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Una crisis nacional que no se quiere atajar
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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Una crisis nacional que no se quiere atajar

Los españoles nos encontramos en uno de los peores momentos de nuestra historia contemporánea, a punto de despertar de lo que empieza a parecer el final

Los españoles nos encontramos en uno de los peores momentos de nuestra historia contemporánea, a punto de despertar de lo que empieza a parecer el final de un sueño, relativamente largo, de libertad y prosperidad, ahogado repentinamente en deudas impagables y en una inaudita bunkerización política. Nuestra escasa propensión a la autocrítica (“la culpa es siempre de los demás”) nos lleva a adoptar dos conductas aparentemente contrarias, pero cuyos efectos más negativos tienden peligrosamente a entrar en fase, a potenciarse en un ciclo muy destructivo.

Por una parte, atribuimos la responsabilidad a los elegidos, que han conducido de manera tan escasamente brillante nuestro destino a este despeñadero; por otra, no acabamos de ver cuáles son las razones precisas de este extravío, y no nos atrevemos a identificar las oportunas correcciones, lo que nos lleva a un derrotismo sin matices o a intentar una huida hacia adelante, cuya más patética plasmación probablemente sea la salida independentista, una habilísima manera de apagar el fuego con gasolina, de pedir más madera, mientras se desguaza implacablemente el tren que nos lleva.

Al concluir que el sistema ha fracasado, esperamos absurdamente un plácido naufragio que nos arroje a costas de esperanza. Más o menos, eso es lo que algunos piensan del rescate, que vendrá Merkel a salvarnos de nosotros mismos. El largo período del franquismo nos acostumbró a obedecer, a esperar a ver qué pasaba. Fue contra esa extraña pasividad contra la que previno, bastante inútilmente, don Julián Marías recomendando que no preguntásemos qué iba a pasar sino qué habríamos de hacer. Pese a que hayamos mejorado algo, en ocasiones damos la impresión de ser curiosamente incapaces de escoger nada intermedio entre el quietismo y la guerra civil.

Gran parte del público está ya completamente convencido de que, además de errores varios que se pueden evitar, hay un auténtico contubernio de los grandes partidos para que no se toque nada de lo que a ellos afecta y se siga recortando todo lo demás

Nuestra cultura barroca, ese largo momento de nuestra historia que nos separó claramente del main stream de la cultura europea, nos ha  convertido en una nación capaz de soportar con aparente calma unas representaciones políticas sin apenas argumento, de autor anónimo y nulo interés, un escenario en que sobran los clones, los que repiten su monserga, y en el que escasean los personajes capaces de decir aunque sea una sola frase a título propio. Y encima, sobrados como estamos de líderes, hizo mutis doña Esperanza.

No es extraño que sobreabunde el lenguaje fatalista, la solución única, una verborrea medio tecnocrática medio piadosa, a la que se entregó tanto el anterior Gobierno, depuesto por las urnas, como, de manera harto inexplicable, el que salió de las elecciones de hace menos de un año. El magma político resulta tan espeso que hasta el Rey se ha sentido en la necesidad de decir un par de cosas ligeramente oblicuas y genéricas, apenas nada. Una muestra más de que seguimos, como en la España de Quevedo, temiendo que se haya de sentir lo que se dice, en lugar de decir lo que se siente.

La diferencia con otras ocasiones es que gran parte del público está ya completamente convencido de que, además de errores varios que se pueden evitar y que privadamente se están corrigiendo, hay un auténtico contubernio, una liga vituperable como lo define el DRAE, de los grandes partidos del sistema para que no se toque nada de lo que a ellos afecta y se siga recortando todo lo demás, al margen de cualquier consideración de racionalidad, de justicia o de libertad política. Se llega a hablar incluso de lo intocable, empleando un lenguaje de castas que resulta obsceno. La nación se desangra, todo se hunde, la gente ha de marcharse fuera como en los años del hambre, pero ni se habla de repensar el fastuoso momio de los beneficiados.

Algún gran partido pagará muy caro este descarado enfrentamiento con las esperanzas de sus electores, con las razonables expectativas de un cambio político que se ha esfumado al minuto siguiente del discurso de investidura, pero los órganos de los partidos siguen celebrando sus peculiares ceremonias como si la normalidad fuese inalterable, como si el velo más opaco les ocultase al escrutinio público, cuando ya todos nos hemos dado cuenta de que están desnudos, de que carecen por completo de patriotismo, de ejemplaridad, de imaginación y, por supuesto, de valentía moral y espíritu cívico.

Mientras tanto, los españoles aguantan como pueden y padecen el increíble desparpajo con que pretenden aprovecharse de la desgracia común algunos de sus más señeros responsables, esos figurones sindicales que ignoran la crisis parapetados en indecentes canonjías, incapaces siquiera de idear un pareado que no sea sonrojante. Para nuestra desgracia, el horizonte se achica y, ante la ausencia de liderazgo, solo nos queda la resignación, la vergüenza y la pérdida de soberanía. Estamos de nuevo en Cánovas, en que son españoles los que no pueden ser otra cosa: los independentistas exigen financiación para salvarse a nuestra costa, y hasta es posible que haya quien se lo facilite.

Los españoles nos encontramos en uno de los peores momentos de nuestra historia contemporánea, a punto de despertar de lo que empieza a parecer el final de un sueño, relativamente largo, de libertad y prosperidad, ahogado repentinamente en deudas impagables y en una inaudita bunkerización política. Nuestra escasa propensión a la autocrítica (“la culpa es siempre de los demás”) nos lleva a adoptar dos conductas aparentemente contrarias, pero cuyos efectos más negativos tienden peligrosamente a entrar en fase, a potenciarse en un ciclo muy destructivo.