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'Vae Victis'... Ley Concursal
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'Vae Victis'... Ley Concursal

Sobremesa distendida en el Hispano. Con un bien amigo, colega reputado,  curtido en la práctica procesal de la insolvencia empresarial. Curial y, por lo tanto, cauto

Sobremesa distendida en el Hispano. Con un bien amigo, colega reputado,  curtido en la práctica procesal de la insolvencia empresarial. Curial y, por lo tanto, cauto y respetuoso con las instituciones. No como yo, descreído y escéptico en esta materia. Frivolizábamos sobre la bondad o insuficiencia de la reciente reforma (R.D.L. 3/2009) de la Ley Concursal. Posiciones de partida bien distantes. Mi tesis: parchear un bodrio es contribuir a perpetuar un bodrio. La suya: es un terreno minado, sobre el que hay que avanzar poco a poco.

 

Desde luego no pienso defender su posición. Que lo haga él si quiere, porque tiene recursos y experiencia sobrados para saltar al ruedo. Tampoco oculto -sin él delante- que en el fondo nuestras posiciones no son del todo incompatibles. Por otro lado  coincidíamos en que la reforma era –como mínimo- tardía e insuficiente.

 

También compartíamos un diagnóstico tópico pero incontestable: no solo la ley, cuidado, sino todo el sistema y práctica concursales españoles son ineficientes. No es un juicio de valor. Es la constatación de una realidad: la justificación del sistema concursal, su finalidad básica (optimizar y cumplir una expectativa razonable de satisfacer los créditos concursales y, en la medida en que contribuya y sea compatible con ello, apoyar la supervivencia de la empresa concursada) se ha demostrado inalcanzable en una abrumadora mayoría de los casos. Claro que ello, dijo, era por otro lado inevitable porque la empresa llegaba habitualmente tarde al concurso y en estado terminal. Bueno, ahí empezó a calentarse el debate.

 

Le contesté lo que pensaba: la realidad es que la empresa  se ve –en un alto porcentaje de los casos-  arrastrada a la fuerza al trauma del concurso. Y ello como consecuencia de una implacable extensión de responsabilidad a los administradores por las deudas sociales si no someten su actuación al dictado de un rígido cronómetro que puede ser, o puede no ser, adecuado a la coyuntura concreta de crisis de cada empresa. Ese temor, más que explicable, de los administradores a agravar aun más su exposición a responsabilidades ha empujado a numerosas empresas al concurso de acreedores y, por ese tobogán incontrolable, a su liquidación.

 

La esperada reforma de la ley concursal, que ha aparecido en un momento muy oportuno aunque haya entrado por la puerta de atrás del Real Decreto Ley, no ha querido claramente eliminar esa espada de Damocles aunque sí –algo es algo- retardar el efecto implacable de su caída, al objeto de permitir que el empresario intente bien esquivar el golpe o bien que éste no le resulte personalmente letal.

 

Bueno. Como antes decía, algo es algo. Pero en el fondo persiste en la filosofía de la Ley, incluso tras su reciente reforma, algo que a mi juicio –no al de mi interlocutor- sigue siendo injusto: el empresario abocado por ley al concurso de acreedores no es desde  luego un triunfador, pero no por ello su comportamiento debe ser –a priori y por automatismo legal- anatemizado.

 

En otras jurisdicciones de nuestro entorno económico hacía ya años que se  consideraba legalmente reprochable, por ejemplo, la prolongación artificial de la vida de una empresa, cuando ello tenía como consecuencia una liquidación en insolvencia y, por consiguiente,  un empeoramiento de las expectativas de satisfacción de sus acreedores. Pero esa percepción, cuya lógica parece incontestable, tardó en llegar a España, donde culturalmente no solo se consideraba justificable que el empresario luchara hasta el final –por encima de cualquier consideración- por la supervivencia de su empresa, sino que otro comportamiento no hubiera sido entendible.

 

La ley Concursal del 2003, país de extremos, nos llevó súbitamente al otro arco del péndulo: ¿Insolvencia? A los dos meses al juzgado/concurso so pena de cargar con la responsabilidad solidaria por las deudas sociales. Resultado: epidemia de concursos voluntarios, que se extiende incontrolable -con frecuencia por contagio- en el actual entorno de cuasi-depresión generalizada, colapso del sistema concursal y final –lento y por consunción- de una gran mayoría de las empresas en concurso.

 

Ante esta realidad, se descontaba algo más de audacia e imaginación en esa esperada, obligada, reforma de la Ley Concursal. Ha llegado tarde, corta y por la puerta de atrás. Naturalmente, tiene algún aspecto positivo. Ontológicamente hubiera sido imposible otra cosa dado el punto de partida de la reforma.

 

Pero entre otras muchas carencias y contradicciones, esta reforma no ha neutralizado esa –a mi juicio- rémora de partida. Sigue enfilando al empresario. Precisamente en un momento en que la frustración derivada de la situación económica hubiera aconsejado desmontar resortes de desmotivación a emprender ese oficio. No. La reforma no anima a asumir riesgos empresariales y, con seguridad, definitivamente disuade de reemprenderlo a quien se haya visto ya arrastrado por esta ley concursal. 

 

Creí que mi exordio había convencido a mi amigo e interlocutor. Que va. Se preparaba para su réplica. Pero, como ya decía antes, que la defienda él si quiere.

 

Fernando Herce Meléndrez, socio de Estudio Jurídico Almagro

Sobremesa distendida en el Hispano. Con un bien amigo, colega reputado,  curtido en la práctica procesal de la insolvencia empresarial. Curial y, por lo tanto, cauto y respetuoso con las instituciones. No como yo, descreído y escéptico en esta materia. Frivolizábamos sobre la bondad o insuficiencia de la reciente reforma (R.D.L. 3/2009) de la Ley Concursal. Posiciones de partida bien distantes. Mi tesis: parchear un bodrio es contribuir a perpetuar un bodrio. La suya: es un terreno minado, sobre el que hay que avanzar poco a poco.