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Ahora, Louis Armstrong
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Leopoldo Abadía

Desde San Quirico

Por

Ahora, Louis Armstrong

Mi mujer y yo nos invitamos a cenar a casa de mi vecino de San Quirico, porque, en la nuestra, los Reyes les han dejado un

Mi mujer y yo nos invitamos a cenar a casa de mi vecino de San Quirico, porque, en la nuestra, los Reyes les han dejado un regalo: el primer ejemplar de mi libro, que sale a la calle el día siguiente.

 

Le  digo que, como es el  protagonista, tiene derecho a leerlo antes que los demás.

Se calla, me abraza y empezamos a cenar.

Es un hombre modesto, que no presume de nada. Pero a mí me parece que eso de ser protagonista le ha gustado.

Toma la palabra, casi se podría decir que toma el mando de la cena, porque, hasta los postres, ni su mujer, ni la mía ni yo conseguimos meter un poco de baza en la conversación.

Y empieza atacando, como siempre. Yo pensaba que esta vez, con lo del libro, podría ganarle yo, pero no. Porque había leído lo de Frank Sinatra, que escribí la semana pasada y me dice, con aire de superioridad, que como Louis Armstrong, nadie. “¿Me has oído? ¡¡NADIE!!”

 

Que un tío de  San Quirico se ponga a ese nivel internacional y no me diga que lo que más le gusta es la Coral del pueblo de al lado (que, por cierto, es muy buena), me parece un índice de que la globalización está calando. O sea, que a los de San Quirico les gusta lo de Nueva Orleans, que es donde empezó tocando Louis (me parece) y que a los de Nueva Orleans seguro que le está  empezando a gustar lo de San Quirico (y ahí entra la Coral). Eso es  la globalización.

Pero mi amigo quiere hablar de  la canción que acababa de oír por centésima vez. Como dice él, “la del mundo maravilloso”. (Él no le llama “What a wonderful world”, porque dice que si lo intenta, se le trabuca la lengua y nadie sabe de qué está hablando).

Y se levanta  de la mesa, coge un CD y nos lo hace oír. Y, además, nos da la traducción al castellano,  con lo cual consigue que, en vez de empezar a comer, los cuatro nos dediquemos un rato a seguir la letra en inglés, pero sabiendo lo que significa.

Realmente, la canción es muy bonita. Habla de cosas habituales, -los árboles verdes,  las rosas  rojas,  los cielos azules, el día brillante y la noche oscura-.

O sea, todas las cosas que vemos a diario y que, a fuerza de verlas, las pasamos por alto y vamos a lo nuestro, que no se sabe bien qué es (lo nuestro).

Cuando parece que ya podemos empezar a cenar, mi amigo dice: “Vamos a  escucharla otra vez, porque quiero que os fijéis en el final”. Yo preferiría cenar y, en el café, oír el final, pero él no está dispuesto: “Fijaos, fijaos lo que dice”.

 

Pues dice que el mundo es maravilloso cuando ve a amigos dándose la mano, a niños que lloran, a  niños que ayudan a sus hermanos y que, cuando estudien, sabrán mucho más que él. Este “él” es Louis Armstrong, pero mi amigo aclara: “que tú y que yo”.

 

Conseguimos empezar a cenar, pero él sigue remontándose y dice:

  1. Que este mundo es maravilloso.
  2. Que es maravilloso que nos demos las manos.
  3. Que es maravilloso que nos perdonemos, porque, de vez en cuando, estropeamos la maravilla y nos hacemos mutuamente alguna faena que otra.

Y entonces se  pone serio -más  serio- y añade que:

  1. No  le gusta nada  eso que oye a veces de “yo perdono, pero no olvido”.
  2. Que le parece que eso no es perdonar, que eso es guardarse el rencor en un bolsillo.
  3. Que ya sabe que lo de olvidar  es  difícil
  4. Pero que, si en vez de “perdonar y olvidar” empezamos por el “olvidar”, cuando llegamos al “perdonar” ya no tenemos nada que perdonar, porque se nos ha olvidado.

Le digo que es difícil. Y me mira con ese aire de superioridad que ya voy conociendo y que me aplasta bastante y me dice: “Pero ¿tú te crees que ser buena persona es fácil?”

 

Y le digo: “¿Pero olvidar no es una ingenuidad?”

 

Y este hombre, que si llega a nacer en el siglo XIII se hubiera tuteado con Santo Tomás de Aquino, me dice: “Mira, una cosa es olvidar y otra, ser idiota”.

 

Y continúa: “Si alguien me hace una faena, la olvidaré. Es decir, no estaré dando vueltas continuamente a lo malo que ese  señor es. Y, por supuesto, en ese olvido va incluido el perdón. Pero no seré tonto. Si mañana viene de nuevo a proponerme un negocio, le diré: ´mira, no me interesa ahora trabajar contigo´. Y se lo diré sonriendo. Ya me ha demostrado que él, de negocios, no sabe”.

 

Le digo: “¿Que no sabe?” y me contesta, rápido, como si lo tuviera muy pensado: “Sí, porque para  hacer negocios, como para todo, hay que ser honrado y ese me ha demostrado que no lo es”.

Eso me lo dice en el segundo plato. Al ver el cariz que toman las  cosas, la mujer de mi amigo dice: “¿qué tal los últimos nietos que habéis tenido?” Y mi mujer, viendo que le han dejado espacio libre, se lanza y empieza a darle detalles de los que mi hija Elena, nos va informando, minuto a minuto, sobre su niño. Le dice que seguimos el desarrollo del crío “en tiempo real”, que sabemos los kilos y los gramos que pesa, lo que ha engordado en un día y el volumen en centímetros cúbicos de biberón que toma cada  3 horas.

Esto hace que mi amigo se distraiga un poco, se meta en la conversación y hasta ponga cara de que le interesa mucho lo de los kilos, los gramos y los centímetros cúbicos.

Cuando acabamos, mi amigo nos ofrece un poco de whisky. Nos da Cardhu, que no está mal y así alargamos una noche agradabilísima.

Cuando vamos hacia casa, mi mujer vuelve a repetir su piropo preferido: “¿Qué cómodos son! ¡Qué buenas personas!”

Y, al acostarme, pienso en las buenas personas, en Louis Armstrong, y en dos líneas de la canción: las que se refieren al “bendito cielo azul” y a la “sagrada noche oscura”.

Y me duermo pensando en la cantidad de cosas que podríamos hacer todos si dedicásemos nuestras  energías a “shaking hands” (algo así como ceiquing jands) o sea, a dar la mano a los demás  y olvidar todas  las  cosas malas que nos han hecho o que nos parece que nos han hecho. (Lo de las “hands” también lo dice la canción.)

Y, como no me gusta tener que elegir, y ahora tengo dudas entre Frank Sinatra y Louis Armstrong, decido fusionarlos y decir que todo eso de olvidar y perdonar lo voy a hacer, como dice Sinatra, My way,  o sea, en mi traducción libre, porque me da la gana.

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Mi mujer y yo nos invitamos a cenar a casa de mi vecino de San Quirico, porque, en la nuestra, los Reyes les han dejado un regalo: el primer ejemplar de mi libro, que sale a la calle el día siguiente.