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Facebook: de la censura de los ofendidos a la censura de los anunciantes
El debate sobre si Facebook debe controlar el discurso de odio en su plataforma es falso, peligrosamente falso. Ni a Facebook ni a los grandes anunciantes
El debate sobre si Facebook debe controlar el discurso de odio en su plataforma es falso, peligrosamente falso. Ni a Facebook ni a los grandes anunciantes les importa el odio o la democracia. En este momento hay una ola de virtud entre las grandes empresas estadounidenses, consecuencia de la corrección política y las protestas de BlackLivesMatter. Hay un tren de relaciones públicas al que conviene subirse, y eso es todo: relaciones públicas. El conflicto moral donde la manga ancha de Zuckerberg representa la neutralidad y la libertad de expresión, mientras que la presión de los anunciantes y los activistas representa la corrección política y los límites al discurso de odio, está resuelto en aquel país.
Desde el momento en que Donald Trump ganó las elecciones, perdió este debate la libertad de expresión. Es decir: perdió la gente que piensa como yo. Los que creen que limitar el vaporoso discurso de odio es peor que no limitarlo, porque quien pinta la línea roja lo hará siempre caprichosamente y acabarán pagando justos por pecadores. La prueba de que el debate lo perdimos es Youtube: su algoritmo de control del discurso de odio y su equipo de apelaciones nos dejan ver cómo funcionará mañana Facebook. Iré con esto en un momento.
La libertad de expresión ya no existe en las redes sociales
Las redes sociales que hoy usamos se popularizaron desde 2007. Hasta 2010 hubo unos años de absoluto juego y libertad: íbamos a Twitter a decir lo que no queríamos que oyera nuestra madre. En las redes se hacía mucho humor negro y se opinaba con sinceridad, muchas veces de manera desagradable y grosera, pero hacia 2011 empezaron a ser habituales los linchamientos digitales. Los linchamientos eran la respuesta de ciertos sectores hipersensibles al discurso duro y espontáneo. Podían desatarse por un alegato racista o machista, sí, pero también por comentarios ambiguos e irónicos.
Se estaba perfilando entonces la nueva forma de censura típica de las redes sociales, que he llamado “poscensura” porque no era vertical -emanada desde el poder- sino horizontal y desordenada -emanada de los usuarios con tendencia a reaccionar ante las ofensas-. Las reacciones de ofensa masiva canalizadas en las redes perseguían a individuos que habían hecho comentarios polémicos. La poscensura no te llevaba a la cárcel pero minaba tu prestigio, así que muchos usuarios empezaron a tener cuidado y a autocensurarse. Para entonces, la libertad de expresión en las redes ya estaba bajo fianza.
La poscensura ha sido la respuesta de que nuestra sociedad inmadura no está preparada para la libertad de expresión total. Saber lo que piensa la gente, convivir con su sentido del humor y con la expresión natural de sus prejuicios es un precio muy alto para la libertad de expresión. Muy poca gente lo quería pagar a comienzos de la década de 2010, pero tras la victoria de Donald Trump los partidarios de la libertad quedamos desautorizados ante la opinión pública. Donald Trump, asesorado por Steve Bannon, utilizó el discurso libre de las redes en su beneficio. El humor negro, los troles y los memes irónicos fueron armas poderosas para él, como ha explicado muy bien Angela Nagle en “Muerte a los normies”.
La poscensura ha sido la respuesta de que nuestra sociedad inmadura no está preparada para la libertad de expresión total
El pánico institucional ante el llamado discurso de odio empezó a afilarse por aquel entonces, y le acompañaron miles de celebridades que manifestaban opiniones contrarias a la libertad de de expresión y apelaban a la necesidad virtuosa de censura. Las noticias falsas y la polarización de la que se aprovecha el populismo eran el pretexto, pero en este momento la libertad de expresión era ya un tema absolutamente secundario. Estamos hablando de una lucha por el poder entre partidos populistas en todos los países desarrollados.
