España is not Spain
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Me voy de Barcelona. Ganas me dan de votar a Puigdemont
Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar
Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.
Dejo aquí buenos amigos, recuerdos intensos y el lugar de nacimiento de mis dos hijos, Alejandro y Alicia, además de una colección de postales en las que se me ve descubriendo que el amor duradero no es ninguna renuncia, sino el requisito para una vida con sentido. Por amor permanecí cuando me daban ganas de irme, y con amor nos vamos a la siguiente etapa todos juntos.
En Cataluña hay una epidemia que se llama “política”. La epidemia tiene valles en los que te olvidas y picos en los que se cuela en las casas. Por eso detesto a Pedro Sánchez: nos exige ser políticos hasta reventar. Su supervivencia depende de que politicemos nuestra vida y la de los demás y lo veamos todo a través del conflicto. Me recuerda demasiado a lo que aquí es habitual.
En Barcelona he visto nacer y desaparecer líderes que mentían con desparpajo en la cara de electores que, en el fondo, estaban encantados con la estafa si a cambio les daban un sentimiento de superioridad sobre los otros. He pasado junto a multitudes que gritaban contra la prensa crítica, contra los jueces que investigan a políticos, y confundían "no me gusta" con "fascismo".
Con pasmo aprendí que la propaganda más agresiva sirve como terapia ocupacional para abuelitas y que las dentaduras postizas dan una presencia fiera a las caras del manifestante; y también que los jóvenes siempre están dispuestos a marchar uniformados a cambio de no tener que pensar, y que la ciudad más cosmopolita puede ser, a la vez, pasto de la gentrificación y el provincianismo.
Conozco esta intensidad, la manía de convertir cada minucia en momento histórico; cada respuesta en una lección; cada sentimiento en un derecho. Conozco demasiado bien al típico líder que se presenta como la encarnación del pueblo y se coloca tras la gente cuando se le ataca, ese puño de hierro para soltar hostias, la mandíbula de cristal para recibirlas. También he visto cómo la disidencia es capaz de crear monstruos.
Sé que, si el proceso de Sánchez para España no se detiene, romperá amistades, endurecerá familias, erosionará instituciones y se desinflará sin haber dejado nada útil. Queda por ver si el guerracivilismo español tiene tanta potencia como el nacionalismo, y tengo esperanzas de que no sea así.
De cualquier forma, después de 12 años en Barcelona -¡estos últimos 12 años!- me sé de memoria la pantomima en la que todo se agita y nada se mueve, en la que todo marcha y nada va a ninguna parte. He visto torcerse muchas cosas sin que nada llegue siquiera a derrumbarse, y por aburrimiento he llegado a desear que todo colapsara de una puñetera vez.
Llegué a esta ciudad cuando Montilla era presidente, me enamoré cuando Artur Mas forzaba la máquina para desviar las sospechas de corrupción, me casé cuando empezaba el disparatado espectáculo puigdemoníaco y en este tiempo me crucé con diez diadas, las masivas y las frikis, y aprendí que la hiperventilación tribal deja muy poco oxígeno para que los demás puedan respirar.
Hay plazas y calles que no se llaman como cuando llegué a vivir aquí: hoy homenajean actos ilegales. También he visto levantarse un museo del falseamiento histórico donde hubo un mercado, y he visitado un colegio público, planteándome si matricular a mi hijo, idea de la que he desertado al leer una placa en la puerta que rezaba: “Aquí votamos el uno de octubre, y ganamos”.
Yendo como periodista al Parlament, que está al lado del zoo, he presenciado en la puerta a gente acribillada de banderas y pegatinas que llamaba “fascistas” y “colonos de mierda” a los diputados de Ciudadanos, el PP y también del PSC. Por eso, cuando el PSOE necesitó a ERC y Junts y decidió importar el 'procés', me repugnó que los golpeados hablasen de reconciliación, dispuestos a golpear a otros golpeados, mientras los agresores se beneficiaban de ello y juraban que lo volverán a hacer.
Me voy sin que me pidan perdón y sin necesidad de que me pidan perdón, porque no me apetece perdonar. Vivo con mentalidad de mudanza y estas elecciones son para mí como el goteo del grifo viejo de la cocina de la casa de alquiler que dejaré: ya no es problema mío. Después del domingo, gobierne aquí Illa o Puigdemont, yo ya estaré en otra parte.
Será un acto de libertad no conocer el nombre de ningún 'conseller', no saber quién manda en cada partido, no tener ni la más reputísima idea de lo que publica hoy 'El Punt Avui'. Me pasa en estas elecciones: no he visto ni un debate, y en la calle encuentro carteles de Junts que me bastan para saber que Puigdemont aparecerá en Barcelona antes del fin de campaña: en la foto sale metido en un coche.
Por castigar a Pedro Sánchez, el exportador de 'procés', el perdonador de 'procés', y darle una lección íntima por resarcir al delincuente que nos robó la cartera, Puigdemont es, de hecho, el único candidato al que me apetece votar. ¡Y ya no estaré aquí para aguantarlo!
Este verano, mi familia y yo nos mudamos a Madrid. Dejamos Barcelona tras 12 años, así que las del próximo domingo serán mis últimas elecciones catalanas. En este tiempo habré votado como setecientas veces en autonómicas, y en cada fiesta de la democracia he sentido que votaba para nada.
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