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Sobre que nuestra historia siempre acaba mal
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

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Sobre que nuestra historia siempre acaba mal

En momentos difíciles, como los que vivimos, viene a la memoria Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / Sin duda la más

En momentos difíciles, como los que vivimos, viene a la memoria Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / Sin duda la más triste es la de España / Porque termina mal”. No hay duda de que el país se encuentra en un momento de postración, con el horizonte muy nublado, casi sin pulso, conforme al diagnóstico que hiciera  Francisco Silvela en un discurso de 1898 en el que, a propósito de la guerra de Cuba, censuraba a los que estaban dispuestos “a sacrificar la última peseta y derramar la postrer gota de sangre... de los demás”.

Predomina la sensación de que el peso de la crisis se carga sobre los ciudadanos mientras los políticos siguen a lo suyo, tal vez porque entre nosotros había un cemento de prosperidad que, al quebrarse, ha puesto en dolorosa evidencia nuestras querellas. Duele, pues, la falta de diligencia y de ejemplaridad de los dirigentes, pero abunda también la falta de autocrítica, la externalización de la causa de todos los males y, así, se considera evidente, por poner un ejemplo clamoroso, que la culpa de que las cosas vayan mal en Cataluña la tenemos el resto de los españoles, cantinela que sirve estupendamente para que sigan acarreando votos los responsables de tamaño descalabro.

Produce auténtico pasmo ver cómo los políticos dicen que resulta indispensable lo que hace un año se consideraba catastrófico, o aseguran que ahora lleva al apocalipsis lo que antes ofrecían como ejemplo de responsabilidad, patriotismo y combate de la crisis. Nos tienen tan escaso respeto que ni siquiera temen que nos acordemos de lo que decían, y están seguros de que olvidaremos lo que ahora dicen cuando llegue el momento de afirmar con impavidez lo contrario. Nuestra democracia debería sufrir, al menos, un ataque de vergüenza intelectual para no hablar de la indignación, que es un poco más fácil.

Los políticos nos tienen tan escaso respeto que ni siquiera temen que nos acordemos de lo que decían, y están seguros de que olvidaremos lo que ahora dicen cuando llegue el momento de afirmar con impavidez lo contrario

Tomarnos en serio la democracia exige necesariamente que dejemos de culpar a los demás, que desoigamos con desprecio a quienes todo lo cifran en encontrar responsables en otra parte. El absurdo juego del “y tú más” nos puede conducir, como en la conejil discusión sobre galgos y podencos, al absoluto desastre. Es obvio que no todo el mundo es responsable en la misma medida, pero esa pelotera bien podríamos dejarla para cuando recuperemos el resuello. Lo que ahora se impone es sacar adelante un país que va a la deriva; y hay que preguntarse si hay alguien capaz de recuperar el rumbo o en el puente de mando se dedican únicamente a orquestar maniobras de distracción, como el hermoso acto de hermanamiento que han representado los prebostes autonómicos bajo la supuesta batuta del que todavía parece retener los escasos caudales, sin que se pueda entender para qué ha valido todo eso.

Se está poniendo a dura prueba el sistema de 1978 y nada indica que todo vaya a salir a pedir de boca. Convendría, sin embargo, que echemos cuentas sobre lo mucho que podemos perder si no acertamos a cerrar esta crisis de manera definitivamente sensata. Para empezar, es hora ya de que empiecen a decir lo que piensan quienes juegan a calcular que permaneciendo callados acabaremos reconociendo que ellos tenían razón. Son demasiado peligrosos los abismos a los que nos abocamos como para que los mutis y los silencios diplomáticos puedan tener justificación indefinida. Es muy doloroso que tras casi un año de nuevo gobierno no se puedan ofrecer muestras indiscutibles de mejora; es posible que todavía haya que dar prórroga, a ver si alguna de esas caprichosas curvas que anuncian un futuro más plácido apunta en la buena dirección, pero no se tiene un margen tan amplio como puedan pensar los más ilusos. Ante crisis de semejante envergadura, las legislaturas son calendas graecas, plazos más nominales que reales.

No es forzoso que las cosas salgan siempre mal, pero suelen hacerlo si no se evita. Gil de Biedma, en particular, no estuvo demasiado fino porque destiló su pesimismo en 1966, muy poco antes de que empezase una época que ya desearíamos que pudiera repetirse ahora. Es verdad que el poeta también advirtió: “Quiero creer que nuestro mal gobierno / Es un vulgar negocio de los hombres / Y no una metafísica, que España / Debe y puede salir de la pobreza, / Que es tiempo, aún para cambiar su historia / Antes que se la llevan los demonios”.

Se salió de esa pobreza y no nos llevaron los demonios que se temían, pero, cuatro décadas después, estamos en una tesitura ante la que nadie podrá eludir la responsabilidad que le quepa. No se puede seguir mandando a Cuba, una guerra que se acabó perdiendo, a los que no pueden eludir los impuestazos, a los más débiles y perjudicados. Alguien tiene que empezar a decir que hay que acabar con un Estado que está arruinando a la Nación, y que no se puede seguir abusando de los pecheros, que es ya la hora de acometer en serio las reformas capaces de evitar que esto acabe peor de lo que imaginaron Silvela y Gil de Biedma.

*José Luis González Quirós es analista político

En momentos difíciles, como los que vivimos, viene a la memoria Gil de Biedma: “De todas las historias de la Historia / Sin duda la más triste es la de España / Porque termina mal”. No hay duda de que el país se encuentra en un momento de postración, con el horizonte muy nublado, casi sin pulso, conforme al diagnóstico que hiciera  Francisco Silvela en un discurso de 1898 en el que, a propósito de la guerra de Cuba, censuraba a los que estaban dispuestos “a sacrificar la última peseta y derramar la postrer gota de sangre... de los demás”.