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La memoria siempre es endiabladamente democrática
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Juan Soto Ivars

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La memoria siempre es endiabladamente democrática

Me parece que es ingenuo creer que una memoria verdaderamente democrática puede institucionalizarse sin que participe, en este proceso, la derecha con sus interpretaciones

Foto: Matrimonio civil entre milicianos durante la Guerra Civil.
Matrimonio civil entre milicianos durante la Guerra Civil.

La memoria siempre es democrática, incluso cuando se imponen visiones falsas o distorsionadas por un régimen político. Durante los 40 años de franquismo, la memoria democrática se escondía de los relatos oficiales victoriosos en las casas y los silencios de la España derrotada. Además, se imprimía en México, en Argentina, en Chile, en Francia, en Reino Unido, en Moscú, y pasaba por la frontera de estraperlo en forma de libros, pasquines y relatos orales. Como un animal en hibernación, la memoria puede esperar sin alimento, cubierta con su capa de grasa, a que terminen de soplar los vientos cortantes de una dictadura.

Muerto Franco, toda aquella memoria prohibida salió del presidio e inundó la cultura de la Transición. Todo lo que no se podía decir, se dijo. Se filmaron películas que glorificaban a los republicanos y se caricaturizó a los franquistas hasta lo grotesco. Se reescribieron los libros de historia escolar, se borró la palabra 'cruzada', el sintagma 'glorioso alzamiento' y se encadenó por fin a Franco en la palabra 'dictador'. Se habló de la 'república de los maestros' y ocurrió mientras tanto, durante los años del Gobierno de Felipe González, un prodigio sociológico: de pronto todos habían sido siempre demócratas en la sombra.

Foto: Manifestación en Madrid por el aniversario de la muerte de Franco, en 2019. (Reuters)

Leí hace unos años las memorias de un falangista recalcitrante (cuando convenía) y luego pelota de Franco, Giménez Caballero. Es un personaje simpático por lo desvergonzado, original en su inanidad, culto y manipulador, pero soportable e incluso divertido con la adecuada distancia. También él, emulando a Ridruejo, se consideraba un demócrata agazapado. Pero lo que en Ridruejo huele a honestidad, en Giménez Caballero hiede a pose. Se revendía en el nuevo régimen en un intento de salvar su legado, y, lo mismo que trepó durante la dictadura siendo muy franquista, trataba de trepar después, en los ochenta, como intachable demócrata.

El viaje de Giménez Caballero es el de millones de españoles en la década de los ochenta. Diez años después de la muerte del dictador, cuando yo nací, ya no había en España nadie que hubiera sido franquista. ¿Dónde estaban los herederos? ¿Solo los fusilados habían dejado descendencia? ¿Quién no había corrido delante de los grises? Resulta que el franquismo se hablaba en la intimidad, como el republicano leal había hecho con sus ideas durante la dictadura, solo que sin peligro de castigos leoninos. El franquista callaba por vergüenza o conveniencia, y para mí este fenómeno da la medida del arraigo de la democracia en España.

No es ningún secreto que en el Partido Popular, sobre todo entre la vieja guardia, hay muchos individuos que no consideran que Franco fuera un mal para España, sino que entienden que salvó el país de convertirse en una dictadura comunista de la órbita soviética. Es una postura extraña en tanto que lo que ocurrió debiera pesar más que lo que hubiera podido ocurrir: los futuribles y 'pasadibles' en historia son ficción. La historia debe ser considerada en tanto fue, no en tanto hubiera podido ser. Tan plausible es que España se convirtiera en un satélite de Stalin como que hubiera sido conquistada por Hitler. Pasó lo que pasó, y punto.

Pese a la incomodidad de algunos de sus cuadros orgánicos, el Partido Popular condenó oficialmente la dictadura en el año 2002, y durante décadas se han puesto de perfil en un debate en el que sentían que tenían todas las de perder. No fue hasta la aprobación de la Ley de Memoria Histórica de Zapatero que empezó a ganar terreno el revisionismo, que pretende alejar el relato de la Guerra Civil y la dictadura de lo que ha estado bien visto en la Transición, para asimilarlo a los libros escolares del florido pensil (una cruzada contra el comunismo). Hoy, este revisionismo puja con fuerza en las listas de libros más vendidos.

