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Olimpiadas sensibles: el podio de las flaquezas
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Juan Soto Ivars

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Olimpiadas sensibles: el podio de las flaquezas

Por cada atleta que se desmorona y lo confiesa, hay decenas que se las ingenian para resistir. Sin embargo, es verdad: hace falta mucha valentía para decir que no puedes más a las puertas de la gloria

Foto: Simone Biles, mordiendo el oro en 2016.
Simone Biles, mordiendo el oro en 2016.

Los Juegos Olímpicos son un espejo sensacional para estudiar la sociedad. También sirven para verse a uno mismo como un batracio. Pones la tele a cualquier hora y no ves humanos, sino las próximas evoluciones del Sapiens adaptadas a las distintas disciplinas atléticas, deportivas y gimnásticas. Uno tiene los brazos muy gordos y las patas pequeñicas porque tira bolas de plomo a tomar por saco. A otra, con cara de tiburón, la sueltas en un tanque de agua y es un torpedo. De pronto, una jauría de esqueletos con fibra óptica sale disparada del punto A y llega al punto B, distante a 42 kilómetros, antes de que te hayas terminado el cachopo. Y como te descuides, un chica pizpireta produce electricidad convertida en dinamo alrededor de unas barras paralelas empapuzadas con polvo de talco.

Foto: Juegos Olímpicos de 2020. (EFE) Opinión
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Pero no es solo el físico lo que parece haber evolucionado sobre esas pistas de dolor y sacrificio. En unos Juegos Olímpicos el cerebro es más importante que los músculos y los tendones, no solo para coordinar los movimientos imposibles de los saltadores de trampolín o los gimnastas de suelo, sino para resistir a la presión draconiana. La vida del atleta es dura, y este espectáculo es más que optar a una galleta dorada cargada de poder simbólico. Tras cada participación hay entrenos más duros que los de “La chaqueta metálica”. Horas y horas y horas y horas y horas y horas y horas y horas y horas y horas y horas de esclavitud, día tras días. Y si te ha cansado leer la misma palabra repetida en una frase, imagínate hacer muchas más veces la misma flexión antes de comer, sabiendo que te esperan otras tantas a la hora de la siesta.

Por eso es normal que nos conmueva oír la confesión de una gran atleta que dice que se ha roto psicológicamente y que renuncia a seguir compitiendo. Solo en su rendición se convierte en uno de los nuestros. Hay gente que no perdona el gesto porque no soporta verle el lomo a un halcón, igual que hay barrigudos que escriben en El Marca y nombran a las deportistas de élite como “señoras de”. Pero hasta el más bravucón de los jueces de sofá se rompería en pedazos en la primera sesión de entrenamiento para llegar a la ronda clasificatoria. Hay una forma de masoquismo en hacer leña del árbol caído ante semejante bosque de luxaciones y reumatismos prematuros. Pero también hay algo oscuro, que repta, en la celebración golosa de la rendición, por encima incluso de la gloria de la resistencia.

Foto: Simone Biles. (Reuters)

Tras la confesión y mutis de la ganadora del oro Simone Biles (no puedo más) se suceden estos días cantos a su coraje y agradecimiento por colocar la salud mental en el centro de la discusión pública. Estoy de acuerdo, es un mensaje importante, aunque hay detrás un detalle del tamaño de una pista de atletismo: el resto de los deportistas, los que alcanzan el podio envueltos en sudor y los que se arrastran sin resuello por una competición que les viene grande, están sometidos exactamente a la misma presión psicológica, y la aguantan. También lo hizo Simone Biles en 2016, cuando alcanzó una excelencia sin parangón. Con lo que ahí detrás tenemos otro mensaje, también de cierta importancia: el esfuerzo construye la grandeza, la resistencia y la perseverancia son valores supremos, el trabajo duro tiene un premio. Cientos que sufren callados sus derrotas y cansancios se irán de Tokio sin el aplauso de nadie.

Por cada atleta que se desmorona y lo confiesa hay decenas que se las ingenian para resistir. Sin embargo, es verdad: hace falta mucha valentía para decir que no puedes más a las puertas de la gloria, sobre todo cuando ya has transitado antes por ella. Pero no es menos cierto que hay que tener dentro algo muy grande para optar por la otra vía, la tradicional, la demodé, y tragarse el dolor, y concentrarse en la competición, y seguir adelante hasta el final. No debiéramos levantar ninots de falsos dilemas en torno a esto. Unos y otros merecen el cariño del público, aunque sea por motivos diferentes. Pero me inquieta que, en términos de psicología social, nos admire casi más la rendición que la perseverancia. Sospecho que a veces estamos confundiendo la compasión y la admiración. Olvidando que se puede compadecer al que no se admira, y admirar al que no se compadece.

