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España, retrato en blanco y negro
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Federico Quevedo

Dos Palabras

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España, retrato en blanco y negro

Viendo, y viviendo, muchas de las cosas que estos días ocurren en nuestros país uno tiene la sensación o bien de haber dado muchos pasos atrás,

Viendo, y viviendo, muchas de las cosas que estos días ocurren en nuestros país uno tiene la sensación o bien de haber dado muchos pasos atrás, o bien de que España no acaba de salir nunca de esa espiral endiablada de autodestrucción que parece haberse convertido en nuestro sino. Reconozco que para quienes nos dedicamos a la información, al periodismo, el momento que vivimos no puede ser más apasionante, a la par que estremecedor. Nos lo estamos jugando todo en muy poco tiempo y en muy poco espacio. Es tan arriesgado el reto que asumimos que cabría compararlo con los dos grandes momentos históricos que vivió España en el siglo XX: la pre-guerra y la Transición. Y sin querer decir con esto que puedan repetirse, sí que es obligado señalar que estamos condenados a la difícil tesitura de si queremos cometer los errores del primero, o por el contrario elegimos los aciertos del segundo.

Decía Ortega que “pocas cosas hay tan significativas del Estado actual como oír a vascos y catalanes sostener que son ellos pueblos oprimidos por el resto de España. La situación privilegiada que gozan es tan evidente que, a primera vista, esa queja habrá de parecer grotesca. Pero a quien le interese no tanto juzgar a las gentes como entenderlas, le importa más notar que ese sentimiento es sincero, por muy injustificado que se repute”. Sorprendidos, ¿verdad? El problema del encaje de Cataluña y el País Vasco en la nación española no es de hoy, ni siquiera de hace tres décadas cuando se llevó a cabo la Transición. Viene de muy atrás y, si cuando Ortega escribía aquellas palabras en La España Invertebrada la clase política de entonces y la propia sociedad entendió este problema como un conflicto gravoso que acabó en cuarenta años de dictadura, en el 78 sin embargo los constituyentes asumieron ese principio orteguiano, lo que se tradujo en una configuración del Estado que claramente favorecía las ambiciones soberanistas de ambas regiones.

Adolfo Suárez, que ayer cumplía 80 años en medio de una grave enfermedad que poco a poco le está alejando de nosotros y de su obra, escribía que, sin embargo, “el proceso autonómico tampoco puede ser una vía para la destrucción del sentimiento de pertenencia de todos los españoles a una patria común”, y por eso los constituyentes, conscientes de que el nacionalismo intentaría avanzar cada vez más en el proceso de autodeterminación, confiaron la garantía de la unidad nacional en un “sistema fuerte y estable de partidos de lealtad y ámbito nacionales que compitan ideológicamente en este terreno”, añadía el presidente Suárez. Es decir, que cualquier proceso de cambio, de transformación de esa misma Constitución o de avance en el modelo de Estado debía pasar por algo que durante la Transición había actuado como el hormigón armado que sirvió para construir y levantar el edificio de la España constitucional: el consenso.

De la generosidad a la exigencia

Cualquier proceso de cambio, de transformación de la Constitución o de avance en el modelo de Estado debía pasar por algo que durante la Transición actuó como el hormigón armado que sirvió para construir y levantar el edificio de la España constitucional: el consensoUn consenso que, entonces, se alcanzó sobre la base de dos virtudes de las que hoy parece carecer nuestra clase política: generosidad y renuncia. Más bien al contrario, lo que hoy se pone sobre la mesa es pura exigencia, y sobre la base de la exigencia resulta imposible alcanzar el consenso, y sin consenso estamos condenados a la confrontación. Pero que nadie vea la exigencia del consenso como una traba… Con el consenso, todo, o casi todo, es posible. Solo requiere voluntad y, como decía antes, generosidad y renuncia por parte de quienes buscan el entendimiento. Fíjense en lo que decía entonces Adolfo Suárez: “En nuestra larga historia constitucional son muchas las constituciones, técnicamente perfectas, que apenas han tenido vigencia. En ésta no quisimos dar por resueltos los problemas que, en realidad, no lo estaban. Pero se señaló el camino para su encauzamiento y la meta final. A nadie se le impuso la autonomía, pero a todas las nacionalidades y regiones se les reconoció el derecho de acceder a ella y asumir las cotas más altas de autogobierno”.

