Es noticia
Han sido ocho años fantásticos
  1. Cultura
  2. El Cultiberio
El Confidencial

El Cultiberio

Por

Han sido ocho años fantásticos

Incitatus contempla ahora mismo su despacho. Todo está embalado ya: los libros, los discos, el ordenador, las fotos, los recuerdos. Ha aparecido una tonelada de polvo

Incitatus contempla ahora mismo su despacho. Todo está embalado ya: los libros, los discos, el ordenador, las fotos, los recuerdos. Ha aparecido una tonelada de polvo viejo que aguardaba en los rincones y que ahora se va adueñando, poco a poco, de la estancia. Está serio el caballo y parpadea con frecuencia.

 

Yo, Luis Algorri, les escribo a ustedes desde una salita muy parecida a la entrañable “leonera” de Inci. Pero aquí todo sigue en su sitio: los libros, los discos, las fotos y sin la menor duda los recuerdos. No estoy triste. Hace ya algún tiempo que sé que nada dura para siempre y que el final de algo es, invariablemente, el comienzo de otra cosa. Y sé, sobre todo, que, en un caso como éste, el dolor por lo que termina es un grano de arena en comparación con la inmensa felicidad vivida. No tengo derecho a la tristeza.

Están a punto de cumplirse ocho años desde que, en aquella pizzería del Madrid viejo, mi amigo Agustín Valladolid me propuso escribir en El Confidencial un artículo semanal en el que se pasase revista, con amor, con humor, con información, con pasión y con un punto de mala leche, al mundo de la Cultura, sobre todo española. Dije inmediatamente que sí.

–Pero tiene que ser con seudónimo, Luis.

–¿Y eso por qué?

–Porque, conociéndote como te conozco, te vas a liar a lanzazos con gente poderosa y peligrosa, y eso te puede causar problemas.

–Ah.

Ahí fue cuando Agustín, que tiene la mitad del alma italiana, me hizo con mucha gracia la misma pregunta que les hacen a los Papas cuando los eligen:

–¿Y cómo deseáis ser llamado?

Se lo juro a ustedes, fue como una revelación. Hacía años que no pensaba en aquel trozo perdido de la historia de Roma, pero el nombre me llegó a la cabeza igual que un rayo:

–Incitatus.

Agus puso una cara rarísima:

–Y ése ¿quién es?

–El caballo del emperador Calígula. Lo hizo senador y cónsul del Imperio.

–Estaba majareta Calígula, ¿eh?

–Yo lo veo de otra manera: qué caballo debió ser aquel para llegar tan alto.

Así nació Inci. Está feo que yo lo diga, ya lo sé, pero, en el incipiente mundo de los diarios digitales de entonces, fue como un peñasco arrojado en medio de un charco más o menos tranquilo. Los lectores empezaron a multiplicarse… y la vida del caballo también. Dice Antonio Muñoz Molina que no le gustan nada los columnistas que establecen lo que él llama cierto “compadreo” con el lector. Yo no estoy del todo de acuerdo. Además, no dependía enteramente de mí. Pronto descubrí que Incitatus cobraba vida propia a una velocidad que yo no podía controlar. El caballo pensaba y sentía por su cuenta, y a veces (muchas veces) escribía cosas con las que yo no estaba en absoluto de acuerdo. Comenzó a llenársele la vida de gente: fueron apareciendo otros personajes –su curiosa familia– que sólo en contados casos fueron inventados, porque casi siempre estaban tomados de la realidad que yo mismo vivía. Pero es que pronto dejó de estar claro de quién era aquella realidad, si mía o del caballo que, cada vez con más fuerza, vivía por sí mismo… y por el inmenso Julio Cebrián, que durante siete años lo dibujó semana tras semana con una ternura y una puntería imposibles de igualar. Julio le puso a Inci un cómico yelmo romano y se convirtió en su otra mitad. Sé de cierto que muchos Cultiberios habrían pasado justísimamente inadvertidos, por lo malos e inanes, de no haber sido por los dibujos del gran maestro.

Todo cambió el día en que, ¡sin avisarme!, en El Confidencial añadieron a la página de El Cultiberio una aviesa pestañita con una dirección de correo electrónico. Fue en la primera semana de marzo de 2003, no se me olvidará en la vida. Ustedes podían escribir directamente al caballo y éste podía contestarles. El pánico que me entró cuando vi aquello fue inenarrable. “Ahora las vas a pagar todas juntas, canalla”, me dije, “te van a despedazar”.

