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Ante las elecciones europeas: superar la duda metódica
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José Luis Villacañas

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José Luis Villacañas

Ante las elecciones europeas: superar la duda metódica

Europa no puede vivir en el escepticismo. La duda metódica nunca da paso a un principio fundamental iluminador. Esa fue la ilusión cartesiana

Foto: El escepticismo y el populismo amenazan la construcción europea. (iStock)
El escepticismo y el populismo amenazan la construcción europea. (iStock)

El 18 de abril de 1951 se firmó el acuerdo fundacional de la actual Unión Europea, la vieja Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Como se sabe, tuvo lugar cuando los franceses, los alemanes y los países del Benelux decidieron regular de forma conjunta la producción de carbón, hierro y acero. No era cualquier cosa. Se trataba de la industria básica que había apoyado la reactivación económica de Alemania en la época de Hitler y que no era otra que la bélica. Carros de combate, submarinos, destructores: eso es lo que produjeron las fábricas de Krupp AG y de Thyssen. Fue posible regular el acero porque Alemania no podía ni quería rearmarse. Pero también porque, a diferencia de lo que había sucedido tras la Primera Guerra Mundial, Francia había abandonado toda idea de represalia masiva y los Estados Unidos se mostraron dispuestos a no permitirla. Los dos países comprendieron que esta vez no podían ser injustos. Los países del Benelux, que no habían podido ser protegidos por el estatuto de neutralidad, ahora pudieron conquistar la necesaria seguridad frente a sus poderosos vecinos vinculándose a un acuerdo histórico. No eran testigos mudos ni convidados de piedra. Al contrario, estaban destinados a ofrecer frecuentes administradores de ese acuerdo. Hoy todavía el candidato Junker representa esa lógica.

Pero aquel acuerdo no fue una necesidad histórica ni una operación obvia o deseada por todas las fuerzas históricas. Se tomó después de dudas muy profundas y frente a planes alternativos. Uno de ellos lo presentó a Charles de Gaulle, en 1945, un filósofo ruso afincado en Francia, Alexander Kojève, que años antes había influido con fuerza en la filosofía francesa de los años 30 y que luego sería un alto funcionario de la incipiente Organización del Mercado Común. En un dossier muy célebre, que tituló “Imperio Latino”, defendió que Francia debía aspirar a organizar de forma hegemónica un amplio espacio geoestratégico que uniese a Grecia, Italia, Francia y España.

Fundar Europa consistirá en otorgar unidad geopolítica a un espacio que ha sido articulado por el desarrollo histórico

La idea era muy arriesgada y contaba con la certeza de que Alemania no podría ser represaliada por los aliados tras la guerra porque Estados Unidos no podía prescindir de Alemania para detener la expansión soviética hacia el oeste. Así que no sólo Alemania se mantendría todo lo grande que USA pudiera conseguir, sino que además debería recuperar de forma inmediata su potencial industrial. Francia no podría disputarle la hegemonía ni se sentiría cómoda con un vecino al que ya no podría imponer sus condiciones en tanto vencido, así que sólo podría equilibrar su posición y tener un futuro como Estado nación si lograba liderar el grupo de las potencias mediterráneas. Kojève sabía que la condición de posibilidad de este gran espacio geoestratégico era que todas las potencias católicas mantuvieran su condición imperial sobre el norte de África. Franco tendría que ser obligado a dejar el poder en España, pero nuestro país sería compensado con el control de la costa atlántica de Marruecos y Mauritania.

Proyectos en solitario y en colectivo

El plan de Kojève era pura ingeniería diplomática y hay dudas acerca de sus intenciones últimas. Sin embargo, incluía un claro sentimiento anti-alemán y tenía como consecuencia rodear el territorio disminuido de Alemania con potencias hostiles. No prosperó porque tenía bases débiles e injustas. Ante todo aislaba a Alemania de los pueblos europeos y la dejaba en una especie de limbo estratégico como pueblo de frontera sometido a los pueblos anglosajones. Segundo, mantenía la situación imperial sobre el norte de África, algo que iba contra el espíritu fundador de la ONU, que pronto se iba a configurar, aunque iba a costar mucha sangre francesa y argelina. Pero ese plan no era una ocurrencia caprichosa. Implicaba conceder al catolicismo la centralidad cultural de ese espacio geoestratégico y daba a Roma el protagonismo propio de cabeza de la catolicidad. Cuando la crisis ha puesto de manifiesto que el espacio mediterráneo padecía una constelación civilizatoria muy marcada frente a los países del norte, el conocido filósofo italiano Giorgio Agamben sorprendió a la opinión pública alemana reivindicando el escrito de Kojève y pidiendo la creación del imperio latino.

Italia y España ni siquiera pueden imaginar un camino en solitario. Su dependencia productiva de la industria alemana lo hace imposible

Al final, todo parece indicar que el proyecto de Kojève fue desechado oficialmente, pero el sustrato histórico al que hacía apelación no por ello ha sido desarticulado por completo. Hoy se manifiesta de varias maneras. Primero como crisis en el sur, que deja a los pueblos de Italia y de España ante la obligación de alcanzar prestaciones económicas semejantes a las de los pueblos del norte, pero al precio de costosísimas devaluaciones internas. Pero estos dos pueblos no eran la clave organizativa del espacio latino. Era Francia la que debía salvarse como Estado Nación organizando el sur latino al margen de Alemania. Así que no es extrañar que la crisis se manifieste ante todo en la desvinculación de una parte creciente del electorado francés del actual orden europeo. Eso es lo que Marie Le Pen acumula como capital político. Sólo Francia puede todavía imaginar un horizonte que se parezca al viejo esquema de la soberanía, aunque en mi opinión es una ilusión que se disolverá tan pronto roce un gramo de poder del Estado. Por lo que respecta a Italia y España, no pueden ya ni siquiera imaginar un camino en solitario. Su dependencia productiva de la industria alemana lo hace imposible.

