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José Mourinho, el ganador hortera
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José Manuel García

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José Mourinho, el ganador hortera

Lo estoy viendo todavía: clavadas sus posaderas como dos estacas sobre el sillón que ahora es banquillo, los brazos cruzados y la mirada ensartada en las

Foto: José Mourinho, el ganador hortera
José Mourinho, el ganador hortera

Lo estoy viendo todavía: clavadas sus posaderas como dos estacas sobre el sillón que ahora es banquillo, los brazos cruzados y la mirada ensartada en las piernas del cuarto árbitro, maldiciendo la enésima mala luna de la noche, perjurando contra aquellos embajadores del infierno que osaron turbar su quehacer, trabajo de relojero de lujo con piezas de oro encharcadas en barro… en ésas diatribas andaba hurgando José Mourinho cuando Cristiano Ronaldo armó su derecha de hierro y descerrajó el gol de la victoria. Victoria. Otra. Champions. Ganó el Real Madrid. De nuevo. Y Mourinho entró en éxtasis.

La del Bernabéu era una noche con astillas, de las que al portugués le gustan; noche de azucarillo mezclado con vinagre y varios granos de perdigones, con un invitado de lujo en ese banco de la poca paciencia que es el banco de los suplentes: Sergio Ramos, el mejor central de Europa y posiblemente del mundo, un gallo con personalidad propia y el martes degradado a pollito sin plumas para escarnio público; para que vean quien manda y riega más lejos. Él. Mourinho.

Y el partido comenzó y el Real Madrid hizo lo que mejor hace, jugar a morder, con un hambre de fútbol que parecía no terminar. Pero el hambre seguía y el fútbol no apareció. Cristiano Ronaldo lo intentaba en vano y el Manchester City, con David Silva, era. Llegaron los minutos de la locura, pelea de Salón tipo western, el City se adelanta, el Real Madrid le empata, Kolarov vuelve a colar la bola ante un Iker Casillas sin fortuna, nubes negras sobre el Bernabéu, Benzemá la cuela con un espadazo, y cuando todos hacían sus cuentas y el árbitro miraba el reloj, salió CR7 con su mortero. Entonces se desató el Bernabéu y el más desatado de todos fue Mourinho.

Los que peinan pocos pelos y canas cincuentonas, madridismo de muchos quilates, abrieron la boca por el espectáculo. Mourinho clavando las rodillas como El Platanito en Vista Alegre o como El Cordobés en una plaza de tercera. Pero se encontraba en Chamartín, en un lugar que ocuparon gente de postín y muchos títulos como Miguel Muñoz o Miljan Miljanic, como Luis Molowni o Vicente Del Bosque. Madridismo del de siempre, de señorío y respeto, de alegría sin descorches groseros.

No me imagino a Muñoz o a Del Bosque clavando las rodillas en el césped o haciendo un sprint eufórico por la banda como si les hubiesen metido en la espalda un puñado de chinches amazónicas, tampoco me imagino a Miljanic o a Molowni encararse con el cuarto árbitro o con el primero, mirándolos como si fueran atracadores de banco. Pero es que tampoco me imagino a Muñoz, Del Bosque, o cualquier entrenador de los muchos que dejaron huella en el Real Madrid, enviar camiones de veneno contra su propia tropa por mucho que la tropa haya estado para cantarle una saeta de pura pena.

Porque el entrenador del Real Madrid es el Entrenador, ni más ni menos. No un hortera destemplado y caprichoso, que se enfada con el mundo en cuanto le llevan la contraria.

El Entrenador del Real Madrid de siempre ama el fútbol, toda su esencia: la lucha, la entrega, la velocidad, el arte, la perseverancia y tesón. El respeto. Respeto a todos: al adversario, al árbitro, a los aficionados. Si ganan lo han hecho todos, el equipo. Si han existido desajustes en el partido, se arreglan en el partido siguiente. No se solucionan a base de revancha, con castigos cuarteleros.

José Mourinho, el autoproclamado “only One”, es un campeón de victorias, y así lo refleja su extenso y brillante palmarés en Oporto, Chelsea, Inter y Real Madrid. Sin duda, un tipo llamado a dejar huella. Pero también alguien que, con sus modales de hortera, no deja de emborronar las inmaculadas páginas del mejor club del mundo. El tipo se ha empeñado en dejar huella. Ya verás lo que va a costar quitar su mancha.

Lo estoy viendo todavía: clavadas sus posaderas como dos estacas sobre el sillón que ahora es banquillo, los brazos cruzados y la mirada ensartada en las piernas del cuarto árbitro, maldiciendo la enésima mala luna de la noche, perjurando contra aquellos embajadores del infierno que osaron turbar su quehacer, trabajo de relojero de lujo con piezas de oro encharcadas en barro… en ésas diatribas andaba hurgando José Mourinho cuando Cristiano Ronaldo armó su derecha de hierro y descerrajó el gol de la victoria. Victoria. Otra. Champions. Ganó el Real Madrid. De nuevo. Y Mourinho entró en éxtasis.