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La epidemia de palurdismo, Valladolid, la furia de Gallardón y los hunos en Pozuelo (I)
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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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La epidemia de palurdismo, Valladolid, la furia de Gallardón y los hunos en Pozuelo (I)

Yo siempre pensé que la modernidad consistía en convertir el duro baldosín de nuestras calles en un espacio verde; en plantar árboles donde no había sombra

Yo siempre pensé que la modernidad consistía en convertir el duro baldosín de nuestras calles en un espacio verde; en plantar árboles donde no había sombra o construir fuentes y estanques que refrescasen nuestras inhóspitas ciudades; en hacer parques y plazas para disfrute, refresco y esparcimiento de los ciudadanos. Hasta que llegué a la conclusión que estaba anticuado y fuera de onda, anticipadamente carca.

Valladolid es una ciudad que ha sido salvajemente maltratada por sus alcaldes durante el último medio siglo. Desde entonces, el palurdismo urbanístico ha ido aumentando en intensidad. Empezó tímidamente durante la época de Franco, se acrecentó con el anterior alcalde socialista y ha alcanzado un clímax hortera y derrochador con el actual alcalde del PP. El palurdismo, pues, no tiene color político.

Este verano, la zona del Paseo de Recoletos y del Paseo Central del Campo Grande, zonas señeras de Valladolid, están en obras. Se han tenido que levantar para arreglar y reafirmar la monumental masacre urbanística realizada por el alcalde actual en el año 2002. La chapuza primigenia consistió en cargarse, limpiamente, pérgolas donde en verano se montaban alegres tertulias mientras los niños pequeños jugaban; estanques con estatuas; vegetación y paseos. Los sustituyó por vulgares baldosines de ínfima calidad, esos que ya están rotos y necesitan cambiarse, para mayor gloria del déficit de Rodríguez; por supositorios posmodernos -algunos los denominan farolas- curiosamente idénticos a los que uno puede encontrar en cualquier otra plaza gobernada por el mismo tipo de alcalde depredador, es decir, casi cualquier ciudad o pueblo de España. El desaguisado se completó con dos originales edificios de diseño, pabellones los llaman, es decir, de cristales siempre sucios e idénticos a los que podemos encontrar en cualquier otro lugar gobernado por un espécimen parecido. Se cargó, en definitiva, las señas de identidad que hacían de aquel un paraje único. Lo más triste de todo, es que la ciudad entera aplaudió con las orejas el ataque de modernidad del alcalde. Antes de la modernización, el paseante podía realizar todo su trayecto en verano bajo su siempre refrescante sombra y mientras admiraba los reflejos del agua; hoy invita a atravesarlo, que no a disfrutarlo, zigzagueando para conseguirlo, sin poder ya descansar bajo ninguna pérgola y sin reflejos que valgan. Y encima deberá dar las gracias porque pudo ser peor. La zona degradada, aunque enorme, es un lateral del parque. El corazón de los jardines, en su actual diseño de mediados del siglo XIX, afortunadamente todavía sigue en pie, me imagino que por falta de presupuesto, que no de ganas de remodelarlo.

Para los que no lo conocen, el Campo Grande de Valladolid es un jardín único, según dicen algunos de estilo anglo chino, yo no lo sé. Lo habitan multitud de impresionantes árboles centenarios, de esos que tanto gusta talar a Ruiz Gallardón. Tiene una preciosa rosaleda y un gran estanque con cisnes y patos en donde pasea a quien lo desee el feliz barquero que, por algo será, no se jubila porque no quiere, probablemente abrumado por la belleza que le rodea.

Manolo el pavo y sus hermanos –para mis hijas todos los pavos reales se llaman Manolo-, verdaderos guías turísticos del parque, dan la bienvenida a los paseantes todas las mañanas para acompañarles durante su estancia en él y agradecerles su visita, con el despliegue de sus multicolores colas, a su partida.

Cada época del año el disfrute del parque es una experiencia diferente. En invierno, silencioso y húmedo, invita al paseo lento y melancólico.

En primavera se muestra exuberante y alegre para recordarnos que la vida es bella y que es un placer el privilegio de poder sentarse en un banco a disfrutar de sus sonidos y fragancias con un buen libro entre las manos.

En verano refresca, da sombra y nos invita a la tertulia y al sosiego. En otoño, en fin, mi época preferida, se convierte en una maravillosa alfombra de ocres multicolores que nos recuerda, apesadumbrado pero jamás triste, que el ciclo de la vida se vuelve a completar y que el parque descansará hasta el próximo año en que volverá a renacer con más fuerza (si el desaprensivo e inculto alcalde de turno no lo impide).

Cuando era yo pequeño, pensaba que tener el Campo Grande al lado era lo más natural del Mundo; que todos los niños disfrutaban de un parque igual al lado de casa y, con esa ingenuidad infantil, no lo valoraba como debía. Ahora me doy cuenta que era un privilegiado y que tanto éste como el resto de jardines históricos que todavía quedan, es nuestra obligación conservarlos; protegerlos de políticos desaprensivos y clónicos arquitectos estrella, incapaces y sin escrúpulos, en busca de efímera gloria.

Nota: parece que no soy el único que padece desasosiego y desolación cada vez que vuelve a su tierra. Les adjunto el enlace de un artículo de Antonio Muñoz Molina que muestra como Ubeda, Madrid o Valladolid, entre otras muchas ciudades, deberían ser hermanadas en su degradación.

Yo siempre pensé que la modernidad consistía en convertir el duro baldosín de nuestras calles en un espacio verde; en plantar árboles donde no había sombra o construir fuentes y estanques que refrescasen nuestras inhóspitas ciudades; en hacer parques y plazas para disfrute, refresco y esparcimiento de los ciudadanos. Hasta que llegué a la conclusión que estaba anticuado y fuera de onda, anticipadamente carca.