Es noticia
El escaparate roto, o por qué Antonio Miguel Carmona no tiene razón
  1. España
  2. Dos Palabras
Federico Quevedo

Dos Palabras

Por

El escaparate roto, o por qué Antonio Miguel Carmona no tiene razón

 Verán, hace cosa de una semana en El Gato al Agua el profesor Antonio Miguel Carmona, destacado miembro de la ejecutiva socialista de Madrid, vino a

 Verán, hace cosa de una semana en El Gato al Agua el profesor Antonio Miguel Carmona, destacado miembro de la ejecutiva socialista de Madrid, vino a decir que los 8 mil millones de euros invertidos por el Gobierno en el Plan E inducirían una inversión estimada de 50.000 millones de euros. Los demás contertulios -Carmen Tomás, Isabel Durán, Alejo Vidal Quadras y yo- le miramos atónitos y negamos la mayor. Carmona echó mano entonces de su supuesta superioridad intelectual en materia económica y vino a advertirnos -a mí en particular- de que no nos atreviéramos a poner en duda el llamado ‘multiplicador keynesiano’, aquel según el cual una unidad monetaria invertida por el sector público induce nuevas acciones de inversión. No solo nos atrevimos, sino que Vidal Quadras y éste que suscribe dijimos que el ‘multiplicador keynesiano’ era una falacia, lo cual incomodó de sobremanera a nuestro contertulio que tuvo la osadía de decirnos que los economistas que estaban viendo en ese momento el programa se estarían riendo de nosotros, porque no había un solo economista serio en el mundo que pusiera en duda el multiplicador keynesiano que, para que ustedes entiendan la magnitud de la discusión, es en lo que se basa este Gobierno para acometer sus desaforados planes de gasto que van a hipotecar nuestro futuro y el de nuestros bisnietos. De hecho, tanto a micrófono abierto como en el intermedio del programa, en un tono diría que sobrado, Carmona insistió en desaconsejarnos que siguiéramos por ese camino e incluso nos leyó un sms del decano de su facultad -supuestamente próximo al PP- animándole porque así se daban las lecciones de economía.

Pues bien. Ahí va una lección de economía para alumnos aventajados y profesores sobrados a los que, seguramente, les vendría bien un reciclaje. Sostengo que el multiplicador keynesiano es una falacia que lleva conexas otras como la de la demanda diferida, falacias que llevadas a sus últimas consecuencias acabarían por convencernos de aquello que irónicamente Henry  Hazlitt llamó las “ventajas de la destrucción”. Luego volveré sobre esto. Lo cierto es que, lejos de ser la realidad como la pinta Antonio Miguel Carmona, la mayoría de los economistas no cree que el multiplicador del gasto keynesiano sea un instrumento que sirva para combatir una recesión y, en muchos casos, ponen en duda la efectividad del propio multiplicador cuya teoría se fundamenta en la afirmación de que fue la expansión fiscal de la Segunda Guerra Mundial la que proporcionó el estímulo que sacó a Estados Unidos de la Gran Depresión. Robert J. Barro, profesor de Economía de la Universidad de Harvard, recurre al multiplicador keynesiano para explicar las supuestas bondades del Plan de Estímulo de Obama en Estados Unidos, y señala que si el multiplicador fuera 1.0 los nuevos productos y servicios añadidos serían gratuitos para la sociedad gracias a los recursos ociosos que se ponen en funcionamiento, y si el multiplicador fuera superior a esa cifra -como sostiene el equipo de Obama- entonces el PIB real se elevaría por encima del incremento del gasto. Si este milagro fuera cierto, cabría preguntarse por qué el Gobierno español se limita a invertir 8 mil millones en lugar de invertir ochenta mil, u ochocientos mil. La respuesta, según Barro, está en la propia falacia del multiplicador cuya teoría se sustenta en que el gobierno es mejor que el mercado privado en gestionar los recursos ociosos para producir cosas útiles.

