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¿Preferías que esa agresión homófoba hubiera sido real?
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Juan Soto Ivars

España is not Spain

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¿Preferías que esa agresión homófoba hubiera sido real?

Me dio la sensación de que había algo más en algunas de las reacciones. Era como si, para ciertas personas, la buena nueva fuese en realidad una pésima noticia

Foto: Marcha contra la homofobia en Madrid. (Reuters)
Marcha contra la homofobia en Madrid. (Reuters)
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Cuando Manu Marlaska salió en La Sexta a informar de que la víctima de la agresión homófoba de Malasaña había confesado que todo era un cuento, las torres que se habían levantado vertiginosamente en los últimos días se derrumbaron con la misma rapidez. Un soplo de mentira había bastado para que discursos, reflexiones, convocatorias, protestas, acusaciones y tratados de sofisma se quedasen sin suelo en que apoyarse, y se desplomaron. Cosas de la prisa, de la inmediatez, sin duda. Pero no solo eso. Como si un muerto se hubiera levantado de la caja en su propio velorio, de pronto las caras compungidas y contritas de las plañideras se habían convertido en caretas.

Desde la izquierda, se había reprochado a Almeida que la ciudad de Madrid sea una trampa mortal para los gais. Los de Vox, mientras tanto, señalaban a los inmigrantes ilegales, que debían ser los autores encapuchados de la agresión. Sea como fuere, había que hablar a toda prisa, sacar conclusiones y señalar. Las causas y la autoría iban cambiando por barrios, pero todo el mundo coincidía en algo: todos sabían de qué o de quién era la culpa. El lenguaje, las pateras, los chistes, los menas, los políticos, la derecha, el activismo, la cultura, todo y nada. Se habían convocado actos de repulsa, se había tuiteado hasta la ronquera y se hacían virales artículos que juraban tener la solución. Cada tribu encajó a toda prisa ese relato increíble en su propaganda. En este sentido, tanto daba que la cosa fuera verdad o no.

Foto:  El secretario general del Partido Popular (PP), Teodoro García Egea (i). (EFE)

¿Soy el único que, cuando leyó la noticia de la agresión, notó una vocecilla interna que le decía: "es mentira"? Pese a que estas cosas pasan, pese a que pueden pasar, ¿no era demasiado desmesurado? ¿Soy el único que estaba más perplejo que espantado? Quizás es porque conozco Malasaña como la palma de mi mano, pero la historia me parecía increíble, inenarrable. Al final creí, como el resto, que había ocurrido, pero internamente tuve que obligarme a ello. ¿Por qué tuve que obligarme a ello? ¿Por qué no permití que el escepticismo se abriera paso? Por suerte, la perplejidad me impedía sacar conclusiones. ¡Otros no tuvieron tanta fortuna!

Meter miedo

La perplejidad se convirtió en inquietud en el momento del desmentido. Alguna gente que había expresado su consternación no parecía ahora aliviada, sino decepcionada. Es decir: ocho encapuchados no habían metido a un gay a la fuerza en un portal de Malasaña un domingo cualquiera a las cinco de la tarde para darle una paliza, no le habían tatuado con cuchillas la palabra 'maricón' en el glúteo, esto al menos sin su consentimiento, pero la epifanía llegaba sin que nadie estuviera dispuesto a celebrarla. Todo el mundo tiene derecho a sentirse estafado por algo así, pero me dio la sensación de que había algo más en algunas de las reacciones. Era como si, para ciertas personas, la buena nueva fuese en realidad una pésima noticia.

Foto: Foto: Pablo Palomino.

Algunos se apresuraron a decir que el hecho de que una agresión homófoba sea falsa no implica que sean falsas las demás, lo cual es una evidencia. Los observatorios sociales informan del repunte de las agresiones violentas contra miembros de grupos vulnerables, hay maridos que siguen asesinando a sus esposas, etcétera. Pese a las políticas públicas que intentan soluciones y las explicaciones académicas o aficionadas para la violencia, lo cierto es que rara vez llegamos a entender por qué pasan estas cosas. La violencia sigue ahí, fluctuante, sin desaparecer, pero al mismo tiempo vivimos en un país donde los episodios de abuso y violencia son la excepción, y no la norma, y la prueba es que causen esta conmoción.

