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2016: el año en que nos hartamos de los expertos
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Ramón González F

El erizo y el zorro

Por
Ramón González Férriz

2016: el año en que nos hartamos de los expertos

“La gente en este país está harta de expertos”, dijo Michael Gove, uno de los líderes del Brexit, acerca de Reino Unido. Pero lo mismo puede decirse, seguramente, de muchos otros países

Foto: Foto: REUTERS / Lucas Jackson
Foto: REUTERS / Lucas Jackson

En medio de la crisis, los países ricos han encontrado un cierto confort desdeñando a las élites. Primero les tocó a los políticos y a los banqueros, con razón, por haber permitido burbujas y malas regulaciones que se llevaron por delante miles de millones. Pero este año que acaba ha ido a más y ese desdén se ha ampliado a toda clase de gente cuyo valor social hasta ahora era su condición de expertos. “La gente en este país está harta de expertos”, dijo Michael Gove, uno de los líderes del Brexit, acerca de Reino Unido. Lo mismo puede decirse, seguramente, de muchos otros países.

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Los expertos, tradicionalmente, han sido respetados porque saben cosas que la mayoría no sabemos. Todas las sociedades un poco complejas dividen mucho el trabajo, parcelan el saber, de tal modo que un individuo a solas lo tiene muy difícil para salir adelante sin la ayuda de especialistas: la mayoría de nosotros no sabemos construir una casa para tener cobijo, cultivar un huerto y pescar para alimentarnos ni curarnos a nosotros mismos cuando nos ponemos enfermos; por no hablar de fabricar un teléfono o hacer volar un avión. Como no sabemos hacer esas cosas, pagamos a alguien para que las haga por nosotros mientras nos dedicamos a aquello en lo que somos expertos -si es que tenemos la suerte de disponer de un trabajo que nos lo permita-. Por supuesto que hay gente que desconfía de todos esos especialistas, pero por lo general creemos que el arquitecto, el ingeniero agrónomo o el piloto saben lo que hacen. Sin esa confianza, apenas podríamos llevar una vida normal.

No es que ahora todo esté en duda, pero sí mucho más que antes, como explicó en un artículo ya clásico el profesor estadounidense Tom Nichols, 'The Death of Expertise', del que tomo algunas ideas. Buscar en Wikipedia o Google, leer el post de un amigo en Facebook o guiarse por lo que se dice en Twitter no solo provoca la ilusión de que uno puede hacer diagnósticos sólidos sobre todos los aspectos de la realidad y solventar por sí mismo problemas complejos, sino que da una muy agradable sensación de independencia, de que no se necesita a nadie para formarse una opinión ni mucho menos pagar a alguien que, creemos, probablemente quiera estafarnos o está motivado por intereses oscuros.

No aceptamos que nos digan cómo vivir o cuántos impuestos pagar; creemos que estamos sobradamente capacitados para decidir eso

Sí, si cogemos un cáncer seguramente iremos al médico y si queremos crear una empresa consultaremos a un abogado, pero ahora a estos expertos los vemos muchas veces como simples técnicos: esperamos del médico que nos cure y del abogado que nos guíe ante el juez, pero no aceptamos que nos digan cómo debemos vivir o cuántos impuestos pagar, porque creemos que estamos sobradamente capacitados para decidir eso y, si no, conocemos a un curandero muy bueno o a un cuñado que algo sabe porque tuvo líos legales y salió airoso. Se trata de un rechazo a quienes vemos como empollones, como listillos, como gente que cree que sabe cómo funciona la vida porque ha ido a la universidad y tiene un título. Nuestro narcisismo nos dice que quién mejor que nosotros para saber cómo llevar nuestra existencia.

Periodistas, economistas y politólogos

En España, esto ha adoptado un carácter peculiar (según el artículo de Nichols, parece que en Estados Unidos es mucho peor) durante nuestra larga crisis, que inevitablemente ha afectado a los temas de los que hablamos y cómo lo hacemos. En 2008, al empezar los problemas económicos y políticos, acudimos a los periodistas en busca de explicaciones: los periodistas son tradicionalmente quienes han explicado los asuntos públicos a la sociedad española, pero cuando pareció que estos no daban respuestas satisfactorias y recordamos que ni siquiera habían sabido prever lo que sucedería, recelamos de ellos. Después fueron los economistas, que de repente cobraron una gran relevancia pública, pero de nuevo nos desilusionaron: parecían dar explicaciones contradictorias y sus soluciones a la crisis o nunca se concretaban o cuando lo hacían salían mal. Visto que tampoco funcionaban, acudimos a los politólogos, que fueron considerados quienes nos podían explicar por qué la política no hallaba salidas a una profunda crisis y qué iba a pasar; tampoco parecieron satisfacer a muchos, e incluso se recibía con cierta alegría cada vez que sus predicciones fallaban.

Lo cierto es que el trabajo de periodistas, economistas y politólogos no es predecir el futuro -y aun así, las encuestas aciertan mucho más de lo que se cree-, pero sea como sea, entre la frustración por el aparente fracaso de estas élites, apareció una gratificación subsidiaria para el ciudadano común: estos no saben más que nosotros, son como esos políticos y banqueros a los que despreciábamos, unos vendedores de humo que solo ganan lo que ganan por enchufes y chanchullos.

Una democracia es un lugar en el que todos deberíamos ser iguales, no en el que todo el mundo sabe lo mismo y puede prescindir de los demás

Es un clima peligroso, por supuesto. Una democracia es un lugar en el que todos deberíamos ser iguales, no un lugar en el que todo el mundo sabe lo mismo y por lo tanto puede prescindir de los conocimientos de los demás. Una democracia que funciona necesita que todos sus ciudadanos participen, opinen y discutan en igualdad, pero la verdad es que, aunque cometan errores, periodistas, economistas y politólogos suelen estar mucho más cualificados para entender y explicar las cuestiones públicas que los demás, así como los médicos para abordar las enfermedades -aunque se les mueran algunos pacientes- o los climatólogos para predecir el tiempo -aunque te arruinen alguna que otra excursión-. Pero el narcisismo actual ha llevado a mucha gente a creer que cuando las cosas salen mal no es porque esa es la naturaleza de la mayoría de actividades humanas, fallar de vez en cuando porque nos falta tiempo o talento o simplemente porque todo es tan complejo que de manera inevitable se mete la pata, sino porque hay una conjura o una maldad encubierta cuyos instigadores siempre se benefician de las desgracias ajenas.

En 2016, por decirlo con el lenguaje actual, ha sido tendencia el descrédito de los expertos. Los votantes pueden hacer lo que quieran, por supuesto, pero es posible que se hayan equivocado al desoír a la prensa y escoger a Trump, ignorar a los economistas y apostar por el Brexit o hacer caso omiso a los periodistas españoles y apoyar a corruptos. El 2017, no se preocupen, promete ser peor. Pero al menos sentiremos que nadie tiene derecho a decirnos lo que tenemos que hacer.

Feliz año nuevo

En medio de la crisis, los países ricos han encontrado un cierto confort desdeñando a las élites. Primero les tocó a los políticos y a los banqueros, con razón, por haber permitido burbujas y malas regulaciones que se llevaron por delante miles de millones. Pero este año que acaba ha ido a más y ese desdén se ha ampliado a toda clase de gente cuyo valor social hasta ahora era su condición de expertos. “La gente en este país está harta de expertos”, dijo Michael Gove, uno de los líderes del Brexit, acerca de Reino Unido. Lo mismo puede decirse, seguramente, de muchos otros países.

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