Barro no es el único crítico con el modelo keynesiano. En What are the effects of Fiscal Policy Shocks?, Andrew Mountford y Harald Uhling, dos eminentes económetras de la Universidad de Chicago demuestran que el gasto público financiado con bonos, ejerce un influjo despreciable sobre el PIB nominal. Ambos concluyen, además, que “los costes a largo plazo de una expansión fiscal mediante incremento del gasto público son probablemente mayores que los beneficios a corto plazo”. Más allá va James Pethokokis para quien los modelos no apoyan la premisa de generación de empleo y mejora de la economía mediante incremento del gasto público financiado con déficit. Y a una conclusión peor llegan dos ilustres economistas neokeynesianos, Olivier Blanchard y Roberto Perotti. En su artículo An Empirical Characterization of the Dinamics Effects of Changes in Government Spending and Taxes On Output, encuentran que los aumentos del gasto y de los impuestos tienen un fuerte impacto negativo sobre el consumo y sobre la inversión privadas. Que esto que escribo es así lo ratifica una carta publicada por el Cato Institute en el Washington Post y el New York Times y firmada por cientos de economistas, entre ellos tres premios Nóbel, dirigida a Obama en la que afirman: “A pesar de los informes sobre que todos los economistas son ahora Keynesianos y sobre que todos apoyamos un gran aumento de la carga del gobierno, nosotros los abajo firmantes no creemos que más gasto público sean una modo de mejorar los resultados económicos. Más gasto público con Hoover y Roosevelt no sacó a la economía de los Estados Unidos de la Gran Depresión en los años 1930. Más gasto público no solucionó la década perdida de Japón en los años 1990. Como tal, es un triunfo de la esperanza sobre la experiencia el creer que más gasto público ayudará a los Estados Unidos hoy. Para mejorar la economía, los políticos deberían concentrarse en reformas que quiten impedimentos al trabajo, al ahorro, a la inversión y a la producción. Tasas impositivas más bajas y una reducción de la carga de gobierno son los mejores modos de usar la política fiscal para fomentar el crecimiento”.

De hecho, no existe ni un solo caso documentado en la historia económica en el que el aumento del gasto público haya servido para sacar a un país de la recesión, ni creo que Carmona pueda argumentarlo más allá de la tan manoseada ‘salida’ de la Gran Depresión a base de expansión fiscal y que ha sido rebatida por la mayoría de los economistas serios que habitan en las aulas universitarias. Por el contrario, la literatura económica reciente y la evidencia empírica muestran que la reducción del gasto/déficit público tiene efectos expansivos sobre la economía, también en el corto plazo (Alesina y Ardagna, Tales of Fiscal Ajustments, NBER, 1998). Un enfoque que no es privativo de economistas liberales en el sentido clásico sino que es apoyado por todas las corrientes del moderno pensamiento económico desde neokeynesianos como Mankiw, hasta monetaristas como Cohcrane, pasando por teóricos de las expectativas racionales como Barro, etcétera. Quizá, si me apuran, uno de los pocos apoyos que le queda al multiplicador keynesiano entre los economistas actuales, -además de Carmona y el Gobierno de Rodríguez-, es Paul Krugman, un experto en comercio internacional que cuenta con pocas aportaciones importantes a la teoría macroeconómica. ¿Por qué, entonces, el Gobierno de Rodríguez persiste en el error? Pues porque se ha creído a pies juntillas un sofisma tan simple que da pena pensar que pueda haber personas supuestamente inteligentes que se lo tomen en serio, y que no es otro que la teoría del escaparate roto, y es aquí donde vuelvo a Hazlitt y las ventajas de la destrucción.

