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José M. de la Viña

Apuntes de Enerconomía

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El error que cometí ayer

Traicionera fue la indefinición que me ha torturado toda la semana. Exclamé: “El economista, para completar el lúgubre cuadro enmarcado en lodo, cieno

Traicionera fue la indefinición que me ha torturado toda la semana. Exclamé:

“El economista, para completar el lúgubre cuadro enmarcado en lodo, cieno y futura desolación, las teorías sobre crecimiento económico “moderno” desfondado, sin fondo natural que valga, no es más que nociva ponzoña ideológica mientras no aplique el método científico con exquisito rigor.”

El castellano, español, o lo que sea tan vetusto idioma, es un lenguaje fabuloso, voluble o preciso a voluntad, con una riqueza de léxico y de sintaxis, una belleza sintáctica y formal, que a veces traiciona el inconsciente, retuerce el sentido de las palabras o despeña una expresión en interpretaciones indeseadas ante cualquier descuido del incauto juntador de palabras. Algo bueno hemos parido en estas abrasadas tierras yermas, sobrias, apaleadas, pobres, grandiosas, incorrectas y ya no imperiales, con la inestimable ayuda del universal Cervantes, mi presunto biógrafo familiar.

¿Es ciencia la economía?

Ponzoña ideológica se considera a toda teoría mal soportada o no demostrada que pulula en el ámbito de las ciencias humanas o sociales causando sopor mental, no a las personas, evidentemente. Aclaro cualquier malentendido que pudiera haber e intento con el ejemplo diferenciar entre simple ideología o punto de vista, aunque se adorne con sesudos algoritmos, de ciencia. Ciencia cierta será aquella capaz de seguir una metodología científica rigurosa, para poder ser considerada tal.

El robot Curiosity llegó por fin a Marte. El picnic científico ha comenzado. El margen de error en los cálculos ha sido ínfimo, los fallos tecnológicos, que los habrá habido, imperceptibles. Son los artífices técnicos y científicos, no académicos y menos todavía catedráticos de relumbrón, he ahí el motivo. El genio humano, el vacío que produce el desconocimiento, la humildad ante los retos generados los ha enjugado. Es el acicate que espolea a los trabajadores del saber a cargo de las múltiples ciencias y disciplinas, anónimos, pero no por ello menos sabios, a descubrir los secretos que guarda el cada vez menos inescrutable planeta Marte.

Ninguno de ellos obtendrá un premio Nobel, pero la sonda alcanzó su destino después de un fabuloso periplo interplanetario realizado con precisión y coraje. Una vez secado el sudor frío que afloró durante el espeluznante aterrizaje, en la frente de los que sabían que cualquier error, por nimio que fuera, habría hecho fracasar el viaje. Trabajaron en equipo, huyeron del estrellato, cavaron todos a una en la misma zanja sin fronteras del saber polígloto, global y a veces frustrante. Valga este pequeño homenaje.

Nadie es perfecto, la autocrítica, habilidad fundamental de todo buen científico, inexcusable. Es lo que diferencia a un ingeniero que ensucia manos e intelecto en grasa, equivocación y porrazos, o un físico que reniega a levitar en ingravidez mental, del arquitecto estrella con sus obras espectaculares exentas de sublimidad, huérfanas de técnica excelsa o de profundidad estética más allá del rampante simplismo dominante. O del laureado economista pomposo en su falaz aportación y consejo desnortado que le permite acumular apañado sobresueldo.

El curioso robot está donde debe estar, luego alguna ciencia funciona, ya que es capaz de predecir un resultado y un final, la tecnología se comportó con dignidad al aplicar principios y teoremas apuntalados mediante múltiples experimentos, corrigiendo posibles errores previos mediante interminables noches de discusión, crítica, estudio, insomnio y café.

Se podría inquirir lo mismo a la economía: ¿es acaso ciencia? Esta crisis la pone en la picota. Alguno dirá que el resultado final dependerá de las acciones humanas y por lo tanto no es predecible el resultado. Se podría decir lo mismo de la aplicación de la ciencia a la realidad de los fenómenos en los que interviene el hombre. O, a lo mejor, es que no está suficientemente soportada.

