálculo balístico garrapateado en el aire por el mismísimo demonio

Foto: La ventana por donde entró el trozo de metal procedente de la explosión en la petroquímica, causando la muerte de un vecino de este edificio. (EFE/EC)
La ventana por donde entró el trozo de metal procedente de la explosión en la petroquímica, causando la muerte de un vecino de este edificio. (EFE/EC)

El martes pasado, un cuchillo al rojo vivo pasó entre los bloques que veis en la foto e impactó en el edificio del fondo matando a un hombre que estaba en su casa. El cráter de un meteorito, aunque sea uno construido por el hombre, es algo que conviene ver con tus propios ojos. Me subo a un tren en Barcelona y viajo hasta el barrio de Torreforta, separado de Tarragona por el cauce del río Francolí, polígonos industriales y nudos de asfalto. Aquí, en un bloque de viviendas normal y corriente, aterrizó como un bólido la placa metálica de una tonelada que cubría el reactor de producción de etileno incendiado a tres kilómetros de distancia.

Tuberías de una tonelada volaron a cientos de metros de la petroquímica

Entró por la ventana de un dormitorio del tercer piso arrancando la parte superior de la fachada y doblando los hierros forjados de la barandilla como si fueran espaguetis, atravesó el suelo y mató, en el dormitorio del segundo, a Sergio. El hombre había subido un momento a cambiarse de ropa mientras su mujer esperaba abajo, según me cuenta Eduardo, un vecino que pasea a su bulldog. "Es la muerte más rara que he visto en mi vida, pero es que, además, nos podía haber tocado a cualquiera".

Hago este viaje porque me pregunto cómo se ve la vida si vives en la ventana contigua, en cualquiera de los edificios que se libraron de chiripa gracias a un cálculo balístico garrapateado en el aire por el mismísimo demonio. Eduardo ocupa un piso en el bloque de delante y sigue dándole vueltas al asunto de la trayectoria. Como un ángel de la muerte, la placa voló tres kilómetros en mitad de la noche tranquila. Salió propulsada del reactor, alcanzó el cénit a 1.000 metros de altura, y recorrió la distancia que la separaba de Sergio a una velocidad de entre 600 y 1.000 kilómetros por hora: la de un avión comercial. Todo esto me lo cuenta Eduardo, que desde el martes pasado le ha cogido más cariño a su perro.

La lengua de fuego a la que nadie podía dejar de mirar

Me cuentan otros vecinos que oyeron dos estruendos casi seguidos: el primero era la explosión, que llegaba con retardo; el segundo, el pavoroso impacto del proyectil en el edificio. Los hay que juran haber visto pasar a toda velocidad por el cielo un meteorito rojo que partía en dos el cielo nocturno, y se expresan con muchas onomatopeyas para describir los sonidos del suceso. Otros juran que los primeros mienten. La fascinación y el horror son muy difíciles de distinguir en las conversaciones del barrio.

Las vistas desde las viviendas de los edificios de la calle Riu Fluvia que dan al suroeste muestran un paisaje suburbial desangelado, con la carretera y unos cuantos concesionarios de Citroën y Honda, más allá de los cuales se estira el descampado, que separa el barrio de los complejos industriales como el bostezo de un hombre con caries. En la calle huele muy raro: es lo primero que notas al llegar, pero los vecinos están acostumbrados. No es por la explosión, sino por las chimeneas. "Aquí huele así, y algunos días de calor es peor". Me lo dice Samir, otro vecino, que da las gracias a Alá porque no le haya tocado a él ni a su hija pequeña. Según sople el viento, la nariz denuncia una peste anisada u otra más sulfurosa, como de huevos podridos. En los árboles, los pajaritos cantan.

Una vecina que estaba en la ventana cuando se incendió el reactor me dice que vio una luz anaranjada al fondo que crecía hasta formar un hongo, y un momento después oyó la explosión. Por la situación de su ventana, es fácil entender qué determinante es la suerte para seguir respirando en este mundo: el cuchillo le pasó a poca distancia y fue a clavarse en el bloque de viviendas situado justo detrás del suyo. "Me podía haber cortado la cabeza", dice, y le entra la risa. "No me debería reír, pero es que estas cosas...".

Foto: Fachada del edificio de Cristian Lay.

