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A veces los límites del humor son dos hostias en la cara
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Juan Soto Ivars

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A veces los límites del humor son dos hostias en la cara

Preferimos vivir en una sociedad en la que un insulto directo se salda con una multa, todos queremos estar bien protegidos de la ley del talión y de nuestros instintos asesinos

Foto: Imagen: iStock/Printstock.
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Un cómico murciano, Jaime Caravaca, está en el escenario. De pronto se acerca un hombre que parece un armario dos puertas; Caravaca lo reconoce, “¡hombree!”, pero antes de que pueda hacerse el gracioso aterriza sobre su amplia mejilla murciana un guantazo con la mano abierta, del tamaño de un Jumbo, que manda al cómico aterrorizado al rincón, con la pierna derecha en ristre como toda guardia.

El armario dos puertas, de nombre Alberto Pugilato, reclama a Caravaca que ahora le diga otra vez a la cara lo que le soltó por Twitter si tiene cojones. Fue esto: a la publicación de una foto en la que Pugilato sostiene a su hijo de tres meses con el texto “Felicidad y orgullo”, el cómico respondió: “Nada ni nadie podrá evitar la posibilidad de que sea gay, y de mayor se harte de mamar polla de negro. Y de negro obrero, nada de futbolistas. Qué sabio es el tiempo, toca esperar”.

Anotación al margen: Jaime Caravaca debería quitarse Twitter. Haz como yo, paisano, te lo dice otro bocachancla. Caravaca cree, como muchos otros tuiteros, que la gente de Twitter no existe realmente y que se les puede decir cualquier cosa. A Bertrand Ndongo, el famoso negro de Vox, le puso en respuesta a un tuit muy tierno con una foto de su madre y unas palabras bonitas lo siguiente: “El coño de tu madre es como una cañería. De ahí solo ha salido mierda”.

En mi pueblo esa conducta se llama “rifa de bastos”. Tras el insulto de Caravaca a Pugilato, hubo escarceo tuitero entre ambos. A Caravaca, gente de su cuerda le estaba diciendo que se había pasado, pero el cómico justificaba su tuit porque Pugilato es neonazi y homófobo. No hubo disculpas, por tanto, y, cuando Pugilato le anunció que iba a ir a un show suyo y se iban a reír mucho los dos, Caravaca le respondió que si de verdad es tan gracioso le podía dar trabajo.

Foto: Camilo de Ory. (EFE/Patricio Alvargonzález)

Quedó claro que en el universo mental de Caravaca es imposible que la magia de Twitter se haga realidad en forma de galleta. Hay gente que piensa que a todo el mundo se le va la fuerza por la boca, y no. Hay gente que responde a un insulto con otro: habrá quien diga que Pugilato tenía derecho a subir al escenario y humillar a Caravaca con una retórica versallesca y una agudeza cómica insuperable, pero en el mundo real hay gente que se dedica a la comedia y hay vigilantes jurados neonazis.

Tras el primer guantazo, Pugilato se dirigió educadamente al público: les pidió disculpas y proclamó, no sin cierto aire de melodrama cinematográfico, que él no es más que un padre defendiendo el honor de sus hijos. Entretanto, el cómico, aplastado en el rincón y todavía con el pie en alto como toda defensa, le dijo “vamos a hablar”, a lo que el armario respondió que de hablar nada, que ahora lo denuncie, y antes de despedirse del público le calzó otro guantazo. “Ala, vámonos”.

Bien. Aquí hay varias cosas interesantes. Pugilato es abiertamente neonazi y tiene un historial policial del tamaño de las páginas blancas. Esto, para Caravaca, justificaba poder decirle cualquier cosa en Twitter. Pero ojo: también celebró Caravaca que Ayuso abortase porque “a ver quién aguanta nueve meses con esa”, de modo que, para él, por tanto, no solo el neonazi merece cualquier insulto: basta con ser de derechas. Es esta una actitud ligeramente nazi, debo decir.

Confundir todo esto con el debate de la libertad de expresión sería un acto de fetichismo por la abstracción. Para mí un cómico tiene derecho a decir cualquier cosa encima de un escenario, y subrayo el “cualquier cosa”. Sin embargo, creo que nadie tiene derecho a agarrar por las solapas digitales a un señor que pasa por ahí y decirle que su hijo de tres meses va a zampar rabos. O conchas, añado. Los bebés concretos y el sexo, cuanto más separados mejor. Chistes de abstractos pederastas, los que queráis.

Foto: Agente de la Policía Nacional (iStock)

En fin, el par de hostias se ha convertido en un fenómeno viral, como la que se llevó el youtuber que llamó “cara anchoa” a un repartidor callejero o las que coleccionó aquel garrulo que estaba en un cine pegándole a su mujer y su hija y amenazando a todo el mundo hasta que se enfrentó con otro espectador, a la sazón boxeador, y salió escaldado. Veo, por tanto, que hay hostias que nuestro cerebro quiere condenar mientras nuestro estómago animal encuentra la mar de satisfactorias.

Admitámoslo: todos preferimos vivir en una sociedad en la que un insulto directo se salda con una multa, todos queremos estar bien protegidos de la ley del talión y de nuestros instintos asesinos; pero, al mismo tiempo, a veces dos galletas levantan un arco de justicia poética insuperable.

Para mí, la ideología violenta de Alberto Pugilato no explica los dos guantazos. En todo caso, serviría como atenuante, puesto que los neonazis son gente aficionada a dar palizas mortales, de modo que contentarse con dos galletas a mano abierta a un señor se me antoja un acto de contención. Lo mismo diría, por cierto, si Pugilato fuera un etarra o un islamista radical. O de UPyD.

Caricaturizar a Mahoma o decir que todos los neonazis tendrán hijos gais es libertad de expresión; ir a tirarle de las barbas a Mohamed o peerse directamente en el bigotillo de Adolfo, por el contrario, es echar papeletas a una rifa de bastos. Caravaca debe tener muy claro esto: la represalia hubiera podido ser mucho peor, y en ese caso habría tenido yo que escribir un artículo muy distinto.

Dicho lo cual, yo sí espero que multen a Pugilato, más que nada para que no empiece la gente a pensar que cualquier cosa que diga cómico faltón justifica subir al escenario a soltarle una galleta. En este caso concreto, para mí, lo comido por lo servido. Y, en un mundo perfecto y caballeresco, Caravaca todavía le debe una disculpa a su agresor, y el agresor, por este orden, una disculpa a Caravaca.

Sería tan maravilloso que cada cual se hiciera siempre responsable de sus actos y asumiera con elegancia las consecuencias...

Un cómico murciano, Jaime Caravaca, está en el escenario. De pronto se acerca un hombre que parece un armario dos puertas; Caravaca lo reconoce, “¡hombree!”, pero antes de que pueda hacerse el gracioso aterriza sobre su amplia mejilla murciana un guantazo con la mano abierta, del tamaño de un Jumbo, que manda al cómico aterrorizado al rincón, con la pierna derecha en ristre como toda guardia.

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