La teoría del escaparate roto dice que si un golfillo tirara una piedra contra el escaparate de una panadería, lejos de estar cometiendo una travesura estaría contribuyendo a incentivar la economía ya que el panadero se vería obligado a contratar a un cristalero que, a su vez, ingresaría una determinada cantidad en su cuenta que le serviría para consumir en nuevos productos y servicios. La conclusión es que deberíamos premiar a los golfillos que rompen cristales de las panaderías, ¿no? Pues no, en efecto, porque de lo que se olvidan los ‘keynesianos’ es de que para pagar al cristalero, el panadero ha tenido que detraer una determinada cantidad de dinero que probablemente tenía previsto invertir, por ejemplo, en la compra de un traje, lo que actúa en detrimento de la demanda de trajes, luego a los sastres no les haría ninguna gracia que las calles se llenaran de golfillos rompiendo escaparates. Llevada esta teoría al ejemplo del gasto público, lo que hace el Gobierno en una situación como la actual en la que la crisis actúa como el golfillo que ha roto el escaparate es dedicar gasto a obras que no responden al requisito de demanda pública o necesidad, sino al de generar empleo, por lo que la necesidad deja de ser una opción prioritaria. Y es verdad que ese gasto crea empleo, no vamos a negarlo, pero también lo es que cada euro gastado con ese fin lo pagan los contribuyentes, y en el futuro lo pagarán más porque la expansión fiscal que propone el Gobierno lleva aparejada una inevitable subida de impuestos, luego ese euro dejará de ser gastado por el contribuyente en otras prioridades, de tal manera que a cada empleo generado por el gasto público resulta otro empleo destruido en otro sector de la economía.

Dicho de otro modo, los déficits hay que financiarlos antes o después. El dinero tiene que salir de algún sitio. En economía no hay comidas gratis. Si el endeudamiento público se financia a través de la emisión de deuda, el gobierno compite con las familias y con las empresas por captar fondos. Esto eleva los tipos de interés para el consumo y para la inversión privada generando el famoso efecto crowding out o efecto expulsión del sector privado por el público. Si lo hace mediante subidas de impuestos quita dinero a las economías familiares y a las compañías que no los pueden utilizar para gastar y para invertir, lo que penaliza el crecimiento. Por otra parte, la emisión de bonos hace pensar a los individuos y a las empresas que se verán obligados a pagar impuestos futuros más altos para financiar el agujero fiscal por lo que ahorran ahora para poder soportar la mayor carga tributaria mañana (teorema de la Equivalencia Ricardina descrito por Barro). En suma, el ‘multiplicador del gasto’ keynesiano se convierte en un restador, en lugar de estimular la economía, la deprime todavía más. Como escribe Hazlitt, “es poco probable que los proyectos madurados por los burócratas proporcionen la misma suma de riqueza y el mismo bienestar por dólar -euro- gastado que los que proporcionarían los propios contribuyentes si, en lugar de verse constreñidos a entregar parte de sus ingresos al Estado, se les hubiera permitido invertirlos en lo que hubieran preferido”. ¡Ah! Y al decano de la facultad de Económicas de Carmona, con todos mis respetos, le aconsejaría un reciclaje de su profesorado.

 Verán, hace cosa de una semana en El Gato al Agua el profesor Antonio Miguel Carmona, destacado miembro de la ejecutiva socialista de Madrid, vino a decir que los 8 mil millones de euros invertidos por el Gobierno en el Plan E inducirían una inversión estimada de 50.000 millones de euros. Los demás contertulios -Carmen Tomás, Isabel Durán, Alejo Vidal Quadras y yo- le miramos atónitos y negamos la mayor. Carmona echó mano entonces de su supuesta superioridad intelectual en materia económica y vino a advertirnos -a mí en particular- de que no nos atreviéramos a poner en duda el llamado ‘multiplicador keynesiano’, aquel según el cual una unidad monetaria invertida por el sector público induce nuevas acciones de inversión. No solo nos atrevimos, sino que Vidal Quadras y éste que suscribe dijimos que el ‘multiplicador keynesiano’ era una falacia, lo cual incomodó de sobremanera a nuestro contertulio que tuvo la osadía de decirnos que los economistas que estaban viendo en ese momento el programa se estarían riendo de nosotros, porque no había un solo economista serio en el mundo que pusiera en duda el multiplicador keynesiano que, para que ustedes entiendan la magnitud de la discusión, es en lo que se basa este Gobierno para acometer sus desaforados planes de gasto que van a hipotecar nuestro futuro y el de nuestros bisnietos. De hecho, tanto a micrófono abierto como en el intermedio del programa, en un tono diría que sobrado, Carmona insistió en desaconsejarnos que siguiéramos por ese camino e incluso nos leyó un sms del decano de su facultad -supuestamente próximo al PP- animándole porque así se daban las lecciones de economía.

Antonio Miguel Carmona