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La próxima reforma universitaria de Wert
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José M. de la Viña

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La próxima reforma universitaria de Wert

A pesar de ochocientos años de vida renqueante plagada de luz, gloria, cultura, sabiduría, ignorancia, decadencia, desidia, oscuridad y sobresalto, la universidad española se resiste a

A pesar de ochocientos años de vida renqueante plagada de luz, gloria, cultura, sabiduría, ignorancia, decadencia, desidia, oscuridad y sobresalto, la universidad española se resiste a claudicar.

Parece que nuestras súplicas han sido escuchadas. Ya veremos el resultado si van a ser responsables de volverla a hacer brillar los habituales políticos cuestionados, expertos en pudrir todo lo que su ansia de poder atenaza.

Decía en el s. XIII Rodrigo Ximenes de Rada en su Historia de Rebus Hispaniae (1,7, cap. 24) sobre Alfonso VIII de Castilla, que puede considerarse el fundador de la antigua Universidad de Palencia (1212): “Llamó a hombres sabios de la Galia y de Italia, para procurar que la sabiduría nunca estuviese ausente de su reino y congregó maestros de todas las facultades en Palencia, concediéndoles buenos estipendios, para que los saberes de cualquier especialidad aprovecharan a todos los amantes del estudio como el maná bíblico". No cabe mejor programa universitario en cuatro líneas, y hace ocho siglos.

Es afirmación del comité de expertos que la semana pasada publicó un informe, a propuesta del ministro Wert, titulado: “Propuestas para la reforma y mejora de la calidad y eficiencia del sistema universitario español”, por describir de alguna manera el caos en salsa boloñesa perpetrado en tales instituciones. Por fin una iniciativa seria para extirpar la ignorancia endémica y la corrupción que asola este país, que sigue inoculando mediocridad y barbarie en nuestra caduca universidad.

La falta de profesores extranjeros y el sistema de nombramiento de docentes es una de las primeras críticas del comité hacia el sistema universitario español.

Entre otras muchas recomendaciones, constata el estrepitoso fracaso de la ANECA en su función acreditadora del profesorado universitario, y la justa propuesta de anular sus facultades. Asegura el informe que científicos de la talla de Einstein habrían tenido más que dificultades para acceder a una plaza de profesor titular aquí, no digamos de catedrático.

“El baremo de la ANECA otorga 55 puntos por ‘investigación’ (el máximo hasta para un nobel), 35 por ‘actividad docente y profesional’ y 10 por ‘gestión, administración y otros méritos’. Al margen de la presunción que supone calibrar con una precisión del 1%, basta observar que un nobel joven que haya dado pocas clases y que no sea proclive a la gestión universitaria podría no llegar, aplicando el baremo de la ANECA, a los 80 puntos necesarios para su acreditación como catedrático (este sería el caso de K. Novoselov).

Incluso el Einstein de 34 años que en 1913 aceptó su cátedra berlinesa habría tenido dificultades si se le hubiera juzgado con el baremo de la ANECA. Einstein aceptó la cátedra con la condición de no tener obligaciones docentes, así que el nobel (1921) tampoco habría ayudado mucho salvo que se incluyera en el capítulo de ‘otros méritos’ (aunque no serían otros, sino los mismos méritos de investigación).

Si el baremo de la ANECA resulta impropio con académicos verdaderamente excepcionales, cabe imaginar las desviaciones a las que puede dar lugar con candidatos que son simplemente buenos.”

Si los profesores o catedráticos habilitados por la ANECA tuviesen en verdad los méritos que asegura el ingente papeleo necesario durante el extenuante proceso de habilitación, por mera cuestión estadística los premios Nobel en ciencias serían la norma en España. Desgraciadamente, el último se concedió a Ramón y Cajal en 1906, hace más de cien años. ¿Cómo es posible, pues, que dos terceras partes de las solicitudes de acreditación sean positivas?

La picaresca permite calificar como profesores a incalificables productores de vacuo papel, mientras que magníficos docentes en potencia y jóvenes investigadores que ya han emigrado, o que ni siquiera pudieron entrar como temporeros por haber trabajado en las mejores instituciones del extranjero, nunca han estado dispuestos a pasar por el inquisitorial sistema, del cuya legalidad duda el mismo informe.

Todos estos años no han sido admitidos en la universidad, o han sido expulsados, demasiados docentes e investigadores brillantes, desanimados por la cruenta burocracia y los baremos absurdos que les inhabilitaban antes de comenzar, al no poder demostrar méritos suficientes a pesar de tenerlos sobrados, poniéndola en brazos de la ignorante medianía patria que sí era capaz de conseguirlos.

Entre ellos está el de calificar con diez puntos a aquel que tenga experiencia, se supone, en gestión y papeleos varios. Una universidad que promueve antes a burócratas que a humildes sabios esforzados no puede luego extrañarse de mediocres resultados académicos.

Otra es que la docencia se puntúe al peso: la cantidad antes que la calidad. Es mejor profesor aquel que más tiempo haya dado la tabarra con infumables clases o que más cursillos inútiles haya realizado. Sin pretender ser profeta en mi tierra, ya nos desgañitamos en anterior artículo:

“Debe haber buenos catedráticos, sobresalientes profesionales, que no son considerados investigadores puros. Magníficos investigadores felices en la soledad de su laboratorio o de su ingenio, incapaces de transmitir nada, que también son necesarios en la universidad, y que son complementarios a los anteriores. Profesores no demasiado bien dotados para la investigación, ni siquiera grandes profesionales en la industria, que son extraordinarios docentes.

