Un día en la vida del fiscal general Álvaro García Ortiz
Empieza en su honor una guerra de trincheras. El Estado juzgando al Estado. El Estado devorando al Estado. Fiscales contra fiscales, como si todo se hubiera vuelto del revés
Primera jornada del juicio contra el fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz. (EFE/Pool/J.J.Guillén)
El fiscal general del Estado se despierta temprano. Se asea, desayuna y, vestido ya con pulcritud y esmero, se dirige desde su domicilio a la Fiscalía General del Estado en su coche oficial. En el Palacio de Fontalba permanece poco tiempo. En su despacho anchuroso, más grande que un piso, coronado por una araña de cristal y presidido por una mesa pantagruélica, habla tal vez con algún subordinado y se queda un momento solo para arreglar sus papeles. Le espera un día crucial.
El hombre, todo gafas y rizos, se encamina al patio. Allí lo espera una corte de fiscales y funcionarios. Cuando Álvaro García Ortiz aparece, el grupo rompe en un aplauso. Se diría que el fiscal se ha hecho torero y se encamina a Las Ventas, pero no es este su destino, sino el no menos suntuoso Convento de las Salesas, sede del Tribunal Supremo. Allí lo han convocado para un juicio que amenaza los cimientos del Estado.
A bordo de su coche oficial negro con conductor, tras el que viene otro coche negro con los escoltas, Álvaro García Ortiz hace el trayecto mínimo desde la calle Fortuny hasta la plaza de la Villa de París. Son apenas seis minutos de coche para repasar los pensamientos, ordenados como carpetas, ante el desafío de tocar las cuerdas del Derecho en sus acordes más graves y tremendos.
Frente al Tribunal Supremo se apea del coche, como tantos días. Hay algunos periodistas a los que saluda con indiferencia, un leve gesto de cabeza y de la mano. Traspasa la puerta de autoridades, que dos ujieres uniformados como capitanes abren al unísono, y encamina sus pasos hasta su despacho. Allí impone su toga negra sobre el traje. Esa toga negra es la expresión del rigor, la gravedad y la honradez de su cargo. Lleva en el pecho una medalla de brillantes puntas.
Rodeado por la servidumbre que los hombres importantes del Estado requieren para desenvolverse entre los oros y damascos del templo más alto de la Justicia española, Álvaro García Ortiz camina algo apresurado, sin detenerse ante las obras de arte y tapices que decoran los pasillos del Supremo.
No sabemos si habla con los fiscales allí presentes, subordinados suyos, o con la Abogacía del Estado. No sabemos si cruza alguna palabra con los siete magistrados del Supremo que recibieron el encargo de desentrañar este caso de importancia capital. Como sea, alcanza el fiscal la sala vetusta e imponente en que se dirime la justicia frente a los quebrantos para el funcionamiento del país.
Por otra puerta van pasando los testigos llamados por la acusación y la defensa, que se sientan en sus lugares, tal vez acobardados por la suntuosidad de la sala y la gravedad del caso. Ocupa también su sitio el fiscal general en el estrado. Hoy, la Fiscalía que él dirige pide la absolución del acusado, asociada a la Abogacía del Estado, que llevará la defensa. Según la Abogacía del Estado, en la instrucción hay un deseo expreso de condenar y es infame. Según la acusación, alguien reveló secretos privados prevaliéndose del poder de su cargo.
Ver ahí sentado a Álvaro García Ortiz, con toda la pompa de sus puñetas blancas en las mangas negras, intimida. El camino que ha hecho esta mañana es el mismo, con las mismas etapas, de siempre. Allí están, como tantas veces, los siete magistrados severos y el resto de mecanismos humanos de la justicia. Unos y otros se deben a la verdad, a la valoración de la prueba y a la independencia.
Todos se deben a la honradez y la certeza de que ocupan posiciones claves en el Estado de derecho. Van a poner al trasluz los indicios acusatorios en busca de pruebas. Los contemplan los artesonados del techo, los mármoles oscuros de las paredes, las arañas de cristal colgadas, la madera noble de las tribunas, los tapizados, la seda roja. Y al fin, cuando el reloj marca la hora precisa, empieza la sesión.
Pero algo muy anómalo ocurre esta mañana. El estrado está lleno y el banquillo está vacío, a nadie parece importarle. Álvaro García Ortiz, el acusado, no se ha desprendido de las dignidades de su cargo. No ha liberado a sus subordinados, con una dimisión, para que hagan su trabajo libremente. Se niega a rebajarse desde su tribuna a su lugar, que es el banquillo.
Empieza ante él, en su honor, una guerra de trincheras. El Estado juzgando al Estado. El Estado devorando al Estado. Fiscales contra fiscales, como si todo se hubiera vuelto del revés. La polarización era esto. Y la corrosión de las instituciones es su consecuencia directa.
El fiscal general del Estado se despierta temprano. Se asea, desayuna y, vestido ya con pulcritud y esmero, se dirige desde su domicilio a la Fiscalía General del Estado en su coche oficial. En el Palacio de Fontalba permanece poco tiempo. En su despacho anchuroso, más grande que un piso, coronado por una araña de cristal y presidido por una mesa pantagruélica, habla tal vez con algún subordinado y se queda un momento solo para arreglar sus papeles. Le espera un día crucial.