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El viaje circular de Peter Handke
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Ricardo Menéndez Salmón

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El viaje circular de Peter Handke

Existe una nutrida tradición de escritores que, tras cultivar ciertas simpatías políticas, han perdido el beneplácito de quienes dictan la fama y conceden la gloria. Esta

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Existe una nutrida tradición de escritores que, tras cultivar ciertas simpatías políticas, han perdido el beneplácito de quienes dictan la fama y conceden la gloria. Esta caída en desgracia es común en autores que han frecuentado el lado sangriento de las ideologías, coqueteado con dictadores o puesto su voz y discurso al servicio de la infamia. Las consecuencias derivadas de estas excursiones sin red cubren un amplio espectro que va desde el olvido hasta la muerte, pasando por la restitución y el perdón.

Si Brasillach acabó ante un pelotón de fusilamiento del que ni siquiera las peticiones de clemencia de Malraux y Camus al general De Gaulle pudieron librarlo, Céline, el escritor más incómodo del siglo pasado para cualquier tradición literaria que se precie, habita en un limbo de irresolución que, por un lado, lo asume como uno de los creadores capitales de su tiempo y, por otro, hace que Francia no encuentre donde acomodar su genio atroz, si en el Panteón de Hombres Ilustres o en la Mazmorra de Hombres Infames.

No menos notable es que Malaparte pudiera morir tranquilo y respetado en Roma tras haber ensalzado a Mussolini en su juventud y haberse sentido seducido por Mao en su vejez, mientras que Hamsun ha tenido que pagar con un eclipse de su obra que duró generaciones la connivencia que desde la Noruega de Quisling mantuvo con el nazismo. Fortuna es caprichosa. Cuando da, y cuando quita, pues no a todos mide por idéntico rasero.

Aunque los ejemplos podrían multiplicarse, el de Peter Handke es el caso más sonado durante las últimas décadas de un escritor que, en el sentir de la opinión pública, se ha situado en el lado equivocado de la balanza política. Destinado desde pronto a recoger el gran testigo de la literatura austriaca, el autor de Carta breve para un largo adiós, La mujer zurda y El miedo del portero ante el penalti, eterno viajero y también eterno candidato al Nobel en lengua alemana, uno de los creadores más reputados y originales de la segunda mitad del pasado siglo, feliz guionista de esa joya aún hoy deslumbrante que es El cielo sobre Berlín, quedó expuesto al escrutinio del mandarinato intelectual al apoyar de forma explícita a los serbios y a su presidente, Slobodan Milosevic, durante el conflicto de los Balcanes.

Desde que en 1996 publicara Justicia para Serbia, Handke ha encarnado una serie de roles excluyentes: Pepito Grillo de ciertas actitudes morales, chivo expiatorio de muchos males; voz del tirano para algunos, oráculo clarividente para otros; ejemplo de abducción por el mal en ciertos foros, conciencia insobornable y soberana desde otras ópticas. En todo caso, un hombre en el punto de mira. La noche del Morava, que apareció en alemán en 2008 pero ha tardado más de un lustro en llegar al mercado español, es un complejo y denso recuento en el que Handke, mediante uno de sus más queridos recursos, el del narrador que inicia un largo periplo, arroja luz sobre el impacto que aquellas horas dramáticas para Europa tuvieron en su trabajo. Aunque el libro no menciona abiertamente las circunstancias del exilio intelectual, la sombra de ese gesto —su expulsión, todavía hoy no sabemos si definitiva, del seno de la comunidad biempensante del Occidente soberano— sobrevuela e impregna muchas páginas de la narración.

La noche del Morava es la crónica de un apátrida expulsado del círculo de los elegidos por haber fiado su conciencia a una causa maldita. Handke narra esta condena mediante la estrategia de una segunda fuga: la del escritor sin otra musa que el camino. Si la literatura del autor de Ensayo sobre el cansancio es una especie de movimiento perpetuo, una recreación del lugar común según el cual se viaja para poder regresar, La noche del Morava —uno de los grandes protagonistas de la cuenca hidrográfica del río europeo por excelencia, el Danubio, en el que se han inscrito casi todas las guerras y casi todas las lenguas— abunda en este tópico para elevarlo a su máxima potencia.

Un escritor que ha dejado de escribir, esto es, alguien expulsado de la primera y última de las patrias, la propia lengua, decide regresar a los lugares de su infancia, a la casa natal, a la tumba del padre, al hogar de las palabras, para encontrarse a sí mismo. Para ello, sin embargo, sigue una estrategia en apariencia enloquecida. En vez de hacer un viaje lineal, siguiendo los mapas, hace un viaje circular, siguiendo la lógica del aplazamiento. Así, para viajar desde los Balcanes hasta Austria, el escritor decide antes desplazarse hacia el Oeste, a los confines del continente, hacia España y Portugal. Moverse hasta los límites para evitar el centro. Merodear, girar, deambular para no llegar nunca. Convertirse en una veleta aunque la brújula indique desde el comienzo una dirección precisa. La literatura, oficio sedentario por excelencia, en manos del nómada.

La noche del Morava acepta que la literatura es un oficio peligroso por distintas razones. Primera, porque genera una incapacidad social para decir lo que de uno se espera en el momento oportuno; segunda, porque este déficit para la esgrima en sociedad produce una inevitable misantropía, una desconfianza razonada (y razonable) a propósito de la condición humana. Ser un bocazas, parece insinuar Handke, no está reñido con una ineficacia acusada para el mérito. Muy al contrario. Al escritor, a menudo, lo traiciona su conciencia, por desnortada que se muestre. El precio a pagar por este decir en voz alta lo que acaso fuera mejor callar es la segregación.

Sartre, que se negó a firmar la mencionada petición de gracia para Brasillach, adujo para ello una sentencia que ha pasado al acervo de las querellas literarias: «Las palabras matan». El mismo Sartre, años más tarde, se implicó para que al gran filósofo (y gran nazi) Heidegger le fuera devuelta su biblioteca personal. Quizá los artículos antisemitas de Brasillach en Je suis partout causaron más dolor que la prosa hermética de Heidegger en Ser y tiempo. Quizá no. El caso es que, de un modo u otro, maten o sanen, las palabras permanecen.

Handke, que un día decidió comparecer ante la Historia en calidad de testigo incómodo e inesperado, y que en el Gotha de la cultura del futuro quizá deba pagar por lo que dijo, por dónde lo dijo y por cuándo lo dijo, sigue sin duda escribiendo importantes capítulos de otra historia, la de la literatura contemporánea. Que su importancia en la historia de la literatura pueda redimirlo de su actuación en la Historia, está por ver. Que ambas, historia de la literatura e Historia con mayúsculas, puedan contemplarse por separado, también.

Existe una nutrida tradición de escritores que, tras cultivar ciertas simpatías políticas, han perdido el beneplácito de quienes dictan la fama y conceden la gloria. Esta caída en desgracia es común en autores que han frecuentado el lado sangriento de las ideologías, coqueteado con dictadores o puesto su voz y discurso al servicio de la infamia. Las consecuencias derivadas de estas excursiones sin red cubren un amplio espectro que va desde el olvido hasta la muerte, pasando por la restitución y el perdón.

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