Foto: Simone Biles en Tokio. (Reuters) Opinión

Celebrar a los atletas que se quiebran y lo dicen es un rasgo fabuloso de la sociedad en la que vivimos hoy, más sensible hacia el perdedor que la de ayer, más empática con el débil, pero también, por efecto rebote, más desconfiada hacia el ganador, más hostil frente a la exigencia, más frágil ante a la adversidad. Creo que, en nuestra visión de los Juegos Olímpicos, se mezcla el deporte con otras cosas. Desconfiamos de la meritocracia porque el sistema económico tiene menos vallas de obstáculos para el que nace en una buena familia que para el que viene de la calle, porque detrás de los famosos garajes en los que empezaron los hombres de éxito suele haber una red de contactos e inversiones fuera del alcance de la mayoría. Yo sospecho que en las reacciones a la rendición de Biles hay, agazapada, algo de esta interferencia.

Somos por otra parte una sociedad del todo y la nada, del blanco y el negro, del péndulo. Adoramos a quien percibimos como una víctima y consideramos valiente levantar la voz para expresar el dolor. Levantamos junto al podio del esfuerzo olímpico otro podio invisible al que no se accede mediante la fuerza y la resistencia, sino mediante la flaqueza, y donde el campeón es utilizado como metáfora de otras cosas que van mal en la sociedad. Como si el péndulo hubiera completado su recorrido desde el extremo opuesto, en las oscuras maratones de la Alemania totalitaria que inmortalizó Leni Riefenstahl en 'Olympia', ahora estamos en el lado contrario. Repartimos nuestras medallas más preciadas a quien sirve simbólicamente a la causa de la debilidad.

Levantamos junto al podio del esfuerzo olímpico otro invisible al que no se accede mediante la fuerza y la resistencia, sino mediante la flaqueza

Nuestro problema siempre es el maniqueísmo, el dualismo, la oposición. Hacemos bien acompañando a Biles, pero quizás hacemos mal olvidando qué es el espíritu olímpico y qué clase de mensaje lleva lanzando a la humanidad desde que los griegos inventaron la cosa. No consiste solo en ganar, sino también perder: Tersipo murió tras transportar el mensaje de la victoria desde Maratón a Atenas, y hay muchas formas de perder, y muchas lecciones que sacar de los perdedores. Recordaban estos días a Gabriela Andersen, quien consiguió llegar a la meta en la maratón olímpica del 84, en Los Ángeles, con el estadio entero puesto en pie mientras ella zigzagueaba y daba traspiés, rendida, muerta, a punto de caerse inconsciente. Aquella carrera inhumana la ganó Joan Benoit, pero siempre se ha recordado a Andersen, la perdedora, porque estaba poseída por el diablo olímpico, que la empujó a seguir, a resistir, cuando ya no podía más y cualquier otro se hubiera rendido.

Seguir, seguir y seguir. Resistencia. Creo que eso también es un mensaje fundamental que hoy encuentra menos eco que el otro. Si Joan Benoit representó la fuerza y el poder, Gabriela Andersen representó la resistencia y la resiliencia, palabra prostituida por los políticos que nos ilustra, en realidad, sobre la capacidad del junco para doblarse sin llegar romperse. Es fantástico que la sociedad acoja a los que tropiezan, que les aplauda, que celebre el valor de una confesión. Pero me preocupa que esto implique un desprecio implícito sobre el valor inmenso, monstruoso y ejemplar de los que se las ingenian para continuar hasta el final, para seguir peleando, para resistir y terminar lo que empiezan, aunque ya no sirva de nada, aunque todos los demás hayan llegado a la meta.

Los Juegos Olímpicos son un espejo sensacional para estudiar la sociedad. También sirven para verse a uno mismo como un batracio. Pones la tele a cualquier hora y no ves humanos, sino las próximas evoluciones del Sapiens adaptadas a las distintas disciplinas atléticas, deportivas y gimnásticas. Uno tiene los brazos muy gordos y las patas pequeñicas porque tira bolas de plomo a tomar por saco. A otra, con cara de tiburón, la sueltas en un tanque de agua y es un torpedo. De pronto, una jauría de esqueletos con fibra óptica sale disparada del punto A y llega al punto B, distante a 42 kilómetros, antes de que te hayas terminado el cachopo. Y como te descuides, un chica pizpireta produce electricidad convertida en dinamo alrededor de unas barras paralelas empapuzadas con polvo de talco.

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