La historia geoestratégica de Europa

Sin embargo, la crisis de Ucrania ha puesto de manifiesto que los planes de Kojève y de Jünger no eran los únicos que respondían a estratos profundos de la vida europea. Ninguno de los pueblos que se extienden al este del Elba daba por justa la expansión soviética rusa y sólo el más completamente ignorante podía pensar que esa dominación se sostenía sobre algo diferente de la fuerza. Así que por debajo del imperio latino, por debajo del eje franco-alemán-Benelux del Rin, latía todavía el espacio de la vieja idea de Mitteleuropa, organizado sobre el Danubio y con la centralidad de la Alemania prusiana, la que hoy gobierna en Berlín. Una de sus consecuencias fue el tratado de Brets-Litovsk, que introducía a Ucrania en el área de influencia alemana. Alguien aficionado a la historia de Roma antigua no podría dejar de recordar la doble articulación del centro imperial de Roma sobre las líneas de los dos grandes ríos, el Rin y el Danubio. La historia geoestratégica de Europa se basa sobre el control de esos dos grandes ríos y toda la ratio de sus actores se regía por un principio: que ninguna potencia los controle a los dos, con sus bocas marítimas. Sobre ese principio se organiza otro secundario: que ninguna potencia se asiente a la vez en el Báltico y en el Mediterráneo.

La hora de la cooperación verdadera y prudente ha llegado, y a eso se deben disponer España, Italia y Polonia

Por eso Rusia es el único verdadero poder que interfiere con el principio geoestratégico europeo. Sólo ella ocupa Kaliningrado y Crimea, bases en el Báltico y en el mar Negro, las zonas que pueden amenazar las desembocaduras del Rin y del Danubio. Durante mucho tiempo el sistema de equilibrio europeo estuvo regido por los acuerdos tácitos primero entre Francia y Turquía y luego entre Francia y Rusia. Por eso nada más peligroso que la doble amenaza interna del populismo francés en el interior de Europa y el nuevo militarismo ruso en la frontera este. Los dos fenómenos presionando a la vez obligarían a reeditar la vieja lógica de dispersión europea en la que Rusia siempre obtenía ventaja.

Europa no puede vivir en el escepticismo acerca de sí misma. La duda metódica nunca da paso a un principio fundamental iluminador. Esa fue la ilusión cartesiana. En la vida histórica nunca es así. La duda da paso a que resuciten viejos fantasmas. Es preciso que Europa sepa articular sus tres espacios, con estratos históricos diferentes, pero consustanciales a ella. No puede renunciar a ninguno. Mas para ello debe resolver con extremado tacto la crisis de Ucrania, a la vez que resuelve la crisis interior, el peligro de formación de sensibilidades duales al norte y al sur, fruto de exigencias sacrificiales dispares. Si no resuelve bien lo primero, manteniendo la paz con Rusia pero asegurando con firmeza la unidad de Ucrania, el este europeo no se sentirá seguro. Si no resuelve lo segundo, el espacio latino se resquebrajará. En medio de todas las tensiones, Alemania tiene la primera oportunidad de su historia de ejercer una influencia y un poder constructivos sobre toda Europa. Sólo ella está en el centro de los tres espacios.

Por eso hoy menos que nunca puede mantener la ilusión del camino en solitario. La hora de la cooperación verdadera y prudente ha llegado, y a eso se deben disponer España, Italia y Polonia sobre todo, como garantía de que nadie seguirá a una Francia populista, ni dejará el espacio del Mediterráneo, ni abandonará el este europeo. Para ese equilibrio cooperativo nada más importante que ofrecer al Parlamento europeo y a las instituciones que se deriven de él todo el peso democrático que sea posible.

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El 18 de abril de 1951 se firmó el acuerdo fundacional de la actual Unión Europea, la vieja Comunidad Europea del Carbón y del Acero. Como se sabe, tuvo lugar cuando los franceses, los alemanes y los países del Benelux decidieron regular de forma conjunta la producción de carbón, hierro y acero. No era cualquier cosa. Se trataba de la industria básica que había apoyado la reactivación económica de Alemania en la época de Hitler y que no era otra que la bélica. Carros de combate, submarinos, destructores: eso es lo que produjeron las fábricas de Krupp AG y de Thyssen. Fue posible regular el acero porque Alemania no podía ni quería rearmarse. Pero también porque, a diferencia de lo que había sucedido tras la Primera Guerra Mundial, Francia había abandonado toda idea de represalia masiva y los Estados Unidos se mostraron dispuestos a no permitirla. Los dos países comprendieron que esta vez no podían ser injustos. Los países del Benelux, que no habían podido ser protegidos por el estatuto de neutralidad, ahora pudieron conquistar la necesaria seguridad frente a sus poderosos vecinos vinculándose a un acuerdo histórico. No eran testigos mudos ni convidados de piedra. Al contrario, estaban destinados a ofrecer frecuentes administradores de ese acuerdo. Hoy todavía el candidato Junker representa esa lógica.

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