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Los mejores representantes del cinismo de clase media-alta
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Esteban Hernández

Confidencias POP

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Esteban Hernández

Los mejores representantes del cinismo de clase media-alta

Eran los chicos malos de las familias bien. Convertirse en artista requería formación, posibilidades de viajar fuera, respaldo económico e incluso una cierta educación del gusto

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Los mejores representantes del cinismo de clase media-alta

Eran los chicos malos de las familias bien. Convertirse en artista requería formación, posibilidades de viajar fuera, respaldo económico e incluso una cierta educación del gusto que en los 60 sólo disponían quienes formaban parte de las clases acomodadas. Obviamente, hubo excepciones, pero era de ese estrato del que solían nutrirse las huestes del artisteo. También ocurrió en el rock, a pesar de que (o quizá porque) no era considerado cultura, sino una expresión degradada de la vulgaridad popular.

Los 70 fueron otra cosa, básicamente porque el rock enganchó en los barrios, girando hacia la autenticidad y hacia la decidida intención de contar las cosas de un modo mucho más “real”. Por eso, la Movida fue en parte un backlash, una reacción para poner fin a ese mal gusto de la gente de barrio llevada a cabo por vástagos de familias pudientes que ya no hablaban de callejones y hormigón sino de arte, moda y arquitectura y que hacían canciones intrascendentes y divertidas. Así, la división de clase quedó temáticamente dibujada en torno a la autenticidad; mientras las capas populares la perseguían, las medias/altas querían alejarse lo más posible de ella: nada de quedarse fijado a una suerte de esencia callejera. Lo importante era cambiar continuamente, encontrar nuevas formas de divertirse y nuevas cosas con las que experimentar.

Los 80 no fueron una excepción en ese retrato de clase. Existió antes (sinfónicos contra rockeros) y siguió existiendo después. Incluso hoy, en la España prerrescate, los orígenes socioeconómicos aparecen más nítidamente que nunca en la música pop. En gran medida, porque el rock mismo se ha convertido en una expresión de clase. Los barrios populares y sus polígonos adyacentes ya no tienen en cuenta el rock, habiéndose dado a los sonidos bailables. El mundo mainstream tampoco le tiene especial simpatía (apenas a sus grandes estrellas, y sólo cuando se trata de montar macroconciertos), y en él dominan chicas extrañas (desde Rihanna a Lady Gaga) que viven de la sobreexposición mediática. Donde sí se acoge al género con los brazos abiertos es en las universidades, cuya banda sonora está tejida con grandes dosis de rock, especialmente indie. De las facultades salen su materia prima, sus músicos y su público, y allí se componen canciones pensadas para gente que pulula por las aulas y que luego intenta (y a veces consigue) convertirse en profesional liberal. Son hijos de la sensibilidad de clase media-alta: incluso cuando provienen de otros estratos sociales, se manejan con los códigos, referencias y aficiones de ese estrato social

Lo que se deja notar a muerte en sus canciones, y de varias formas. Por un lado, aparece un buenrrollismo de clase media alta (desde el localismo de Manel hasta las cantautoras folkies, los Autes, Serrats y Jeannettes para chicos bien del nuevo siglo); también hay un perfil torturado (el artista que se pelea con sus demonios interiores) muy activo en bandas indies; pero el más definido (y el más interesante) es el que aparece reflejado en las canciones de Los Punsetes. La banda madrileña acaba de editar su tercer álbum, Una montaña es una montaña, otro buen trabajo construido a base de ese escepticismo mosqueado tan suyo. 

Y tan de su clase. Porque nadie como ellos para reflejar ese rollo cabroncete de “no me creo nada”, esa actitud malrollista que rechaza con disgusto toda clase de discursos (“Se supone que la vida no es tan estridente/ mamá está equivocada y los libros mienten", Maricas, "No hay mejor propósito que no tener ningún propósito…No quiero saber qué pasará después", John Cage), ese pragmatismo cínico tan actual (“Mi verdadero oficio es darlo todo por el vicio", Por el vicio) y su correspondiente fatalismo (“Si esta es la vida que me espera/ preferiría esperar fuera”, Paraíso, o “Las cosas pueden ir siempre a peor”, Flora y fauna).

En definitiva, Los Punsetes reflejan a la perfección ese cinismo instalado en la clase media española, que circula entre la ironía y el desdén y que es también el practicado por las generaciones de sus mayores. Ellos recogen esa actitud, le dan un toque humorístico y moderno, y la envuelven en unos cuantos acordes. Y les sale bien. La paradoja es que aquello que les da personalidad y relevancia, es justo aquello que desprecian: la autenticidad. 

Eran los chicos malos de las familias bien. Convertirse en artista requería formación, posibilidades de viajar fuera, respaldo económico e incluso una cierta educación del gusto que en los 60 sólo disponían quienes formaban parte de las clases acomodadas. Obviamente, hubo excepciones, pero era de ese estrato del que solían nutrirse las huestes del artisteo. También ocurrió en el rock, a pesar de que (o quizá porque) no era considerado cultura, sino una expresión degradada de la vulgaridad popular.