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Michael Keaton, ni en calzoncillos
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Peio H. Riaño

Animales de compañía

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Peio H. Riaño

Michael Keaton, ni en calzoncillos

Habría sido la bola extra a una película en la que Keaton interpreta a Keaton... Pero la Academia no le ha dado el Oscar, a pesar de que 'Birdman', un retrato del oficio, ha sido la Mejor película

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Habría sido la bola extra a una película en la que Keaton interpreta a Keaton, pero con otro nombre (Riggan Thompson). El remate perfecto a, ya saben, un actor encasillado en su personaje de lycra que quiere escapar de él montando una de Carver en Broadway y demostrando al mundo que le interesa algo más que la fama. El reconocimiento. Un actor tocando fondo, jugando su última partida a vida o muerte. Meditando en gayumbos, corriendo frenéticamente en pelotas por Times Square tratando de volver a entrar al teatro, para seguir con la función de la que se ha quedado colgado. Nada. Ni haciendo un guiño al oficio con la pesadilla número uno de cualquier actor, ni dejando al aire las consecuencias del paso de los años en las carnes morenas de una estrella. Ni en un papel paródico sobre la industria, que tanto gusta a la industria. Nada.

Todo ha sido inútil. A pesar de que Birdman y Alejandro González Iñárritu fueron reconocidos, además de otras tres, con la estatuilla a la Mejor película, ninguna de ellas fue a parar a las categorías de interpretación, y eso que la película, en esencia, es un retrato del ego indomable y atormentado de los actores que termina por desvelar al hombre (miserable) detrás de la máscara. Desde el mismo lanzamiento de la película, la pregunta era insistente: ¿permitirán al mejor Batman y Beetlejuice ganar un Oscar? Ya conocemos la respuesta.

Keaton quería que le tomáramos en serio por una vez. Si lo hubiera logrado, habría sido como subir a los cielos. En realidad, habría sido estropear la película, porque el verdadero final de Birdman no son los generosos ojos de Emma Stone, el auténtico desenlace tenía que suceder cuando sucedió, en la gala, cuando Cate Blanchett rasgó el sobre y dijo: “Eddie Redmayne”. No habrá redención para los encasillados. Sólo cabía cortarle las alas de golpe, un tortazo traidor, y qué mejor manera que dejándole con cero posibilidades –a pesar de los calzoncillos y todo lo demás– ante un actor que pasa por la experiencia de dar vida a un enfermo. Todos sabemos lo sensibles que son en Hollywod.

Redmayne mandó a lo más profundo del pozo de las desdichas a Keaton con un golpe mortal de generosidad: “No soy capaz de articular lo que siento ahora mismo, pero soy consciente de lo afortunado que soy. Este Oscar pertenece a toda la gente en todo el mundo que lucha contra la esclerosis lateral amiotrófica (ELA)”. Claro que podría haber sido peor, se lo podrían haber dado a Bradley Cooper, por El francotirador. De hecho, al tocar alfombra roja, Keaton reconocía que vivía el momento como “el último set de un partido”. Eso sí, admitió odiar que el desenlace estuviera fuera de su control… como si no hubiese aprendido nada de su papel en Birdman. La película es la demostración de que la realidad no supera a la ficción, porque la realidad necesita a la ficción para ser real. Es una relación simbiótica, como la de Keaton-Thompson con el público.

Más allá de las chanzas –y de que Keaton venía de ser el número uno en el reino del cameo (Need for Speed) y la voz del muñeco Ken en Toy Story 3– es difícil pensar en un trabajo de interpretación, entre los nominados, tan exigente como el protagonizado por el elenco, sometido a la tortura del falso plano-secuencia de Iñárritu. Es más teatro que el cine, es más ruina que función. Son seres inadaptados para la verdad fuera del escenario, incapaces de distinguir entre personaje y persona, ficción y realidad. Una montaña rusa que no acaba nunca y que podría resumirse en este diálogo: Lesley (Naomi Watts) se pregunta: “¿Por qué no tengo respeto por mí misma?”. Laura (Andrea Riseborough) responde: “Eres una actriz, cariño”.

Habría sido la bola extra a una película en la que Keaton interpreta a Keaton, pero con otro nombre (Riggan Thompson). El remate perfecto a, ya saben, un actor encasillado en su personaje de lycra que quiere escapar de él montando una de Carver en Broadway y demostrando al mundo que le interesa algo más que la fama. El reconocimiento. Un actor tocando fondo, jugando su última partida a vida o muerte. Meditando en gayumbos, corriendo frenéticamente en pelotas por Times Square tratando de volver a entrar al teatro, para seguir con la función de la que se ha quedado colgado. Nada. Ni haciendo un guiño al oficio con la pesadilla número uno de cualquier actor, ni dejando al aire las consecuencias del paso de los años en las carnes morenas de una estrella. Ni en un papel paródico sobre la industria, que tanto gusta a la industria. Nada.

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