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El Cultiberio

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Poldito

(Este artículo fue escrito el jueves, antes de que se conociera la noticia del fallecimiento de Leopoldo Alas) Cuando escribo esto, querido Poldito, en la medianoche del

Cuando escribo esto, querido Poldito, en la medianoche del 31 de julio, la mitad de los españoles anda metiéndose en un coche o en un avión para largarse a otro sitio o para volver de él (o sea, que andamos todos dando vueltas), pero tú todavía estás aquí. No sé cuánto y te juro que me gustaría saber cómo, hasta qué punto estás, qué te pasa ahora mismo por esa cabeza en la cual los médicos aseguran, en voz baja, que ya no sucede nada en absoluto.

Pero tú y yo sabemos que los médicos están para lo que están y nada más: hay cosas que no pueden entender, por eso son médicos y no trapecistas o pintores o músicos o marionetistas. Es perfectamente lógico que ningún médico (seres amables, en el fondo, como los Famas de Cortázar) se llame como tú, Leopoldo Alas, o sea, múltiplemente alado: cómo van a saber los médicos lo que pasa ahora mismo por la cabeza de alguien con tanto vuelo en el nombre, hijo, que pareces una compañía aérea o una bandada de esas alondras vespertinas que nuestro amigo Pepe Infante ve volar con tanta hermosura en su “fotolog”, negando la tonta evidencia (claro, tampoco es médico) de que son vencejos.

Te acuerdas, Poldito, de que Eduardo Mendicutti escribió una novela asombrosa, El beso del cosaco, que comenzaba con una mujer que entraba el coma y concluía cuando ella soltaba el último lazo y se iba para siempre. Pero todo lo demás, doscientas sesenta páginas de una belleza y de una tensión irrepetibles, eran lo que pasaba por aquella cabeza durante ambos extremos, el penúltimo y el último. Ahora, mientras fumo como un bestia y escribo con mucha dificultad (van y vienen tontas oleadas de agua que no me dejan ver la pantalla) estas líneas pensadas sólo y nada más que para que tú te rías un poco, sé que eres tú ese personaje “mendicútico”; que, digan lo que digan los médicos, estás ahí, quieto pero alado. ¿Qué piensas ahora, Poldito? Como decía Juan Ramón, “Platero, ¿tú nos ves?” ¿Nos piensas? ¿Qué pinta tenemos, qué decimos ahora en tu cabeza? ¿Somos aún los que te queremos y a los que tú quieres o, como en la novela de Eduardo, se ha creado entre tú y nosotros un denso humo azul de ensoñación que lo vuelve todo casi surrealista?

¿O a lo mejor –por qué no– ves ahora nuestros propios pensamientos, nuestros recuerdos, lo que nos has ido dejando de ti, que es lo que ahora tenemos todos en la memoria y en la punta amarga del alma? Estaría bien eso. Sabrás, entonces, que a mí me caías, hace quince o veinte años, como una patada en la espinilla, chaval. Y todo por una escena tonta: los seres humanos somos así de simples, Poldito. Te recuerdo no sé si en el bar Cock, o en Rick’s, o en una presentación de libros –yo qué sé, hace ya mucho–, apoyado en una columna, desatento a lo que estuviese sucediendo. Lo que te interesaba era la gente, o sea nosotros. Nos mirabas con cara de suficiencia y luego tomabas notas en un cuadernito. “Hay que joerse aquí con el entomólogo”, renegaba yo, “¿querrá que hagamos volatines para merecer que nos saque luego en un libro?”

Pero pronto cambié de criterio, quizá porque no soy tan burro como muchas veces parezco o quizá porque algunos amigos se hacían de cruces: “Pero cómo te va a caer mal Poldito, Inci, no seas cenutrio. Si es una maravilla de crío. Toma, léete esto”. Y me prestaban tus libros. No me quedó más remedio que rectificar, hijo, porque, al contrario de lo que pasa con alguno de tus más queridos amigos, la lectura de tu obra corregía una mala impresión callejera y te convertía en alguien no sólo adorable sino deslumbrante. Tu obra, que era tu vida repartida en géneros. Con la novela disfrutabas: ahí está el Leopoldo chispeante, ingenioso hasta el triple salto mortal. En el ensayo haces lo mismo pero más: a tu brillantez, a la claridad de tu pensamiento y al océano de tus lecturas, unías la provocación pura y un estilo gamberro que a mí me ha entusiasmado siempre. La radio y el periódico te daban de comer; lo sabías, así que a veces no te lucías demasiado, y para la poesía (que a mí es lo que más me gusta de todo lo que has escrito) dejabas la verdad, la descarnadura, la confesión de un tipo que se puso en este mundo con dos ideas claras: ser feliz y querer a la gente, lo cual, claro está, es el método más rápido y directo para que a uno le rompan el alma, como sabe mucha gente y ahora yo también.

