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'Gran Hermano' o la muerte del muerto
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Nacho Gay

Carta de Ajuste

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'Gran Hermano' o la muerte del muerto

No tiene Mercedes Milá, como Dorian Gray, un retrato que envejezca por ella y por el formato que presenta. La decrepitud es una enfermedad obligada para

Foto: 'Gran Hermano' o la muerte del muerto
'Gran Hermano' o la muerte del muerto

No tiene Mercedes Milá, como Dorian Gray, un retrato que envejezca por ella y por el formato que presenta. La decrepitud es una enfermedad obligada para quien no sabe aceptarla. Y Gran Hermano la padece ya desde hace tiempo. No ya por el desgaste progresivo que ha sufrido el formato en el ámbito de lo cuantitativo, ámbito que mueve la tele y también el mundo, sino porque hasta el espectador más necio se ha percatado ya, a estas alturas, de que el discurso del reality, si es que algún día tuvo alguno, se asfixia ante la imposibilidad de encerrar en ese microcosmos sui géneris el más mínimo ápice de verdad.

Ayer, durante la emisión de la enésima final del espacio, el aliento jadeante del formato moribundo se escuchaba con total nitidez desde el otro lado de la pantalla. La ausencia de espectáculo generado por los propios concursantes, en realidad ex concursantes, perros viejos poco dispuestos a volver a arder en todas las hogueras menos en la de las vanidades, obligó a la propia Mercedes Milá a tomar las riendas narrativas del espacio. Endiosada ya hasta la médula, Milá se enfada, habla, muerde, pincha, corta, pregunta y se responde sola. Ella es, por sí misma, el ojo de Orwell. Y vive, por obligación contractual, quizá, en una deriva hitleriana que, por cierto, le hace juego con esa suerte de campo de concentración para inadaptados que ha montado en Guadalix de la Sierra; inadaptados y condenados por el propio espacio al exterminio social.

Sirva como ejemplo del progresivo desgaste del formato, además de esa lánguida y deslucida gala final de anoche, el hecho de que este Reencuentro improvisado que Endemol se ha sacado de la chistera para alimentar un par de meses más las sinergias programáticas que sustentan la filosofía de Telecinco, se haya visto obligado, por extraordinaria y urgente necesidad, a recortar su duración en vista de que un alargamiento improcedente supondría probablemente el suicidio del muerto. Descubierto ya el pastel del experimento sociológico, perdidos los apoyos ilustres de pensadores que cambian de filosofía como de chaqueta (Gustavo Bueno, por ejemplo) y agotado el merchandising ligado a este parque de atracciones para voyeuristas, GH se ve hoy en una encrucijada: aceptar su muerte o ponérsela por montera. Hará lo propio, qué duda cabe.

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Por cierto, ganaron Pepe y Raquel (GH7), por si a alguien le interesa. La gente dijo "no" a 'la pierna encima’, esto es, a los concursantes de la primera edición, Silvia y Jorge. Hay algo de profético también en todo eso.

Milá recibió anoche una dosis de su propia medicina. “Chocheas”, le espetó uno de sus hijos adoptivos. Ahí queda eso.

No tiene Mercedes Milá, como Dorian Gray, un retrato que envejezca por ella y por el formato que presenta. La decrepitud es una enfermedad obligada para quien no sabe aceptarla. Y Gran Hermano la padece ya desde hace tiempo. No ya por el desgaste progresivo que ha sufrido el formato en el ámbito de lo cuantitativo, ámbito que mueve la tele y también el mundo, sino porque hasta el espectador más necio se ha percatado ya, a estas alturas, de que el discurso del reality, si es que algún día tuvo alguno, se asfixia ante la imposibilidad de encerrar en ese microcosmos sui géneris el más mínimo ápice de verdad.

Mercedes Milá Pepe Domingo Castaño Telecinco