Foto: La basílica del Valle de los Caídos, durante una misa oficiada por el abad de los monjes benedictinos, Santiago Cantera, en memoria de José Antonio Primo de Rivera y del dictador Francisco Franco el 20 de noviembre de 2018. (EFE)

En estas circunstancias es donde aparece la Ley de Memoria Democrática de Sánchez. Hay en ella puntos que considero necesarios: las cunetas siguen llenas de cuerpos sin identificar, cuyos familiares han esperado demasiado; algunos torturadores y cómplices de la dictadura mantienen sus honores; existen un par de fundaciones dedicadas a la propaganda y el blanqueamiento. ¿Cómo hemos llegado hasta el siglo XXI con esas rémoras? Porque en la Transición cedimos la justicia para garantizarnos la paz. Los comunistas regresados del exilio se sentaron junto a sus perseguidores, paz y después gloria. La gente empezó a votar. Y pronto nos habíamos acostumbrado.

Felipe González le dijo a Jesús Quintero en una entrevista, al poco de ser presidente, que el único legado al que aspiraba como gobernante era dejar una España donde una mitad no quisiera fusilar a la otra a la mínima de cambio, una España amarrada a la paz. Sin duda, esto es lo que se logró. Los beneficios de esta decisión colectiva los ves cuando sales a la calle, y los costes hemos empezado a pagarlos en los últimos años. Las heridas que se cierran sin curar, el pasado que se deja atrás sin hacer justicia, perfilan un futuro inestable y precario. Hoy, los que han callado durante décadas levantan la voz, y se oyen cosas hasta hace poco inauditas, como las que dijo el otro día Ignacio Camuñas ante el silencio de Casado.

Foto: Concentración a favor de la memoria histórica en el 85 aniversario de la sublevación del 18 de julio. (EFE) Opinión
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Sin embargo, los hechos son los hechos: los militares dieron un golpe de Estado amparados por la Iglesia, los propietarios y los terratenientes contra un régimen precariamente democrático en el que, sí, había otras amenazas, como la del comunismo. Tras el levantamiento, Franco se las ingenió para librarse de sus compañeros de viaje, se coronó generalísimo, descuartizó y refundó los partidos derechistas que le habían apoyado y sometió España a una dictadura represiva y anacrónica que empezó a suavizarse solo por necesidades del guion tras la derrota de los fascismos. Aun así, persiguió a todo opositor (incluso a sus opositores de derechas) y no fue hasta su muerte que España pudo transformarse.

Negar cualquiera de estos hechos es una deshonestidad intelectual. Sin embargo, me parece que es ingenuo creer que una memoria verdaderamente democrática puede institucionalizarse sin que participe, en este proceso, la derecha con sus interpretaciones. Quienes se las ingenian para transformar su sentimiento de culpa en beligerancia contra lo que pudo haber sido, quienes consideran que valió la pena la dictadura porque lo otro hubiera sido peor, quienes están disconformes con la glorificación exagerada que hoy se hace de aquella república precaria y amenazada existen, están vivos, votan, cuentan su versión y sospecho que ya no van a callar.

La soberanía del Estado sobre la memoria histórica siempre encuentra su límite en las memorias y traumas particulares

La soberanía del Estado sobre la memoria histórica siempre encuentra su límite en las memorias y traumas particulares. Una simple constatación: en España, el revisionismo histórico ha crecido a medida que el relato oficial se institucionalizaba. Creo que este fenómeno es parte del carácter demoníacamente democrático de la memoria, es decir, de su personalidad indomable. Así las cosas, pienso que España, más que en el Congreso de los Diputados, tendría que trabajar su memoria histórica en el diván de un psicoanalista. Porque todavía hay demasiado trauma, demasiada culpa y demasiado rencor que curar.

La memoria siempre es democrática, incluso cuando se imponen visiones falsas o distorsionadas por un régimen político. Durante los 40 años de franquismo, la memoria democrática se escondía de los relatos oficiales victoriosos en las casas y los silencios de la España derrotada. Además, se imprimía en México, en Argentina, en Chile, en Francia, en Reino Unido, en Moscú, y pasaba por la frontera de estraperlo en forma de libros, pasquines y relatos orales. Como un animal en hibernación, la memoria puede esperar sin alimento, cubierta con su capa de grasa, a que terminen de soplar los vientos cortantes de una dictadura.

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