En El triunfo del vacío me hiciste temblar, lo mismo que en La posesión del miedo y, sobre todo, en Concierto del desorden, que publicaste el año pasado. Te iban tocando mucho las narices la soledad y desde luego la edad. Una soledad siempre acompañada de muchísima gente que te quería, que te quiere, que te queremos tanto, porque a ti te pasaba, hijo lo que decía mi abuela Delfina: que, si fueras gallina, no ponías un huevo en casa. No te perdías una fiesta, un sarao, una presentación, un jolgorio. Y con la edad estabas, creo yo, algo enfadado. Cuando cumpliste los 40 hiciste dos cosas. La primera, escribir un poema tremendo que terminaba así: “Y del amor ni hablemos / pues todo lo apostado se perdió en el propio engaño. / Pero me tengo al fin. / Ya no me busco en el espejo. Soy el que soy”. Dime dónde hay que firmar eso, Poldito, hijo.

La segunda cosa que hiciste fue inventar el término “cuarentañero”, porque te tocaba muchísimo las narices que uno, en el transcurrir de la vida, uno fuese primero quinceañero, luego veinteañero, después treintañero y, de pronto, plaf, “cuarentón”. Por ahí no pasabas de ninguna manera, aunque el jodío espejo se empeñase en demostrar que la “cuarentañería” te había puesto una divertidísima cara de avestruz que tú, sin duda, conocías bien y que mostrabas impepinablemente en todas las fotos que te hacías o te hacían, y que están colgadas en internet con desternillantes pies (a veces melancólicos) que tú escribías.

Fotos llenas de gente, al contrario que tus versos, que siempre están solos. Porque cuando uno se organiza la vida con la intención de ser feliz y de querer a los demás, suele ocurrir que lo despedazan vivo pero que, no sólo al final, el cariño florece, Leopoldo y uno termina por vivir rodeado de ese aroma. Tú escribías hace cuatro años algo que hoy duele mucho leer: “Espectros de una vida que se agota, / hemos llegado hasta aquí. / Vamos juntas las almas al olor de los cuerpos, / que en esa confusión estaba la respuesta. / Por absurdo que parezca el desafío, / habrá felicidad en el reencuentro. / Cuando hagan la señal, salgamos de las cuevas”.

Estas nubes de agua que ahora casi no me dejan escribir, Leopoldo, y que a tantos nos tienen el corazón machacado desde hace semanas, demuestran que tenías tu razón en ese poema. Tengo los ojos anegados no por el dolor de que te vayas, sino por el inevitable egoísmo de que no podré disfrutar más de ti. Lloro lo que pierdo, lo que perdemos tantos como te queremos y te vamos a querer siempre. Siempre.

Qué bien lo has hecho, puñetero. Cuánta felicidad has esparcido, has sembrado, nos has regalado. Cuánto y cuán definitivamente te has hecho querer. Nos has hecho mucho mejores de lo que habríamos sido sin ti. Cruza la laguna, pues, tranquilo y sosegado, chico bueno, cuarentañero guapo. Lo que dejas es nuestras almas es tan inmenso y tan hermoso que, como tú dices, habrá felicidad en el reencuentro, porque cada vez que nos veamos estarás tú también. Y así ya para siempre. Despliega tus Alas y vuela en paz: has hecho bien tu trabajo. Míranos, sonríenos desde allá donde estés con nosotros.

Gracias, carita de avestruz.

Cuando escribo esto, querido Poldito, en la medianoche del 31 de julio, la mitad de los españoles anda metiéndose en un coche o en un avión para largarse a otro sitio o para volver de él (o sea, que andamos todos dando vueltas), pero tú todavía estás aquí. No sé cuánto y te juro que me gustaría saber cómo, hasta qué punto estás, qué te pasa ahora mismo por esa cabeza en la cual los médicos aseguran, en voz baja, que ya no sucede nada en absoluto.