Sin embargo, nos hemos acostumbrado a vivir en un estado de alerta permanente en el que las piezas, simplemente, encajan. La alerta no es igual de intensa para todo el mundo, y tampoco responde siempre a la realidad personal. Un amigo homosexual me contaba que, antes de besar a su pareja, se cercioran de que no haya nadie con mala pinta cerca, aunque nunca les haya pasado nada más violento que recibir comentarios asquerosos. Una de mi pueblo tiene miedo de los marroquíes y nunca jamás le han hecho nada malo. Miedo a volver a casa, miedo a salir, miedo a protagonizar una noticia. La intranquilidad se expande en grupos enteros. Y aunque responde en parte a experiencias y sensaciones, también lo hace a un clima artificial creado por la propaganda.

Que esta historia sea mentira no cambia la verdad de las otras, pero el uso que se ha hecho de ella antes de confirmarla sí que es sintomática. Es la propaganda del miedo. Y sus artífices han reaccionado a la noticia de que no hubo agresión como si les hubieran puesto col hervida para merendar. La propaganda de la intranquilidad, de la alerta, de la desconfianza, prefiere que ocurran cosas monstruosas a que no haya ocurrido nada en absoluto. Y si los hechos son tan insólitos y abominables como lo que se contó que había pasado en Malasaña un domingo cualquiera a las cinco de la tarde, tanto mejor. Es así como España, un país seguro, muy poco violento, una excepción en el planeta, se convierte en un pasto propicio para el miedo. Miedo a algo irreal y colosal que se ha construido con pequeñas piezas reales y descontextualizadas. Miedo manipulado, alimentado y engordado. Miedo de granja.

Por supuesto que existen los peligros. Por supuesto que hay peligros cortados a medida para según quiénes. Ahí están las agresiones homófobas, los neonazis, los atracos a navaja, los accidentes de tráfico, los allanamientos de morada, los atentados, los inmigrantes ilegales dedicados a la delincuencia, los crímenes machistas, los golpes de calor, los okupas sin escrúpulos, las estafas telefónicas, las intoxicaciones por salmonela y el coronavirus, pero lo que existe, por encima de todo, es una propaganda que hilvana aquello que le conviene para tenernos irritables, desconfiados y asustados.

Todos los cuentos antiguos tienen una vuelta secreta. ¿Por qué mentía Pedro? Para mí, esto es lo verdaderamente interesante del cuento

Todos conocemos el cuento de Pedro y el lobo. Sabemos cuál es la consecuencia de las falsas alarmas, de las mentiras, y es normal que haya gente ahora preocupada por la insensibilización que pueda provocar en algunos la falsedad de esta historia. Pero todos los cuentos antiguos tienen una vuelta secreta. ¿Por qué mentía Pedro? Para mí, esto es lo verdaderamente interesante del cuento. ¿Quería asustar a los pastores para divertirse? ¿Le gustaba ver a la gente corriendo? ¿Era un frívolo irresponsable, o había algo más?

Quizá Pedro gritaba “que viene el lobo” porque era de esta forma, y de ninguna otra, como el niñato enclenque y miserable lograba ejercer su poder sobre los demás. Porque el miedo, por encima de todo, es poder: una brida para someter a los otros, para tenerlos bailando a tu ritmo, con tu música, con tu discurso. De ahí que el poder, en cualquiera de sus formas, opte por asustar. Quien siembra el miedo lo hace siempre para recoger sus frutos. Tal vez por eso algunos ponen cara larga cuando descubren que una barbaridad aterradora no ha ocurrido de verdad.

Cuando Manu Marlaska salió en La Sexta a informar de que la víctima de la agresión homófoba de Malasaña había confesado que todo era un cuento, las torres que se habían levantado vertiginosamente en los últimos días se derrumbaron con la misma rapidez. Un soplo de mentira había bastado para que discursos, reflexiones, convocatorias, protestas, acusaciones y tratados de sofisma se quedasen sin suelo en que apoyarse, y se desplomaron. Cosas de la prisa, de la inmediatez, sin duda. Pero no solo eso. Como si un muerto se hubiera levantado de la caja en su propio velorio, de pronto las caras compungidas y contritas de las plañideras se habían convertido en caretas.

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