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La patética defensa de la izquierda a un mal juez
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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La patética defensa de la izquierda a un mal juez

Si hay alguien en una sociedad ordenada por un Estado de Derecho que tiene la obligación personal y moral de cumplir la ley con una exigencia

Si hay alguien en una sociedad ordenada por un Estado de Derecho que tiene la obligación personal y moral de cumplir la ley con una exigencia mayor que la del resto de los ciudadanos, ese es un juez. En su condición de magistrado, el juez tiene un deber de ejemplaridad sin duda my superior a la de cualquier otra persona. Imaginen, por un momento, que van por una carretera y delante viaja un coche de la Guardia Civil de Tráfico sin ninguna señal aparente de urgencia -ni luces, ni sirena-, pero que al llegar a una señal de STOP el vehículo hace caso omiso de la misma y se la salta provocando un accidente. Cualquier persona normal entendería que a la hora de sancionar esa acción, el hecho de tener la condición de autoridad en cuestiones de tráfico constituyera un agravante. Pues en el caso que desde ayer se juzga en el Tribunal Supremo con el magistrado Baltasar Garzón ocurre exactamente lo mismo: se ha saltado la señal de STOP vulnerando los derechos constitucionales de los imputados en una causa y de sus abogados defensores.

El nuestro, guste o no, es un sistema legal garantista, como el de la mayoría de los sistemas legales de nuestro entorno. El procesado está protegido por una serie de derechos que solo bajo la excepción de los delitos de terrorismo o narcotráfico el juez instructor puede vulnerar. Esto es, básicamente –teniendo en cuenta que yo no soy un jurista y que lo intento aclarar con palabras bastante simples-, lo que se dilucida en esa sala en la que se sienta en el banquillo el juez estrella, un hombre que deja indiferente a pocos, controvertido y provocador. Es cierto -no vamos a negarlo- que Garzón tiene amigos y enemigos entre sus correligionarios, pero como le ocurre a cualquier otro juez de los que se sientan en los despachos de la Audiencia o del Supremo. Es cierto, también, que entre la sociedad y la clase política cuenta con partidarios y detractores, como ocurre con cualquiera que adopta un papel mediático de ‘estrella’, más si cabe si eso se añade el haber cumplido con una cierta responsabilidad política en las filas de un determinado partido político.

Quiso brillar con luz propia abriendo una causa imposible contra Pinochet, y como aquello le salió mal, lo intentó de nuevo contra otro dictador, esta vez ya muerto, Franco, cayendo de nuevo en el error de anteponer su interés personal al principio de legalidad

Más allá de mi convicción de que ningún juez que haya dejado temporalmente su dedicación para ocupar un cargo público debería volver a ejercer como tal, o que de hacerlo debería ser bajo la estrecha condición de una durísima regla de incompatibilidades, lo cierto es que una vez que se ha dado ese paso tan significativo ningún juez puede pretender que sus acciones no se miren desde el prisma de la sospecha. Con todo, estoy de acuerdo, y lo he escrito antes, con quienes acusan a unos y otros, a derecha e izquierda, de haber alimentado al monstruo.

Lo hizo el PSOE ofreciéndole ir en sus listas y poniéndolo al frente de la lucha contra la droga, aunque el hecho de no concederle su máxima aspiración -el Ministerio de Justicia- supusiera para Felipe González el calvario de los GAL -ya entonces habría que haberle apartado del caso, por razones obvias-. Y lo hizo el PP utilizándolo en la lucha contra ETA y distinguiéndole por su labor al servicio del Ministerio del Interior. Mal entonces, y mal después, cuando siguió haciendo lo mismo esta vez con un nuevo Gobierno socialista, que actuó en la dirección contraria, a la que se adaptó Garzón poniendo una vez más en entredicho la independencia del Poder Judicial.

Quiso brillar con luz propia abriendo una causa imposible contra Pinochet, y como aquello le salió mal, lo intentó de nuevo contra otro dictador, esta vez ya muerto, Franco, cayendo de nuevo en el error de anteponer su interés personal al principio de legalidad, lo que le ha conllevado una nueva causa que se verá la semana que viene. Sumarios anulados, instrucciones mal hechas… Baltasar Garzón no ha sido, no es un buen juez, y por eso resulta patético el modo en que desde la izquierda se le quiere convertir en una especie de víctima, en un represaliado de no se sabe muy bien qué, porque en una democracia y en un Estado de Derecho no existen las represalias, sino la Justicia.

Garzón no es ningún luchador de causas perdidas, no es un símbolo de nada más que de su propio oportunismo y de su inefable tendencia a aprovechar las circunstancias en beneficio propio. La izquierda puede salir a la calle, Gaspar Llamazares puede gritar hasta quedarse sin voz, pero nada va a hacer cambiar la realidad sobre un juez que ha hecho un daño irreparable a la Justicia, que ha vulnerado la Ley y que ha antepuesto su interés personal por encima del general al que está obligado como máximo representante del Poder Judicial.

Si hay alguien en una sociedad ordenada por un Estado de Derecho que tiene la obligación personal y moral de cumplir la ley con una exigencia mayor que la del resto de los ciudadanos, ese es un juez. En su condición de magistrado, el juez tiene un deber de ejemplaridad sin duda my superior a la de cualquier otra persona. Imaginen, por un momento, que van por una carretera y delante viaja un coche de la Guardia Civil de Tráfico sin ninguna señal aparente de urgencia -ni luces, ni sirena-, pero que al llegar a una señal de STOP el vehículo hace caso omiso de la misma y se la salta provocando un accidente. Cualquier persona normal entendería que a la hora de sancionar esa acción, el hecho de tener la condición de autoridad en cuestiones de tráfico constituyera un agravante. Pues en el caso que desde ayer se juzga en el Tribunal Supremo con el magistrado Baltasar Garzón ocurre exactamente lo mismo: se ha saltado la señal de STOP vulnerando los derechos constitucionales de los imputados en una causa y de sus abogados defensores.