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El gran fracaso de la Ley Concursal
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Javier Goizueta

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El gran fracaso de la Ley Concursal

Se ha dicho que el fracaso del procedimiento concursal no es responsabilidad exclusiva del legislador, sino también del empresario, que solicita el concurso mal y tarde

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Con apenas trece años de vida, la Ley Concursal ha experimentado la friolera de 17 reformas (además de otras tantas puntuales) sin que ninguna de ellas haya logrado satisfacer la finalidad para la que fue creada. Por el camino, más de 50.000 empresas concursadas, de las que apenas hoy subsiste un 5%. Desde hace un año, se trabaja en la elaboración de un nuevo texto refundido.

Otro fracaso más. Me dirán ustedes que soy muy crítico. No es para menos. Lo cierto es que hasta el propio Ministerio de Justicia reconoció el fracaso de la Ley Concursal y de sus múltiples reformas cuando en marzo del año pasado, tras admitir que la ley no funcionaba, encargó a la Sección de Derecho Mercantil de la Comisión General de Codificación la elaboración de una propuesta de Texto Refundido de Ley Concursal, encargo cuyo primer resultado se produjo el pasado 6 de marzo.

Es difícil encontrar una ley que en menos tiempo de vida haya sufrido más modificaciones. Haciendo un repaso, a mí no se me ocurre. En sus apenas 13 años, la Ley 22/2003, de 9 de julio, Concursal, que entró en vigor el 1 de septiembre de 2014, ha tenido al menos, simplificando mucho y en números redondos, una media de dos modificaciones por año, una de ellas sustancial. Lo cual es mucho para el principio de estabilidad y permanencia que han de tener las leyes. Demasiadas adaptaciones a unas realidades empresarial y social a las que ha sido ajena desde el principio y que no parece haber alcanzado a comprender en ninguna de sus reformas. Demasiados parches que no han logrado encubrir lo mal alumbrada que ha estado la ley desde su nacimiento.

Foto: Activistas de la plataforma Stop Desahucios. (Efe)

La vigente Ley Concursal se dictó para sustituir una arcaica y dispersa normativa sobre suspensión de pagos y quiebra (algunas normas arrancaban de 1829, y otras, como la Ley de Suspensión de Pagos de 1922, se promulgaron con carácter provisional), regulación que era a todas luces insuficiente para dar solución a las situaciones de insolvencia empresarial. La ley nació con la doble vocación de dar respuesta a los acreedores de la concursada, a fin de que recuperaran su dinero en la mayor cantidad y lo antes posible, y de lograr la subsistencia de la empresa cuando ello fuera viable. Pero ni lo uno ni lo otro se ha conseguido.

Según datos proporcionados por el Gabinete de Estudios Económicos de Axesor, desde el comienzo de la crisis en el año 2008, 50.000 empresas se han declarado en concurso. De ellas, se calcula que alrededor de un 95% ha desaparecido, muy por encima de otros países como Alemania, Francia o Reino Unido (donde los porcentajes de subsistencia oscilan entre el 20% y el 30%); si bien es cierto que poco a poco el número de concursos que se declara cada año en España se reduce, y aumenta, paralelamente, el número de convenios que se suscriben.

Al concebir la ley, el legislador parece haber desconocido que nuestro tejido empresarial está formado en su gran mayoría por pymes, y no ha logrado satisfacer las exigencias que demandaban las pequeñas y medianas empresas (aunque tampoco ha cubierto, en la práctica, las necesidades que exigían las insolvencias de las grandes). Los procesos se dilatan, los costes del concurso son en muchas ocasiones excesivos, no hay un claro planteamiento inicial de si la empresa es o no viable, es decir, de si se va a tratar una insolvencia provisional o definitiva, existe una falta notable de protagonismo de los acreedores concursales, la figura del administrador concursal con sus funciones no está cumpliendo las expectativas…

Era responsabilidad de la nueva ley generar la confianza suficiente para que el empresario creyera en el procedimiento concursal como una solución

Se ha dicho que el fracaso del procedimiento concursal no es responsabilidad exclusiva del legislador, sino también del empresario, que solicita el concurso mal y tarde, cuando ya no se puede solucionar nada. Pero este punto de vista, tan extendido entre los profesionales del derecho, es, a mi juicio, desafortunado. Es cierto que venimos de una legislación obsoleta y arcaica, en la que los expedientes se eternizaban y los empresarios intentaban por todos los medios evitar los procedimientos de suspensión de pagos y quiebra, acudiendo solo a ellos cuando ya no había remedio. Pero era responsabilidad de la nueva ley generar la confianza suficiente para que el empresario creyera en el procedimiento concursal como una solución a sus problemas; lejos de ello, la práctica ha llevado al empresario a no ver en el concurso un remedio a sus males sino, muchas veces, un mal mayor al que se acoge por necesidad. Aun así, es cierto que en situaciones de insolvencia debieran acudir los empresarios, desde un inicio, a profesionales expertos, cosa que no siempre ocurre.

La Ley Concursal ha tenido la (mala) fortuna de vivir en tiempos de crisis. Con ella, sus vergüenzas se han puesto de manifiesto. De haberlas tenido, la crisis hubiera servido para ensalzar sus virtudes. La crisis sometió la Ley Concursal a un test de estrés del que no salió bien parada, lo cual desencadenó sucesivas modificaciones que buscaron, infructuosamente, dar solución a las dificultades que planteaba. El legislador optó entonces por acometer reformas de manera rápida y poco reflexiva, la mayoría por vía de urgencia, utilizando la fórmula del real decreto. El resultado final ha sido una ley farragosa, difícil de comprender, con contradicciones e incoherente, donde imperan la ineficacia y la duda sobre cuestiones sustanciales.

Para hacer frente a esta situación, se encargó hace algo más de un año a la Comisión General de Codificación la elaboración de un Texto Refundido de Ley Concursal, que no debería tardar mucho en ver la luz, y cuya primera propuesta tiene fecha del pasado 6 de marzo. Pero no parece que el nuevo texto refundido vaya a ser la solución.

En realidad, el encargo realizado no ha ido más allá de ordenar lo desordenado y dar coherencia a lo incoherente, que no es poco. No se trata más que de sistematizar su contenido y recolocar su articulado. Pero no se puede legislar nada nuevo. Tan solo interpretar allí donde hay duda. En consecuencia, no parece que el panorama vaya a cambiar mucho. Quizás, ahora que la crisis parece querer despedirse, esta nueva propuesta en forma de texto refundido pueda pasar desapercibida. Y que el testigo lo cojan los futuros gobiernos.

*Javier Goizueta es abogado, analista financiero y socio director de Vaciero, firma española de referencia en asesoramiento legal y financiero para empresas. Desde 1993 hasta 2014, ha sido abogado en Cuatrecasas, Director en el área legal de KPMG, y 'general counsel' de Gamesa en Latinoamérica. Ha dado clase de Derecho Civil y Mercantil en diversas universidades y másteres jurídicos (entre otros, IE e ISDE).

Con apenas trece años de vida, la Ley Concursal ha experimentado la friolera de 17 reformas (además de otras tantas puntuales) sin que ninguna de ellas haya logrado satisfacer la finalidad para la que fue creada. Por el camino, más de 50.000 empresas concursadas, de las que apenas hoy subsiste un 5%. Desde hace un año, se trabaja en la elaboración de un nuevo texto refundido.