En el bar de abajo, en el mismo edificio del impacto, hay un grupo de obreros que se ha convertido en un improvisado comité de expertos que discute a voz en cuello los motivos del accidente. Lo saben todo, pero no están de acuerdo. En el barrio, entre los hombres, fascinan los aspectos técnicos de la catástrofe. El suceso es un rompecabezas para ellos. Muchos trabajan en industrias como la siniestrada y tiran de su conocimiento para explicar la explosión. Un tubo que no se radiografió correctamente, una biela o un fallo en los sensores de temperatura, según sostienen un fresador, un mecánico y un electricista. Cada cual barre para su casa y para su gremio.

Él dibuja la trayectoria por el cielo azul con la punta de su dedo. Una mínima variación en el ángulo del cañón hubiera sido suficiente para que le tocase

Eduardo, su perro y yo estamos parados en la calle, justo bajo el agujero de la ventana, por la que se adivina un armario ropero y una lámpara de araña de tienda de muebles barata. Él dibuja la trayectoria por el cielo azul con la punta de su dedo. Una mínima variación en el ángulo del cañón hubiera sido suficiente para que le tocase a él. ¿Cómo estará el vecino del cuarto? ¿Y el de la ventana de al lado? Fantasea con que la placa hubiera impactado entre dos ventanas y discutimos un poco si eso hubiera sido suficiente para frenar al bólido. Desde la calle, la factoría Iqoxe ni siquiera se ve.

En el barrio, se conservan algunas placas del Ministerio de la Vivienda franquista con sus yugos y flechas. Los trabajadores están muy familiarizados con el peligro, puesto que todos conocen a alguien que perdió la vida o un brazo en las industrias. Nicolás se cansó y se dedica a podar olivos aunque le digan que eso es un trabajo de moros. Tiene una curiosa teoría sobre el motivo por el que la placa eligió a su víctima, como si tuviera voluntad propia: "Le habría hecho algo a una puerta. Tú le das un día una mala patada a una puerta, y las puertas se ponen de acuerdo para vengarse. Un día te das con una en los morros, y otro viene una a buscarte aunque estés escondido en tu casa".

Así fue la explosión de la planta petroquímica de Tarragona

"Lo que está claro es que era su destino", tercia Pol, que también pasea a sus dos perretes. Entre la casualidad y la fatalidad, siempre queremos ver una mano misteriosa. "Las cosas de la industria las carga el demonio". Nos hemos puesto entre los dos bloques por cuya separación creen que voló el proyectil y al fondo se ve la ventana quebrada. En estas calles se habla español y árabe, y muy poco catalán: algo característico de las zonas obreras de Cataluña. ¿Ha venido el empresario al barrio para traer algún ramo? "Qué va a venir...", dice Pol. Su mujer ha ido a la capilla ardiente, al otro lado de unas naves industriales, pero a él le dan cosa estos asuntos de muertos.

El aire no es puro, pero al menos se respira. Me hablan de la visita de buitres estos últimos días y de vecinos que piensan aprovechar el accidente para que el seguro les arregle las grietas de las paredes. El barrio ha conocido pocas catástrofes como esta, pero hay edificios que presentan escaras de esa otra tan habitual de las barriadas obreras: el descuido del ayuntamiento. Me siento en un banquito delante de los edificios que se salvaron y no dejo de pensar en lo frágil que es la vida si una placa industrial puede aplastarte cuando estás en tu dormitorio. En el asiento contiguo hay un yonqui que espera a que su novia, sucia y desdentada, vuelva con el material. Los vecinos que pasan los miran con mala cara. "La vida son dos días", me dice él. "Seguro que ese hombre ni fumaba".

Hay situaciones lo bastante insólitas como para acabar dándole la razón a un yonqui.

El martes pasado, un cuchillo al rojo vivo pasó entre los bloques que veis en la foto e impactó en el edificio del fondo matando a un hombre que estaba en su casa. El cráter de un meteorito, aunque sea uno construido por el hombre, es algo que conviene ver con tus propios ojos. Me subo a un tren en Barcelona y viajo hasta el barrio de Torreforta, separado de Tarragona por el cauce del río Francolí, polígonos industriales y nudos de asfalto. Aquí, en un bloque de viviendas normal y corriente, aterrizó como un bólido la placa metálica de una tonelada que cubría el reactor de producción de etileno incendiado a tres kilómetros de distancia.

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