La victoria de Trump convenció a Google, liderada por progresistas, de endurecer sus criterios de discriminación del supuesto contenido de odio. Hay vídeos filtrados por medios de extrema derecha de las reuniones ejecutivas tras la derrota de Hilary Clinton en la que directivos de Google lloran a lágrima viva y hablan de “terror”. Los algoritmos, pensados para que los usuarios permanezcamos todo el tiempo que sea posible en las aplicaciones, se habían desenmascarado como máquinas de radicalizar, porque te ofrecían contenido cada vez más extremo para mantenerte pegado a la pantalla.
Las primeras medidas de la compañía de Palo Alto se dejaron notar en su filial Youtube antes que en las búsquedas de Google. Miles de youtubers empezaron a notar cómo sus vídeos con contenido político quedaban desmonetizados, y esto no afectaba solamente a youtubers de la “alt-right”, que fueron los que protestaron más sonoramente. Donald Trump y varios senadores republicanos llevaron entonces a juicio a Google, advirtiendo que la compañía no estaba siendo neutral y maltrataba a los creadores de contenido de derechas. Pero lo que hay tras este debate ha dejado de estar relacionado con la libertad de expresión.
Nadie lo ha explicado mejor que el crítico de cine español Smokerwolf en un vídeo que puedes ver debajo. Cualquier contenido polémico, cualquier referencia a los nazis -aunque sea irónica-, cualquier vídeo que entre tangencialmente en debates como el racismo, el género o la orientación sexual, se ha convertido en material radiactivo para alguien que quiere vivir de sus vídeos en Youtube. Los algoritmos atacan, y los equipos humanos no están dispuestos a monetizar estos vídeos. Hay muy poco tiempo para tomar decisiones que afectan a la libertad del creador, y ante la duda, se opta por la censura económica.
Los motivos, explica Smokerwolf, son publicitarios, no políticos o morales. Google no quiere pasar por lo que está pasando Facebook. Dado que siempre hay una tropa de activistas que atacan a las redes a empresas que se anuncian en “espacios inseguros”, como podría ser un vídeo de Un Tío Blanco Hetero, los anunciantes se curan en salud. Las grandes compañías solo se sienten seguras si su anuncio aparece en vídeos inocentes y virales: perritos, recetas de cocina, manualidades. Google se limita a proporcionarles un sendero a esta clase de contenido boicoteando la financiación de cualquier cosa sospechosa de irritar.
De manera que no se trata de fomentar el odio contra los gais o los negros, sino de entrar en terrenos pantanosos o polémicos y preocupar a los anunciantes. Cada vez más, los grandes anunciantes son mimados por las grandes tecnológicas. A esto ha llevado el modelo de financiación basado en la publicidad, no la moral de los directivos.
De esta manera, podemos ver que lo que llaman “discurso de odio” no es el que afecta a las minorías, sino el que afecta a la reputación de unos anunciantes que cada vez están menos dispuestos a dejarse ensuciar a ojos de la siempre vigilante y vociferante jauría del activismo políticamente correcto. Estamos hablando del prestigio de marcas en un ambiente de corrección política. La libertad de expresión como asunto moral desapareció justo antes de que llegásemos a esta situación.
Consecuentemente, Facebook hará lo que digan los anunciantes y vigilará el contenido de odio. Pero que no os quepa duda de que, en la Norteamérica del KKK y las leyes Jim Crowd, sería el contenido favorable a los negros lo que estas empresas estarían censurando y controlando. En cada momento social, el anunciante querrá parecer simpático a la mayoría más movilizada. La reputación no se conseguía igual en la caza de brujas que en la caza de fachas.
La censura nunca es tan virtuosa como aparenta ser. Me pregunto si algún día llegaremos a entender esto.
El debate sobre si Facebook debe controlar el discurso de odio en su plataforma es falso, peligrosamente falso. Ni a Facebook ni a los grandes anunciantes les importa el odio o la democracia. En este momento hay una ola de virtud entre las grandes empresas estadounidenses, consecuencia de la corrección política y las protestas de BlackLivesMatter. Hay un tren de relaciones públicas al que conviene subirse, y eso es todo: relaciones públicas. El conflicto moral donde la manga ancha de Zuckerberg representa la neutralidad y la libertad de expresión, mientras que la presión de los anunciantes y los activistas representa la corrección política y los límites al discurso de odio, está resuelto en aquel país.