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José A. Pérez

No me creas

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De PC's y Olivettis

El debate sobre el uso de portátiles en el colegio me ha hecho reflexionar sobre lo poco que hace que usábamos máquinas de escribir y corrector Tippex

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Si bien estoy en la flor de la vida, hace tiempo que alcancé ese dudosos estatus en que los niños te dicen perdón señor cuando te aciertan un balonazo. Lo digo porque, a pesar de mi cada vez menos insultante juventud, de vez en cuando echo la vista atrás y me pregunto cómo puede ser posible.

Me ha ocurrido esta semana, y la culpa la ha tenido una amiga, profesora en la Universidad de Deusto. Helena, que así se llama, colgó en Twitter un interesantísimo artículo de The New Yorker en el que el autor, un tal Dan Rockmore, se pregunta si los profesores deben permitir que los alumnos tengan los portátiles encendidos en clase. Se lo pregunta muy poco rato, en realidad, porque enseguida se responde que no.

Rockmore se refiere a varios estudios, destacando uno de la Universidad de Cornell (Nueva York), que asegura que la chavalería, como cualquier ser humano de cualquier edad, se despista ante una pantalla. Que empiezas prestando atención, pero luego miras a ver qué ha dicho Casillas, das un like por aquí, un retuit por allá y, ya que estás, echas un ojo a los titulares a ver cuál es la última hecatombe de la política nacional.

A mi amiga Helena tampoco le gustan los portátiles en clase (por eso divulgó el artículo, para reafirmarse), pero otro amigo profesor sí que los permite. Se llama Iñako y da Fisiología Animal en la Universidad del País Vasco.Iñako anima a sus alumnos a que comprueben y completen in situ muchas de las cosas que él les cuenta, de forma que las clases se convierten en una especie de obra coral a varias voces. Esto, por supuesto, solo es posible si se tiene un pequeño grupo de alumnos (como es el caso de mi amigo).

El debate es relevante, como lo es cualquiera que afecte a la educación, pero lo cierto es que todo esto no es más que una excusa para contarles eso con que abría este artículo. Que a veces miro atrás y me pregunto cómo puede ser posible. Porque, al leer el artículo de The New Yorker, recordé que un servidor usó nada menos que una máquina de escribir en la facultad. Una Olivetti portátil entre preciosa y cochambrosa con la que aprendí, o eso se supone, a hacer titulares y subtítulos y entradillas. Y también, claro, a desatacar dos letras cuando se atropellaban en el carro y a echar tippex sin ponerlo todo perdido. Conocimientos la mar de útiles, como se ve, en el siglo XXI.

Madre mía. Que viejos nos estamos haciendo los jóvenes.

Si bien estoy en la flor de la vida, hace tiempo que alcancé ese dudosos estatus en que los niños te dicen perdón señor cuando te aciertan un balonazo. Lo digo porque, a pesar de mi cada vez menos insultante juventud, de vez en cuando echo la vista atrás y me pregunto cómo puede ser posible.