En la universidad debe haber de todo y debemos comenzar con humildad desde abajo. Porque la genialidad no abunda. Si fuese verdad eso que dicen las encuestas, que somos la novena potencia científica del mundo y esto está a rebosar de talento, tendrían que haber caído ya por narices unos cuantos premios Nobel y algunas de nuestras universidades encabezarían las listas. Y que se sepa no hay ninguno ni ninguna y menos todavía son los postulantes a la 'excelencia'. Algo falla.”

La consecuencia más grave es que tal sistema ha intensificado la perenne endogamia, ya que las universidades suelen escoger entre los acreditados a los de la propia escudería, salvo dramáticas excepciones, sobre todo en las ramas de ingeniería. Su fin es prescindir de librepensadores, críticos y de los verdaderamente capaces, provengan de donde provengan, que no estén dispuestos a humillarse ni a pasar por el aro, con el fin de convertirlos en dóciles lacayos.

Una vez funcionarios, muchos se permiten el lujo de mangonear a su antojo y a vegetar, ya que se convierten en gurús intocables, expertos nada más que en impartir sus propias miserias. Con lo que tal condición, que se creó para proteger la libertad de cátedra y a los docentes del abuso de poder, se ha desvirtuado.

El sistema se ha sofisticado eludiendo admitir al brillante o al intelectual fino, los innovadores, aquellos que no se amoldan al saber establecido, que suelen ser los más incómodos, los más discrepantes o críticos con el poder, los que de verdad hacen avanzar la ciencia y producen nuevo conocimiento.

Para los rectores de las universidades españolas, por el contrario, la vida es bella y suntuosa a causa de las prebendas y el coche oficial. Les revienta de placer el ancho ombligo al contemplárselo, ya que sus universidades sufren de excelencia, palabreja perpetua ausente de contenido y de ciencia, que no casa con la humildad debida de aquellos verdaderos sabios, frustrados por sus humanas carencias. Por ser conscientes de la inmensidad de todo lo que no alcanzan a conocer, y del fondo profundo de la ciencia infinita e inabarcable que apenas llegan a rozar a pesar de su ancho saber. Lo constata el informe:

En una reciente tribuna de opinión de la Conferencia de Rectores de las Universidades Españolas (CRUE) se afirmaba que “en el ámbito de la investigación, la producción científica española es la novena mayor del mundo: España genera el 3,4% de la producción global. Dos tercios de esta producción científica es generada en las universidades. Es un resultado más que notable si consideramos que España sólo invierte en I+D+i un 1,38% de su PIB, muy lejos del 2.3%, que es la media de la OCDE. Ello revela una eficiencia extraordinaria: con poco, hacemos mucho.

Con estos resultados el sistema universitario español se sitúa entre los cuatro más productivos en ciencia”.

El problema, obviamente, es que esa productividad sólo mide el número, y no la calidad e importancia, de las publicaciones; es decir, mide muy poco (véase la sec. II.0). El número de trabajos publicados por un premio nobel en una universidad de élite es, más o menos, de unos 12.000 (el Massachusetts Institute of Technology, MIT, recibe un Nobel en ciencias cada tres años o menos, cinco en lo que va de siglo). Si el criterio del número fuera aplicable a nuestro país, España habría obtenido varios premios Nobel en 2011.

Comentarios como el citado no facilitan que la sociedad española se forme una idea precisa de sus universidades ni favorecen su mejora pues, para cambiar, hay que partir de que existen razones de peso para hacerlo. Si el sistema universitario español, pese a sus muy escasos recursos, fuera uno de “los cuatro más productivos en ciencia” sería objeto de estudio por muchos rectores extranjeros deseosos de mejorar la eficiencia de sus propias universidades.

Apoyando la tesis de la comisión de expertos, España no está en novena posición en investigación y ciencia ni en sueños, más que en la imaginación de burócratas, políticos y rectores.

Si, como consecuencia de tales afirmaciones, es líder en picaresca investigadora a falta de otra respuesta plausible, esto nos lleva al siguiente corolario: la elección de rectores no parece la adecuada, cuando son incapaces de reconocer las carencias de las instituciones que dirigen.  Y, puesto que muerto el perro se acabó la rabia, tampoco parecen tener intención de resolverlas: para qué resolver un problema que no existe.

Esto nos conduce hacia la siguiente cuestión: el debate inexistente acerca de la bondad de la sacrosanta autonomía universitaria que apuntala el localismo, al funcionario que no cumple, los intereses personales o políticos, la propia ideología o la constitución y el nombramiento de órganos rectores que no dirigen nada, porque no son capaces, o porque la asfixiante burocracia no se lo permite. Otro asunto mollar que otro día comentaremos.

No comienza con mal pie el tal informe para escándalo de la ortodoxia patria, de aquellos que lo han encargado y de los que se han colado.

A pesar de ochocientos años de vida renqueante plagada de luz, gloria, cultura, sabiduría, ignorancia, decadencia, desidia, oscuridad y sobresalto, la universidad española se resiste a claudicar.