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¿Tenemos el dinero que nos merecemos?
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Antonio España

Monetae Mutatione

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¿Tenemos el dinero que nos merecemos?

Probablemente conocen ustedes el mito de Midas, antiguo rey frigio que gobernó durante el siglo VIII a.C. y del que se cuenta que el dios Dionisio

Probablemente conocen ustedes el mito de Midas, antiguo rey frigio que gobernó durante el siglo VIII a.C. y del que se cuenta que el dios Dionisio le concedió el deseo de convertir en oro todo lo que tocase. Feliz por ver cumplidas sus ansias de riqueza infinita, poco le duró la alegría, ya que en seguida descubrió, con desagradable sorpresa, que tan pronto cogía un trozo de pan o intentaba mojar sus labios en una copa de vino, alimento y bebida se transmutaban inmediatamente en el metal amarillo, dejando de ser útiles para calmar apetito y sed. Pues bien, la historia del rey Midas explica como ninguna otra la naturaleza del dinero, que deriva su valor, aparte de su escasez, de su capacidad para ser intercambiado por otros bienes y servicios en casi cualquier circunstancia.

Dicho de otro modo, dinero es todo aquello con lo que ustedes pueden comprar una barra de pan en el supermercado del barrio, adquirir una tablet de última generación en la macro tienda de electrónica del parque comercial en las afueras de su ciudad, o tomarse un vermut en el único bar del pueblo de sus abuelos cuando van de visita el fin de semana. Y también es lo único que ustedes aceptarían en pago por su trabajo, o por la venta o alquiler de sus bienes y propiedades. Es decir, el dinero tiene valor para ustedes porque saben que pueden ofrecerlo a cambio de algo que necesitan y que se lo van a aceptar con toda seguridad.

El rey Midas, que por intermediación de Dionisio, podríamos decir que llevó a su extremo el Quantitative Easing, aprendió rápidamente esta lección. Descubrió que el oro -que era el dinero de la época- de nada le servía, por más que tuviera a su disposición una cantidad prácticamente ilimitada, si no podía convertirlo en las cosas que necesitaba. Todo el oro del mundo no le servía para satisfacer sus necesidades más básicas. Eliminada su escasez pero, sobre todo, perdida su capacidad de intercambio, el dinero carece de valor. Por eso el rey, en seguida volvió a suplicar a Dionisio que le librara de su propio deseo. Cuestión aparte hubiera sido que sólo le concediera el deseo unas horas al día.

En general, desde que arrancó la crisis actual y, con ella, las medidas de política expansiva llevadas a cabo por los bancos centrales, ha venido tomando relevancia el debate sobre el sistema monetario actual.  Y, en particular, en las últimas semanas parece que la discusión sobre el tipo de dinero que tenemos y la posibilidad de que existan alternativas ha cobrado vigencia.

Eliminada su escasez pero, sobre todo, perdida su capacidad de intercambio, el dinero carece de valorAsí, pueden leerse en algunos blogs especializados comentarios acerca de la deseabilidad o no de retornar al patrón oro, o el carácter monetario o no de bitcoin, la moneda electrónica que aspira a convertirse en la alternativa virtual, descentralizada y privada al dinero fiduciario estatal. El debate está siendo alimentado por acontecimientos como el rescate de Chipre, la evolución negativa del precio del oro en las últimas sesiones o los episodios de volatilidad sufridos la semana pasada por el propio bitcoin.

Aunque no nos guste a quienes defendemos la libertad, la función descrita la tiene en la actualidad únicamente el dinero fiduciario que emiten los estados en régimen de monopolio, en nuestro caso, el euro. Mal que nos pese, ni el oro ni los bitcoins pueden considerarse dinero hoy, aunque el primero lo fuera en el pasado y ambos puedan disfrutar -ojalá- de esa condición en el futuro. Si no están de acuerdo, prueben a intentar pagar su próximo corte de pelo en pepitas de oro o bitcoins.

Y es que, hoy en día, pese a que nos manejamos económicamente en un sistema que se sustenta en nada más que la confianza -o más bien la credulidad- que los ciudadanos depositamos en los políticos que nos gobiernan, nos encontramos cómodos en él porque sabemos que el dinero estatal goza de una amplísima, total aceptación. Y eso es un hecho incontrovertible.