Lo cierto es que el problema ha seguido ahí, y ayer mismo en un nuevo capítulo de la espiral secesionista el presidente de la Generalitat, Artur Mas, convocaba elecciones anticipadas para el próximo 25 de noviembre bajo la premisa de una nueva aspiración que si bien no llega a ser la de la independencia, si ocupa el lugar de la autodeterminación. Suárez fue consciente desde los primeros compases de la Transición de que nada de esto iba a ser fácil y que seguiría siendo necesario el consenso: “El diálogo es, sin duda, el instrumento válido para todo acuerdo, pero en él hay una regla de oro que no se puede conculcar: no se debe pedir ni se puede ofrecer lo que no se puede entregar porque, en esa entrega, se juega la propia existencia de los interlocutores”.

Y años más tarde, cuando ya había abandonado toda actividad política, Adolfo Suárez volvería a reclamar el consenso y el diálogo como única fuente de defensa de la idea de nación y de la democracia liberal, por encima de cualquier enfrentamiento verbal y de tensión entre nacionalismos, y afirmaba que “un consenso de los partidos nacionales sobre la integridad de la nación española y sobre la estructura autonómica del estado puede ser importante. Su cristalización parlamentaria y política parece necesaria”. Palabras que hoy, un día después de que en las calles grupos reducidos de exaltados hayan pretendido un proceso involucionista y en el Parlamento catalán se haya consagrado la apuesta por la ruptura que deberá convalidarse en las próximas elecciones autonómicas, resultan más sabias que nunca.

Una imagen deformada

Les decía al principio de esta columna que lo que estamos viviendo es apasionante y, al mismo tiempo, estremecedor, porque se está volviendo a cuestionar toda la estructura de nuestro edificio constitucional. Ayer, un diario norteamericano, el New York Times, presentaba en sus páginas una visión en blanco y negro muy deformada de la realidad de España, una España que, ciertamente, vive de manera muy intensa sus dramas sociales y políticos, pero que en estos años que van desde la Transición ha dado los suficientes pasos como para no volver a caer en los mismos errores del pasado… Esas imágenes, siendo de hoy, son también las imágenes de una España que dejamos atrás cuando apostamos por el progreso que iba aparejado a nuestra Constitución, y aunque es cierto que la crisis económica nos está haciendo revivir algunas de nuestras peores pesadillas, también lo es que hemos alcanzado la suficiente madurez como para poder caminar en armonía “a raíz de la cual todas las partes, aunque parezcan opuestas, concurren en bien general de la sociedad, igual que en la música algunas disonancias concurren en la armonía general” (Montesquieu).

Debemos ser capaces de avanzar por la vía del consenso para superar lo que hoy parecen de nuevo conflictos irresolubles porque, como decía Suárez: “O construimos un estado en que todos los ciudadanos y todos los pueblos de España se sientan incorporados a un quehacer común que todos aceptan, o estamos edificando un concepto de España que tienen sólo unos pocos españoles y entonces no estamos haciendo España. Nuestra historia nos demuestra demasiados ejemplos de cómo se puede convertir la idea de España en un mito que sirve solo a los intereses de una minoría y en la que los pueblos de España y, por tanto, la mayoría de los españoles, no puede vivir. En definitiva: o España es de todos, o no es España”.

P.D.: Para saber más del pensamiento político de Adolfo Suárez, mi libro Pasión por la libertad, editado por Áltera y prologado por su hijo, Adolfo Suárez Illana.

Viendo, y viviendo, muchas de las cosas que estos días ocurren en nuestros país uno tiene la sensación o bien de haber dado muchos pasos atrás, o bien de que España no acaba de salir nunca de esa espiral endiablada de autodestrucción que parece haberse convertido en nuestro sino. Reconozco que para quienes nos dedicamos a la información, al periodismo, el momento que vivimos no puede ser más apasionante, a la par que estremecedor. Nos lo estamos jugando todo en muy poco tiempo y en muy poco espacio. Es tan arriesgado el reto que asumimos que cabría compararlo con los dos grandes momentos históricos que vivió España en el siglo XX: la pre-guerra y la Transición. Y sin querer decir con esto que puedan repetirse, sí que es obligado señalar que estamos condenados a la difícil tesitura de si queremos cometer los errores del primero, o por el contrario elegimos los aciertos del segundo.

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