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El virus del pánico avanza más deprisa que el de la gripe porcina
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Antonio Casado

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El virus del pánico avanza más deprisa que el de la gripe porcina

Esto ya pasa de castaño oscuro. Y no lo digo por el número de casos detectados en España y el resto del mundo. Ni por el

Esto ya pasa de castaño oscuro. Y no lo digo por el número de casos detectados en España y el resto del mundo. Ni por el de muertos endosables al dichoso virus H1N1 (tipo A), todavía a distancias siderales de las 36.000 víctimas mortales de la gripe vulgaribus al año en Europa. Si lo comparamos con el número de muertos por caídas en la ducha, también aprenderemos a relativizar la alarma planetaria (nivel 5 en la escala oficial de 6) que algunos nos trajimos puesta de México hace unos días.

 

Se registra un avance imparable del pánico. Va bastante más deprisa que un virus amenazado por la llegada del verano al hemisferio norte. Y el miedo inoculado en las poblaciones de medio mundo empieza a ser más peligroso que la pandemia virtual de la que se nos avisa. Ya no sólo es cosa de los mejicanos. Ni de los recién llegados de México.

Acabaremos muriendo de infarto. No por la gripe porcina, o “gripe nueva”, como quieren llamarla en Bruselas, sino por el pánico que nos meten en el cuerpo los poderes públicos y las autoridades sanitarias nacionales e internacionales. El clarinazo de la OMS es apocalíptico: “Una pandemia inminente amenaza la Humanidad”. Como en el chiste, "¿susto o muerte?”. Oiga, con estos sobresaltos de buena mañana, pues casi prefiero muerte, que diría el coleguilla.

“Toda la humanidad está en peligro”, truena desde las primeras páginas de los periódicos la directora de la OMS, Margaret Chan. Y a renglón seguido nos hace la caridad de recordarnos que  no hay suficientes reservas de antivirales. ¡Qué señora tan agradable, qué visión tan optimista de la vida!. Aunque no tan alejada de la que se despacha en Bruselas, sede de la UE, cuya contagiosa alegría natural consiste en anunciarnos muertes en el área europea por el rápido avance de la enfermedad.

Todas esas admoniciones se han enseñoreado de los medios de comunicación. Sin embargo hay que ir a la letra pequeña para enterarse de que solo la mitad de los muertos de México son endosables al extraño virus de la discordia, que se necesita un contacto prolongado y permanente para que el virus haga de las suyas, que su instinto asesino es bajísimo, que los enfermos detectados mejoran pronto con los antigripales, que en España disponemos desde 2005 de unos bien elaborados protocolos de prevención frente a una epidemia de gripe, que ninguno de los 13 casos detectados en España reviste gravedad…

Para acabarla de arreglar ya han empezado a circular las teorías conspiratorias. Hay de todo, desde una sofisticada venganza bacteriológica de Los Michoacana, uno de los carteles de la droga en México, cuarenta y cuatro de cuyos miembros fueron recientemente detenidos cuando asistían a un bautizo, hasta quienes se remontan a La Peste, de Albert Camus, para especular con la utilización del miedo como instrumento de dominación en manos del poder. La epidemia, como excusa para recortar las libertades individuales en nombre de un bien superior: la salud pública, en este caso.

¿Se imaginan el Madrid-Barça de mañana sin público en el estadio? Al fin y al cabo, el cierre de los estadios por orden gubernativa ya tiene su precedente en México. Y no me extraña el malestar del presidente del país, Felipe Calderón, por haberse quedado sólo en la prohibición de las aglomeraciones y el cierre de las escuelas hasta el 6 de mayo.

Esto ya pasa de castaño oscuro. Y no lo digo por el número de casos detectados en España y el resto del mundo. Ni por el de muertos endosables al dichoso virus H1N1 (tipo A), todavía a distancias siderales de las 36.000 víctimas mortales de la gripe vulgaribus al año en Europa. Si lo comparamos con el número de muertos por caídas en la ducha, también aprenderemos a relativizar la alarma planetaria (nivel 5 en la escala oficial de 6) que algunos nos trajimos puesta de México hace unos días.

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