Pero no olviden que cualquiera de ustedes aceptan como dinero esa mezcla sin valor intrínseco de papeles de colores, monedas de metales baratos y, sobre todo, de meros apuntes contables sin una contrapartida material tangible, porque históricamente sí que representaban una cierta cantidad de algún bien que, a su vez, original y remotamente era valorado exclusivamente por su uso o consumo y al que, paulatinamente, dadas sus particulares características, el mercado le fue otorgando la naturaleza de dinero. Es lo que se conoce como el teorema de la regresión monetaria de Ludwig von Mises.

Y era así hasta que llegaron los reyes Midas de los gobiernos y bancos centrales y trataron de demostrar que la alquimia es posible, que es posible crear oro, o sea, dinero, de la nada. Aunque, dado el engendro que han creado y las consecuencias no esperadas de sus políticas monetarias, mejor deberíamos hablar de los banqueros centrales como los Frankenstein de la economía moderna. Los modernos Prometeos, como subtitulara la novela Mary Shelley, autora también, casualmente de una obra de teatro basada en la vida del rey Midas.

Cuando nos encontramos en una era en la que la acumulación de capital permite alcanzar cada vez mayores cotas de productividad, provocando un suave descenso de los precios y un incremento del poder adquisitivo del dinero, casi sin darnos cuenta, hemos aceptado como algo natural el hecho de que el dinero, por la intervención de los poderes públicos, pierda valor de forma más o menos acelerada pero casi siempre constante. Es más, es objetivo de política monetaria que nuestros ahorros pierdan un 2% de valor anualmente.

Dependiendo de su edad, quizás lo han vivido en primera persona o le han contado sus padres o abuelos una historia similar -o simplemente lo han visto en la serie Cuéntame- pero a mí siempre me llamó la atención cuando mi madre de pequeño me contaba que iba andando al colegio para ahorrarse la peseta que durante la semana le daban mis abuelos para el autobús, y así poder ir al cine el sábado. Comparen con lo que cuesta ahora el cine. ¿Tiene sentido que en apenas 50 años se haya multiplicado su precio por 300? 

¿Se han planteado alguna vez por qué nos conformamos con esta pérdida tan brutal del poder adquisitivo del dinero? Pues bien, lo aceptamos como mal menor. Porque las ventajas de quedarnos en el sistema actual, junto con los costes de cambio de movernos a un sistema alternativo -piensen en lo que les supondría individualmente si decidieran hoy unilateralmente adoptar el oro o el bitcoin como dinero personal- son suficientemente significativos como para que aceptemos asumir la pérdida de poder adquisitivo de nuestros ahorros en efectivo.

Y los gobiernos y bancos centrales son muy conocedores de este hecho, por lo que, ya puestos a jugar a tener el poder creador de los dioses, tratan de apretar sin llegar a ahogar. Y así, van creando cantidades sustanciales de nuevo dinero fabricado de la nada y las van inyectando en la economía, mientras el público lo absorbe elevando los precios de bienes y servicios. Mientras no se les vaya la mano, no habrá problema. ¿No es esto un robo? Lo es. Pero como nos van sisando un poquito cada día y no nos damos cuenta, todo va bien. O no tanto. 

Probablemente conocen ustedes el mito de Midas, antiguo rey frigio que gobernó durante el siglo VIII a.C. y del que se cuenta que el dios Dionisio le concedió el deseo de convertir en oro todo lo que tocase. Feliz por ver cumplidas sus ansias de riqueza infinita, poco le duró la alegría, ya que en seguida descubrió, con desagradable sorpresa, que tan pronto cogía un trozo de pan o intentaba mojar sus labios en una copa de vino, alimento y bebida se transmutaban inmediatamente en el metal amarillo, dejando de ser útiles para calmar apetito y sed. Pues bien, la historia del rey Midas explica como ninguna otra la naturaleza del dinero, que deriva su valor, aparte de su escasez, de su capacidad para ser intercambiado por otros bienes y servicios en casi cualquier circunstancia.