Pues no. Fue todo lo contrario. La primera vez que abrí aquella cuenta de correo (bloqueada desde hace meses) entraron, de golpe, 483 mensajes. Sólo dos, lo juro, sólo dos eran ofensivos. Todos los demás constituían la mayor tormenta de cariño que se ha abatido jamás sobre mi corazón. Fue algo estremecedor. Ustedes me salvaron, literalmente, la vida en un momento dificilísimo para mí. Me esforcé en contestar siempre a todos, uno por uno. No siempre lo conseguí, porque el día no tiene más que veinticuatro horas, pero desde luego lo intenté. ¿Eso es “compadreo” con el lector? Yo creo que es mucho más que eso.

Y empezaron a llegar amigos y amigas que me cambiaron la vida. El primero fue Chelele, un señor muy mayor que vivía en un pueblo de México y que, al cabo de los años, desapareció: nunca lo vi, pero ¡qué cosas nos escribíamos! Elvira, mi inolvidable y pertinaz y mandona e insustituible Elvira, que pronto se transformó en María Teresa Arrestarazu, o sea Marité, la rezongona y adorable esposa de Inci. El poeta Miguel Veyrat, hoy mi hermano y mi Padrino fraternal, la mitad más sabia de mi corazón. Pilar Enterría, Pilar Arribas, Marisol Carrasco, el campeón de maratón Vicente Torres (aún tengo agujetas de aquella brutal caminata por Valencia); Anita, la gallega de corazón más grande que he conocido en toda mi vida, que confeccionaba collares de jade y plata y se los enviaba a Marité (Elvira aún los lleva); el poeta Antonio Illán, quien, sin haberme visto nunca, me invitó a la presentación de un libro suyo en Toledo… y yo acudí sin decirle nada. Estaba el hombre feliz, con la sala llena, y, al final del acto, dijo: “Para que hoy sea un día perfecto sólo falta que ocurra un milagro: ¿No estará aquí, por casualidad, un caballo ilustrado que se llama Incitatus?” La gente pensó que era una broma, pero yo, que estaba agazapado al fondo, cogí aire, alcé el libro de Antonio y me fui abriendo paso hasta el escenario. Es imposible describir la cara de mi amigo, sus lágrimas, las costillas que me desencajó con su abrazo, lo que dijo de mí por el micrófono aquel, lo que dije yo… La última en llegar, hace muy poco, fue la pintora granadina Marite Martín Vivaldi, que es el talento y la felicidad metidos en dos zapatos. Lamento no recordar ahora más que unos pocos nombres, pero son decenas de personas en estos ocho años.

Yo creo que lo hemos pasado muy bien. El caballo habló aquí de música, de teatro, pintura, libros, algunas veces de curas (eso precipitaba inexorablemente las iras de los fanáticos), otras incluso de política. Nos leímos juntos El Quijote entre enero y septiembre de 2005, quizá el momento más brillante de la trayectoria de Incitatus. Y nos fuimos todos, unas veinte personas, a cenar aquel 23 de abril, y luego a leer un párrafo del Quijote al Círculo de Bellas Artes… Cómo olvidar eso… Cómo olvidar la cara de trizteza de Carmen Galán cuando se enteró de que Inci no estaba casado ni tenía hijos, que todo era ficción… Desde este ordenador salieron más de dos mil mensajes que incluían la fuente tipográfica “Atanasia”, con la que se compuso la edición Príncipe del Gran Libro. Inci envió a quienes lo pidieron unas 3.800 copias de la novela Pudor, que había sido premiada pero no publicada por quien la premió, y eso ayudó algo a que su autor, el peruano Santiago Roncagliolo, alcanzase el reconocimiento literario que se merecía y que hoy tiene gracias a su enorme trabajo y a la fuerza de su escritura.

