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José A. Pérez

No me creas

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Inmunes al vértigo

Innovar es el mantra de nuestros días en todo tipo de ámbitos. Sin embargo, todo cambia tanto y tan deprisa que nos hemos vuelto inmunes al vértigo

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Hubo un tiempo, no sé si feliz o no, en que las cosas no cambiaban. Y con las cosas me refiero a todo. Los humanos se exponían a exactamente los mismos estímulos, problemas y misterios a los que se habían expuestos sus padres, sus abuelos y sus tatarabuelos antes que ellos. Los mismos a los que se expondrían luego sus hijos, sus nietos y sus biznietos. Así pasaba la vida, sin grandes cambios, sin más incertidumbres que la del día a día. 

Entonces nació la ciencia y, con ella, la tecnología, que aniquilaron aquella sensación de permanencia e instalaron el cambio como el motor de la humanidad. Desde aquel impreciso momento, ninguna generación miraría al mundo de la misma manera que sus padres.

La comunicación global, la exploración del espacio o la manipulación genética son ideas con las que convivimos, como lo hacemos con la certeza de que todo cambiará de nuevo

En el siglo XX esa tendencia se acentuó. El mundo ya no se transformaba por eras ni por generaciones, sino por décadas. Las revoluciones empezaron a apilarse, una detrás de otra, solapándose entre ellas. Mientras que, gracias a los avances médicos y sanitarios, el ser humano cada vez duraba más, lo que le rodeaba cada vez duraba menos.

Hoy aquella vieja sensación de permanencia resulta inimaginable. La comunicación global, la exploración del espacio, la manipulación genética son ideas con las que convivimos normalmente, como convivimos con la certeza de que todo cambiará de nuevo en cualquier momento, una mañana cualquiera, y nos obligará a reimaginar nuestra relación con el mundo. Sin traumas. Ya lo hemos hecho antes.

Un futuro lleno de cambios

Innovar es el mantra de nuestros días, incluso en ámbitos que nada tienen que ver con la ciencia y la tecnología. La urgencia por el cambio es cada vez más urgente, los ciclos de producto cada vez más breves, la ciencia ficción cada vez más parecida al realismo social.

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Todo cambia tanto y tan deprisa que nos hemos vuelto inmunes al vértigo. Leemos que existe un proyecto de colonia marciana y pensamos: "Oh, bueno, ¿y por qué no?".

También que el turismo espacial será una realidad en breve y pensamos: "Lógico". Nos hablan de implantes en el cerebro, de coches que se conducen solos, de robots que ganan guerras y decimos: "Sí, por supuesto, parece lógico".

Nunca el futuro había sido tan inimaginable. Y nunca nos había importado tan poco.

Hubo un tiempo, no sé si feliz o no, en que las cosas no cambiaban. Y con las cosas me refiero a todo. Los humanos se exponían a exactamente los mismos estímulos, problemas y misterios a los que se habían expuestos sus padres, sus abuelos y sus tatarabuelos antes que ellos. Los mismos a los que se expondrían luego sus hijos, sus nietos y sus biznietos. Así pasaba la vida, sin grandes cambios, sin más incertidumbres que la del día a día. 

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