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El poder que tiene una ofensa para dañarte es porque tú se lo has dado
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Mario Alonso Puig

Empecemos por los principios

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Mario Alonso Puig

El poder que tiene una ofensa para dañarte es porque tú se lo has dado

El poder de un acto para dañarnos depende de nuestro ego. Cuanto más tengamos, más fácil es que nos sintamos ofendidos. Hay que tener grandeza

Después de la Segunda Guerra Mundial, en los Estados Unidos existía una gran segregación racial. En algunos lugares, esto llegaba a alcanzar situaciones extremas. Tanto el fútbol americano como el béisbol han sido desde hace muchos años dos de los deportes más populares entre los estadounidenses. A finales de los años cuarenta, la población blanca y la de color jugaban al béisbol, pero separados en equipos de blancos y en equipos de negros. Esto cambió cuando el dueño de un equipo de Brooklyn, los Dodgers, decidió, en contra de todas las advertencias, contratar a un chico de color para jugar en su equipo la liga profesional. ¿Qué hizo que alguien diera semejante paso? Parece ser que dos razones bien diferentes. Por una parte, este hombre perteneciente a la iglesia metodista, sabía que todos los hombres eran iguales ante su Dios.

Por otra parte, el dueño del equipo también era consciente del extraordinario talento y potencial de Jackie Robinson, el joven de color al que contrató. El mayor desafío que Jackie iba a tener durante el campeonato de liga no iba a ser el enfrentarse a los otros equipos, sino el controlar su temperamento cuando recibiera ofensas de todo tipo, debido al color de su piel. El carácter de una persona no pocas veces se pone en evidencia cuando en lugar de reaccionar frente a las agresiones, se mantiene la calma, la serenidad y se enfoca uno no en devolver la agresión, sino en la respuesta que se quiere dar a ella.

Cuando el narcisismo es lo que manda en nuestras vidas hay muchas posibilidades de que pequeñas cosas nos hagan sentirnos poco importantes, ignorados y excluidos

El poder de un comentario, de un gesto o de una determinada conducta para dañarnos depende fundamentalmente de su capacidad para reducir, para rebajar la estima que no tenemos. Cuanto más ego tengamos, con tanta más facilidad nos vamos a sentir ofendidos. El ego se siente débil, inestable, poco sólido y por eso, al no poder encontrar la fuerza en su interior, ha de buscarla fuera en el reconocimiento y la aceptación por parte de los demás. Aquellas personas que son más conscientes de su propio valor intrínseco, son muchos menos susceptibles al impacto negativo que la crítica puede tener sobre ellas. Cuando el narcisismo es lo que manda en nuestras vidas, entonces hay muchas posibilidades de que pequeñas cosas nos hagan sentirnos poco importantes, ignorados y excluidos.

La grandeza y el sufrimiento

Hoy sabemos que la causa más importante del distrés, esa forma de estrés que nos daña a nivel mental, emocional y corporal, es la pobre comunicación entre las personas. Este tipo de comunicación, se convierte muchas veces en un mero intercambio de agravios y ofensas. El que se siente ofendido, quiere revancha para que el otro experimente al menos el mismo dolor que él está experimentando. A veces hay una reacción airada clara, otras veces no se manifiesta el enfado tan a las claras, aunque sí se acumula un marcado resentimiento. Además, cuando nos quedamos experimentando el dolor de la ofensa, nos vemos con frecuencia empequeñecidos y avergonzados.

Querer que los demás hagan siempre las cosas a nuestra manera no es realista y favorece que a la mínima nos sintamos agraviados

La ira y el resentimiento nos hacen sentirnos más fuertes y así también, y de alguna manera, nos ayudan a apartarnos del dolor que experimentamos para poder mitigarlo. Cuando sentimos dolor, nuestro cerebro busca una salida como sea, bien en el aislamiento, bien en la huída o en el contraataque. Sin embargo, si aguantamos, si nos mantenemos experimentando ese dolor, si tenemos el valor de permanecer en ese espacio incómodo sintiéndolo plenamente, el cerebro privado de una salida rápida, no tiene otra opción que buscar una solución. Esta solución la encuentra abriendo la ventana de la inteligencia, esa facultad que todos tenemos y que nos permite penetrar en la verdad acerca de nosotros mismos. Es ahí donde podemos encontrar la solidez que nos sostiene cuando parece que el suelo se abre bajo nuestros pies. No pocas veces, el camino más corto para encontrarse con la propia grandeza es el sufrimiento.

Como todos tenemos terror a sufrir, no es fácil que aceptemos voluntariamente este camino. No es raro que en los momentos en los que abrazamos el dolor, nuestra inteligencia, con esa capacidad que posee de penetrar en lo profundo de las cosas, nos muestre qué heridas antiguas se han vuelto a abrir con dicho agravio, con dicha ofensa. Todos tenemos la necesidad de sentirnos queridos y acogidos, pero a veces planteamos exigencias muy poco realistas a los demás y les exigimos que actúen de tal manera que nosotros nos sintamos constantemente valorados.

La mejor respuesta

Querer que los demás hagan siempre las cosas a nuestra manera no es realista y favorece que a la mínima nos sintamos agraviados. Hay veces sin embargo, en la que observamos que algo de lo que hemos dicho, ha podido agraviar a otra persona. Si en estos momentos, la otra persona responde con serenidad en lugar de reaccionar, el conflicto ya está medio resuelto. Sin embargo, si la otra persona reacciona con enfado, que es lo que suele ocurrir, entonces somos también nosotros los que acabamos con nuestro yo herido. Desde dicho yo herido criticamos a la otra persona por ser tan susceptible, o nos menospreciamos a nosotros mismos por haber sido tan insensibles con nuestro comentario o nuestra conducta.

Mantener la serenidad, afrontar el dolor, manifestar lo que uno siente sin culpabilizar a la otra persona y mostrar con claridad lo que uno necesita, no da la seguridad de que la otra persona reflexione sobre lo ocurrido y sin embargo, sí abre la posibilidad de que ello ocurra. En la vida no hay apenas seguridades, lo único que podemos hacer es aumentar las probabilidades.

Después de la Segunda Guerra Mundial, en los Estados Unidos existía una gran segregación racial. En algunos lugares, esto llegaba a alcanzar situaciones extremas. Tanto el fútbol americano como el béisbol han sido desde hace muchos años dos de los deportes más populares entre los estadounidenses. A finales de los años cuarenta, la población blanca y la de color jugaban al béisbol, pero separados en equipos de blancos y en equipos de negros. Esto cambió cuando el dueño de un equipo de Brooklyn, los Dodgers, decidió, en contra de todas las advertencias, contratar a un chico de color para jugar en su equipo la liga profesional. ¿Qué hizo que alguien diera semejante paso? Parece ser que dos razones bien diferentes. Por una parte, este hombre perteneciente a la iglesia metodista, sabía que todos los hombres eran iguales ante su Dios.

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