¿Es la economía ciencia?

Las ciencias no deberían dar lugar a interpretaciones si las leyes y teoremas que las rigen se plantean con rigor, resolviendo sus ecuaciones de manera precisa. No siempre es posible. Las ciencias naturales o experimentales, como la física cuántica o las ecuaciones que rigen la mecánica de fluidos, dejan a menudo resquicios, no son suficientemente precisas a causa de su complejidad, los modelos impiden calcar adecuadamente la teoría, o la tecnología del momento no permite validarla. Otras veces es casi imposible resolver las ecuaciones, ni siquiera modelizar sus condiciones de contorno, sobre todo cuando los sistemas no son lineales o la complejidad se vuelve sideral, como con los modelos climáticos.

La culpa la tiene el ser humano, personaje de inteligencia precaria, triturador habitual de la razón, de la convivencia ganada a base de trabajo en común y siglos, machacada a causa de las ideologías extremas, sean nacionalistas o de cualquier otro tipo, demasiado a menudo indisolubles con la condición humana más simple, primaria o demencial.

Seres que, por mucho que se afanen, siguen sin alcanzar el fondo absoluto y definitivo de ninguna ciencia. Si lo consiguieran algún día, el círculo se cerraría, volviendo otra vez al redil de la que salió, la filosofía, hace ya muchos cientos de años. Disciplina inaugural de la inteligencia humana de la cual las diferentes ciencias se han ido desgajando, una tras otra durante los últimos siglos, una vez los filósofos griegos, Sócrates, Platón, Aristóteles… dieron el pistoletazo de salida. La economía, de momento, no es una de ellas.

¿Arribaremos al Olimpo de la sabiduría absoluta, el fin inequívoco de la investigación, el agotamiento de la innovación? ¿Bajará la ciencia el telón? Según la economía religiosa, que gusta postrarse ante el conocimiento irreversible y la tecnología sagrada, esa es la tendencia infalible.

Según los científicos de verdad, la cosa se pone más cruda cuanto más se sabe, cada desafío resuelto inaugura nuevos retos que nos indican lo pequeños que somos, la manera estúpida en que transcurren nuestras vidas envueltas en efluvios, mal olor y demencial aplicación de la ciencia, y como en el libro de la sabiduría la palabra fin no se escribirá jamás ni siempre avanzará esta hacia adelante.

No es la primera vez que retrocede ni será la última, aunque no escasean los esfuerzos ímprobos y sobrenaturales para volverlo a lograr. Llámese malhadada educación igualadora en la ignorancia; agonizante universidad dispensadora de títulos; o la ausencia de crítica y debate, de diversidad intelectual y cultural, en esta cada día más monolítica sociedad en sus apetencias, cada vez más uniforme en sus dolencias y desmanes, apenas pilotada mediante consumo e hipoteca, sin nada sólido que la aguante ni encarrile su futuro humeante, más que la fe suicida en un progreso delirante.

Cuanto más sabemos más conscientes somos del tortazo que nos vamos a pegar, con cambio o sin cambio climático, que acentúe o mitigue tal contrariedad. Todo lo contrario a lo que predican los sesudos sabios económicos. Tales pollos ni lo intuyen. Continúan atizando el consumo salvaje, predicando endeudamiento o implorando a la santa madre austeridad, para volver a coger fuerzas que permitan seguir depredando. Perdón, seamos rigurosos, creciendo, como mandan los cánones nobelados, entrópicos y atufados, sepultados en residuos, irrelevancia y terca cochambre.

La ciencia verdadera nos muestra como estamos reventando de manera acelerada y absurda el planeta que nos da cobijo. Las evidencias se acumulan. Cada vez son más los que dudan que el hombre pueda llegar a contemplar el epílogo de ninguna ciencia, culminar su tarea, verlas regresar una a una al redil, al glorioso cobijo de la filosofía, de la cual se emanciparon un ancestral día.

Traicionera fue la indefinición que me ha torturado toda la semana. Exclamé: