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La casta contra los propietarios de vivienda
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Juan Ramón Rallo

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La casta contra los propietarios de vivienda

los españoles se ven continuadamente machacados por un conjunto de políticos que les impiden sacar partido de nuestras fortalezas, especialmente en el caso de la vivienda

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España es un país que recibe cada año más de 70 millones de turistas y donde el 79% de las familias es propietaria de una vivienda (el 46% la ha pagado ya de manera completa y el 33% carga con deudas hipotecarias pendientes de pago); pero, al mismo tiempo, también es un país con una tasa desempleo del 18,6% y con un sistema de pensiones público en abierto retroceso. Dicho de otra forma, España es un país donde muchos jóvenes, adultos y ancianos están expuestos a gravosas insuficiencias de ingresos y donde, por consiguiente, habría que facilitar la generación de nuevas rentas mediante un aprovechamiento eficiente de nuestros activos actualmente disponibles. Activos entre los que, por diversos devenires históricos, destaca un parque de viviendas muy equitativamente distribuido entre la población. Si uno es víctima de alguna debilidad incorregible (poco empleo y pensiones), el sentido común parece indicar que debería intentar contrarrestarla en parte con sus fortalezas (mucha vivienda).

Y, sin embargo, los españoles se ven continuadamente machacados por un conjunto de mandatos políticos que les impiden sacar partido de esas fortalezas. En el caso de la vivienda, me refiero a todas aquellas trabas e interferencias administrativas que impiden a los propietarios de un inmueble aprovecharlo económicamente del modo en que juzguen más atractivo: por ejemplo, impuestos sobre pisos vacíos, impuestos sobre la propiedad o sobre la herencia, lentitud y cortapisas judiciales a los desahucios, planificación urbanística de carácter muy restrictivo, e incluso los controles de los precios del alquiler que ya están impulsando ciertas formaciones políticas.

Una de las trabas que más se ha extendido durante los últimos años ha sido la de exigir una licencia a aquellas viviendas que deseen destinarse al uso turístico: licencias que, para más inri, no son de concesión automática, sino que su número está contingentado políticamente. A falta de una licencia, tanto el propietario que ose alquilar turísticamente su vivienda como cualquier plataforma que le dé publicidad serán sancionados por la administración. Hace unos meses, el Ayuntamiento de Barcelona decidió castigar a Airbnb y HomeAway con multas de 600.000 euros por mantener anuncios de inmuebles sin licencia. Y, este mismo jueves, la Generalitat Valenciana sancionaba a Airbnb, HomeAway y otras tres plataformas de intermediación de pisos turísticos por ese mismo motivo. ¿A qué viene esta campaña sin cuartel contra la posibilidad de que los pequeños propietarios rentabilicen su inmueble alquilándolo a terceros durante cortas estancias?

La hipótesis bienintencionada

Una hipótesis bienintencionada sería que las regulaciones estatales (y las sanciones derivadas del incumplimiento de esas regulaciones) son necesarias para garantizar la calidad de los servicios turísticos y para minimizar los problemas de convivencia dentro de una comunidad de vecinos. La primera de estas explicaciones fue, de hecho, la que adujo el consejero valenciano de Turismo, Francesc Colomer, para justificar la sanción: "Debemos ser firmes en la defensa de un modelo turístico basado en la profesionalización y en la calidad". La otra es la que suele exponer Ada Colau: "El alquiler de pisos turísticos puede entorpecer la convivencia en las comunidades de vecinos donde esos pisos se encuentran". Ninguno de ambos razonamientos, empero, justifica la exigencia de licencias para el alquiler turístico (y mucho menos la arbitraria limitación de su número).

En cuanto a la exigencia de un mínimo de calidad, es verdad que la regulación estatal 'podría' llegar a jugar un papel relevante a la hora de minimizar las asimetrías de información entre las partes contratantes: dado que el comprador es incapaz de conocer la calidad real del producto ofertado por el vendedor (éste puede ocultarle vicios en el inmueble o proporcionarle una descripción incorrecta del mismo), el Estado impone un mínimo común de calidad a todos los vendedores (en este caso, arrendadores) para que el consumidor no se encuentre con pufos inesperados que redunden en mala fama para el conjunto del sector. Como digo, este argumento 'podría' ser válido en un mundo donde no existieran otras formas de superar esa asimetría de información: pero, precisamente, plataformas como Airbnb contribuyen a relegar esa dificultad al pasado. Al cabo, son los propios usuarios de un inmueble turístico los que evalúan descentralizadamente la calidad del mismo y le asocian, dentro de esas plataformas de intermediación, una reputación acerca de cuán estrechamente cumple con los datos suministrados por su propietario. La asimetría de información no existe porque los propios clientes renivelan el terreno de juego. Lo que sí puede existir son diferentes estándares de calidad exigidos por los distintos usuarios. Y, en tal caso, basta con que la legislación permita que cada cual escoja qué calidad mínima desea en su alojamiento, sin necesidad de que se nos imponga a todos un mínimo común que puede sernos innecesariamente elevado (y caro).

La asimetría de información no existe porque los clientes renivelan el terreno de juego

En cuanto a los problemas de convivencia dentro de una comunidad de vecinos: es verdad que el alquiler turístico puede provocar tensiones por el uso de las zonas comunes compartidas por un conjunto de inmuebles. Pero la forma más razonable de 'regular' el aprovechamiento de esas zonas comunes no es otorgando a una camarilla de burócratas autonómicos y municipales la potestad para conceder o denegar licencias turísticas, sino descentralizar la regulación hasta el ámbito de los afectados en esas zonas comunes. Por ejemplo, si dentro de una comunidad de vecinos existen tensiones porque algunos propietarios arriendan permanentemente sus viviendas a turistas, lo razonable es que esa controversia se resuelva dentro de las juntas de la comunidad de vecinos (imponiendo restricciones o compensaciones a las molestias derivadas de ese uso turístico), no en la junta municipal del Ayuntamiento de Barcelona, de Madrid o de Valencia: en caso contrario, podrá haber comunidades de vecinos donde el alquiler turístico no suponga un problema y sea innecesariamente constreñido por el ayuntamiento de turno o comunidades de vecinos donde el alquiler turístico sí suponga un serio problema y, en cambio, sea permitido por el ayuntamiento correspondiente.

La hipótesis malintencionada

Si descartamos la hipótesis bienintencionada de una regulación dirigida a solventar los problemas de asimetrías de información y de convivencia (hipótesis que la propia Comisión Europea descarta al reclamar que se limite tanto como sea posible la exigencia de licencias), sólo nos quede la hipótesis malintencionada: el requisito de licencias de uso turístico, y su restricción numérica por la administración, es sólo una forma de contentar a la todopoderosa patronal hotelera. Los hoteleros ya han expresado en numerosas ocasiones que plataformas como Airbnb deben ser prohibidas o sitiadas por la 'competencia desleal' que ejercen contra su negocio. Pero quien compite con los grandes grupos hoteleros no es Airbnb o HomeAway, plataformas que carecen de pisos en propiedad y que sólo facilitan la coordinación entre oferentes y demandantes de viviendas turísticas, sino los pequeñísimos propietarios españoles que consiguen rentabilizar sus inmuebles ofertándolos en alquiler a precios muy inferiores a los de los hoteles. De lo que se trata con la exigencia de licencias, pues, es de engordar la cuenta de beneficios de las grandes cadenas hoteleras a costa de cargarse la competencia practicada por los humildes propietarios de un inmueble. Un típico caso de corrupto intervencionismo estatal dirigido a proteger las rentas oligopolísticas de aquellos empresarios cercanos al poder.

De lo que se trata es de engordar la cuenta de beneficios de las grandes hoteleras

Si esta restricción del alquiler turístico de viviendas se produjera en un país cercano al pleno empleo y con salarios crecientes, apenas nos hallaríamos ante la típica sinvergonzonería perpetrada por los grupos de presión con influencia política. Que, en cambio, tenga lugar en un país con un desempleo desproporcionado, con unos salarios estancados y con una alta penetración de la propiedad inmobiliaria, constituye una canallada de primera magnitud que ilustra hasta qué punto nuestros gobernantes —en este caso, de manera destacada, los de Podemos— no están al servicio de los intereses y las necesidades de sus ciudadanos, sino al de aquellas oligarquías empresariales capaces de comprar su voluntad y de parasitar nuestra libertad.

España es un país que recibe cada año más de 70 millones de turistas y donde el 79% de las familias es propietaria de una vivienda (el 46% la ha pagado ya de manera completa y el 33% carga con deudas hipotecarias pendientes de pago); pero, al mismo tiempo, también es un país con una tasa desempleo del 18,6% y con un sistema de pensiones público en abierto retroceso. Dicho de otra forma, España es un país donde muchos jóvenes, adultos y ancianos están expuestos a gravosas insuficiencias de ingresos y donde, por consiguiente, habría que facilitar la generación de nuevas rentas mediante un aprovechamiento eficiente de nuestros activos actualmente disponibles. Activos entre los que, por diversos devenires históricos, destaca un parque de viviendas muy equitativamente distribuido entre la población. Si uno es víctima de alguna debilidad incorregible (poco empleo y pensiones), el sentido común parece indicar que debería intentar contrarrestarla en parte con sus fortalezas (mucha vivienda).

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