Hubo también momentos… difíciles, cómo no. Inci (y yo con él, claro) literalmente lloraba de emoción cuando vio la respuesta, impresionante, de los lectores ante la petición de ayuda que el caballo hizo para cierto escritor que lo estaba pasando muy mal. Eso es lo que queda hoy en el recuerdo. El hecho de que aquel tipo, de apellido Melero, terminase por ser un malnacido que se quedó con el dinero y que luego me cubrió de insultos y de ingratitud es algo que forma parte de las imperfecciones de la vida, pero en tamaño muy menor: lo que vale es lo otro. Tampoco será fácil olvidar aquel artículo, La sinfonía de los adioses, que Inci y yo escribimos con sangre en la tercera semana de 2007: quien llevaba muchos años jurándome que me amaba, y que lo haría siempre, me traicionó y salió por esa puerta para no volver nunca más. Inci, generoso, transformó aquel momento horrible en su propio divorcio de la buena de Marité. Y ustedes (vaya, me estoy emocionando, perdonen ustedes un segundo) (ya) volvieron a derramar sobre mi alma destrozada un huracán de aliento y de abrazos que, otra vez, me sacó de la negrura y me empujó a seguir vivo.

Pero quizá ahí estuvo el punto de inflexión, el comienzo del final de Incitatus. No pude evitar (y juro que lo intenté) que el caballo adquiriese un tono más amargo, más dolido, más gris. Sus ganas de vivir estaban muy quebrantadas, y se notaba. Inci se encerró en sí mismo y dejó de mencionar a su tumultuosa familia, que se había ganado un hueco en el corazón de los lectores. Además, El Confidencial, que hace ocho años era una animosa casita de campo en medio del casi despoblado páramo digital, es hoy Manhattan: un periódico muy grande en el que El Cultiberio se ha quedado pequeño. Y viejo. Yo llevo muchos meses negándome a reconocer que estoy cansado, pero ustedes sí se han dado cuenta y el número de lectores ha ido menguando. Esa es la razón de que hoy demos por concluida, de acuerdo el periódico y yo, esta maravillosa pero ya demasiado larga aventura. No hay, doy mi palabra, ninguna otra causa.

Les debo a ustedes los ocho años más deliciosos de mi vida profesional. Me han hecho mucho más feliz de lo que yo merecía. Me han cambiado, y desde luego para bien. No sé cuántos años viviré, pero sé que nunca alcanzarán para agradecerles tanto afecto, tanta ayuda en los malos momentos y, en los buenos, tanta complicidad, que no “compadreo”. Algún enemigo me habré ganado con mis “excesos verbales” de algunas veces, cómo no, pero ustedes saben que ese es el peligro de la pasión, de la sinceridad y de llevar el corazón en la mano. Que es donde siempre lo he llevado. Pido perdón a todos aquellos que puedan haberse sentido ofendidos por lo que Inci escribió, y en eso no hago excepción ni siquiera del tal Melero, que ya es decir. Pero tengo la certeza de que he ganado muchísimos más amigos que enemigos, mucha más dicha que dolor. Eso me basta hoy para eludir la tentación de la tristeza.

Incitatus vuelve hoy a su gloriosa hornacina de la historia de Roma. No creo que vuelva a salir de ahí; por lo menos, no de mi mano. Yo no tardaré en regresar a las páginas de El Confidencial, pero ya con mi nombre y con ideas nuevas. Así que no puedo decir que les vaya a echar de menos: no me va a dar tiempo. Pero sí extrañaré, y cómo, las noches de los jueves (casi quinientos  jueves, que se dice pronto) en que, sentado ante este ordenador, me transformaba súbitamente en un penco sentimental y un tanto golfo que les contaba cosas de música, de libros y, en el fondo, de sí mismo. Pronto habrá un libro en la calle con sus mejores galopadas.

Voy a echarte mucho de menos, Inci, caballito bueno y apasionado. Y tengo la sensación de que muchos lectores también. Descansa ahora. Duerme ya tu largo y agitado sueño. Me has hecho muy feliz. Quién sabe si nos veremos pronto allá donde te vas. Ahora te digo lo mismo que a todos los que te siguieron durante ocho años:

Gracias. Muchas gracias.

Incitatus contempla ahora mismo su despacho. Todo está embalado ya: los libros, los discos, el ordenador, las fotos, los recuerdos. Ha aparecido una tonelada de polvo viejo que aguardaba en los rincones y que ahora se va adueñando, poco a poco, de la estancia. Está serio el caballo y parpadea con frecuencia.