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Ricardo Menéndez Salmón

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Corea del Norte para principiantes

El novelista estadounidense Adam Johnson triunfa con una novela que recrea el lado más perverso de la nación comunista más extraña del mundo

Foto: El líder norcoreano Kim Jong-un saludando a unos soldados (EFE)
El líder norcoreano Kim Jong-un saludando a unos soldados (EFE)

Es sabido que, contra el poder, el absurdo es una buena respuesta. Pero qué oponer al poder cuando él mismo es absurdo. Dicho de otro modo: qué tipo de narración demanda un poder absurdo. Si los mundos felices y las ucronías con Big Brother han encontrado en el panteón farmacológico y en la frialdad forense sus estrategias narrativas, qué tipo de narrador y qué formas de la narración podrían cifrar, con un mínimo de éxito, un lugar que hace palidecer las utopías negativas que la literatura ha venido soñando con mayor o menor fortuna. Porque Corea del Norte es un lugar en el cronomapa de la realidad humana, no un hito en las aventuras de la imaginación creadora.

Adam Johnson ha creído encontrar la respuesta a esta pregunta incómoda mediante una novela sobre la identidad, El huérfano(Seix Barral, 2014),que hace de esa quest y sus formulaciones (qué es un país, cómo definir una época, quién soy yo) el motor de búsqueda de una realidad irreal: la del lugar más hermético de la Tierra. La orfandad de su protagonista, Jun Do, es la orfandad de la propia ficción a la hora de dar cuenta de lo inefable: un territorio imposible, donde sin embargo la vida sucede, y que en consecuencia hay que interrogar mediante su propia puesta en duda. Porque leyendo El huérfano uno desearía que Corea del Norte fuera sólo un estado mental o el fantasma de una conciencia alucinada, pero el asunto capital de la novela, y también el más doloroso, es que dicha realidad existe. Y existe habiendo llevado al límite una serie de absurdos programáticos, entre los cuales la paranoia colectiva como forma de control constituye el nudo gordiano de su abecé ideológico.

El niño que aprende a moverse en la oscuridad de los túneles, el muchacho asesino que secuestra personas en las costas de Japón, el marinero que se hace morder por un tiburón en el pesquero Junma, el espía que habla inglés en un rancho de Texas mientras filosofa sobre las excelencias de la carne de tigre, el preso que se alimenta de semen de buey en los campos de reeducación, el doppelgänger del comandante Ga y el amante heroico de Sun Moon, la estrella rutilante de la cinematografía norcoreana, son el mismo cuerpo, la misma conciencia, el embajador que nos guía por un laberinto sin salida ni centro.

Por necesidad Jun Do debe ser un personaje escindido, confuso, esquizofrénico, pues la realidad en la que vive es escindida, confusa, esquizofrénica. Para sobrevivivir a semejante fractura, la boca y el corazón no pueden permanecer unidos. Como Johnson nos traslada en uno de los episodios más emotivos de la novela, el de los padres del torturador sin nombre, un hombre puede delatar a sus seres queridos mientras sostiene con verdadero afecto las manos de su esposa e hijos. Los norcoreanos han logrado disciplinarse hasta el punto de que el resultado de las órdenes que ejecuta su cuerpo sea el inverso al dictado por su voluntad. La lobotomía, en Pyongyang, es un asunto de familia, no un episodio quirúrgico.

Ante la evidencia de una realidad insoportable, Johnson ha apostado por la audacia como mecanismo de apropiación. Si el mundo es obscenamente bizarro, la ficción debe mostrarse a su altura y acatar el envite. Johnson podría haber firmado un tratado de buenas intenciones, una novela obvia que desenmascarase cocos terribles, un reportaje del infierno con paralelos 38 en vez de hordas de tutsis y hutus, pero ha optado por dinamitar las propias estructuras de la novela para botar un transatlántico genérico. En El huérfano hay periodismo y novela de terror, se concilian la temática del gulag con una hilaridad de muchísimos quilates, la potencia de los diálogos no tiene nada que envidiar a la conmoción de ciertas descripciones, hay espacio para el gore y el sentimentalismo, el delirio y la filigrana conviven con naturalidad pasmosa. Johnson saca músculo y nos ofrece un repertorio de excelencia literaria, confirmando de paso que, por lo que atañe a la ficción contemporánea, los escritores de Estados Unidos juegan en otra liga.

"Sí, imaginen un lápiz y una goma de borrar bailando grácilmente sobre la página: la punta del lápiz estalla de expresividad (garabatos, formas y palabras) y llena la página, mientras la goma va midiendo, tomando nota y siguiendo los avances del lápiz, dejando sólo un vacío a su paso. El siguiente estallido de garabatos es tal vez más intenso y desesperado, pero también más efímero, y la goma lo sigue una vez más. El yo y el Estado siguen desplazándose así, en fila india, cada vez más cerca el uno del otro, hasta que finalmente lápiz y goma prácticamente convergen, avanzan de forma coordinada: la línea desaparece casi al tiempo que se forma, las palabras se borran antes de que las letras tengan tiempo de surgir, hasta que finalmente sólo hay un blanco".

El blanco, cabría añadir, de la orfandad de sentido

Es sabido que, contra el poder, el absurdo es una buena respuesta. Pero qué oponer al poder cuando él mismo es absurdo. Dicho de otro modo: qué tipo de narración demanda un poder absurdo. Si los mundos felices y las ucronías con Big Brother han encontrado en el panteón farmacológico y en la frialdad forense sus estrategias narrativas, qué tipo de narrador y qué formas de la narración podrían cifrar, con un mínimo de éxito, un lugar que hace palidecer las utopías negativas que la literatura ha venido soñando con mayor o menor fortuna. Porque Corea del Norte es un lugar en el cronomapa de la realidad humana, no un hito en las aventuras de la imaginación creadora.

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