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El Gobierno se pone firme pero no ve salida al conflicto del transporte
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Antonio Casado

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El Gobierno se pone firme pero no ve salida al conflicto del transporte

Ayer el Gobierno se puso las pilas. Al menos en lo que se refiere a facilitar los suministros, mantener el orden público y garantizar derechos fundamentales

Ayer el Gobierno se puso las pilas. Al menos en lo que se refiere a facilitar los suministros, mantener el orden público y garantizar derechos fundamentales amenazados por la huelga de camioneros, como la libre circulación de personas y mercancías.

Tocaba un ejercicio de firmeza y eso se está haciendo desde que más de 25.000 policías y guardias civiles fueron ayer especialmente movilizados. Las cifras de detenidos, desbloqueos, servicios de escolta en carretera, etc..., son una prueba fehaciente de que al ministro del Interior, Pérez Rubalcaba, no le tiembla el pulso en la aplicación de la ley y la defensa de los ciudadanos cautivos de una protesta sectorial.

En otro plano quedan las reivindicaciones concretas de los convocantes de la huelga. O, si se quiere, la capacidad o disposición del Gobierno para atenderlas. Así hemos de plantearlo porque así lo plantean los huelguistas. Y, por aquello de los pescadores en río revuelto, también lo plantean así quienes -mis queridos foreros, por ejemplo-, acarician cada noche el dulce y obsesivo sueño de la eliminación de Zapatero, aunque sea por tosferina. No van desorientados. El precedente de Allende, cuya caída vino precedida por el caos de una huelga del transporte, les viene al pelo.

No hace falta remontarse a Allende. El enorme poder desestabilizador de esta huelga, en nada parecida a una huelga clásica (obreros contra patrones), podría poner políticamente contra las cuerdas al Gobierno. Eso es cierto. Por su efecto multiplicador en un contexto de crisis económica y como detonante del malestar social. Aunque no es Zapatero quien sube los precios del gasóleo ni al Gobierno le corresponde intervenir en la fijación de tarifas, como le piden los huelguistas. Y eso lo sabe mi amigo Cristóbal Montoro, que es el excelente portavoz del PP en cuestiones económicas.

El Gobierno cometería un imperdonable desafuero si dispensara un trato privilegiado al sector del transporte respecto a otros que, incluso por idéntica causa (el precio de los carburantes) están siendo muy castigados por la crisis. Pero eso es en el fondo lo que reclaman los convocantes del conflicto, en la falsa idea de que el Gobierno tiene la obligación de sacarles las castañas del fuego a base de fórmulas descaradamente intervencionistas.

Imposible. Sería un intolerable ataque a la causa de la libertad, la de mercado en este caso. Esperanza Aguirre ("Nosotros, los liberales"), por ejemplo, no se lo perdonaría nunca a Zapatero. Y sin embargo, ese es el contenido de la reivindicación principal de este sector no mayoritario de los transportistas: la llamada "tarifa mínima". Consiste en imponer una tarifa mínima -o sea, obligatoria-, que, según ellos, serviría para evitar la competencia desleal.

Algo difícilmente comprensible, salvo que aceptemos la idea absurda de que, con el mismo precio del gasóleo para todos, hay transportistas dispuestos a pagar por trabajar, o a perder dinero en la prestación de sus servicios. Más bien parece que estamos ante un caso de miedo a la competencia en un régimen de libre mercado. Un régimen en el que, volviendo al fondo del asunto, el Gobierno no es quien para fijar el precio de las cosas.

Ayer el Gobierno se puso las pilas. Al menos en lo que se refiere a facilitar los suministros, mantener el orden público y garantizar derechos fundamentales amenazados por la huelga de camioneros, como la libre circulación de personas y mercancías.