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Secesionismo y partitocracia
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José Luis González Quirós

Dramatis Personae

Por

Secesionismo y partitocracia

No es sensato desestimar la historia catalana, la realidad de Cataluña, de manera que lo razonable es que esa diversidad encuentre una articulación generosa en la

No es sensato desestimar la historia catalana, la realidad de Cataluña, de manera que lo razonable es que esa diversidad encuentre una articulación generosa en la democracia española. Eso se hizo desde 1977, cuando se encontró una articulación que, no sin reticencias, dio lugar al Estatuto de Sau. Nuestra democracia ha intentado ser comprensiva para facilitar la integración de las fuerzas políticas catalanistas en el esquema del poder político español. Nadie puede negar que esa solución ha sido generosa y abierta, pero tampoco se puede ignorar que, a fecha de hoy, ha conducido a un fracaso indisimulable.

La cuestión más difícil con la que nos enfrentamos, mucho más complicada que la crisis económica, es, precisamente, la de cómo se reconduce un proyecto que ahora ha encallado tras dos gravísimos errores: la chapuza disparatada de Zapatero al intentar un mapa político que marginase para siempre a la derecha; y, segundo, la cobarde huida hacia delante en la que se ha embarcado Mas que, tras haber probado la hiel del fracaso más absoluto, ha decidido envolverse en la bandera del independentismo, conforme al conocido dictamen del Dr. Johnson acerca de los hábitos simulatorios de los grandes bribones. Al actuar con tamaña irresponsabilidad, Mas ha convertido un conflicto pacientemente llevadero (conllevar fue el consejo de don José Ortega en las cortes republicanas) en un nudo gordiano, en algo que podría requerir el auxilio traumático de las espadas, aunque no necesariamente militares, por supuesto.

El desafío que se nos plantea es de tal gravedad que no queda otro remedio que volver al principio, que rehacer desde abajo, el edificio de la democracia y la Constitución, porque el existente ya ha sido tan notoriamente violentado que cualquier cosa es concebibleMuchos españoles se asombran de que pueda ocurrir tal cosa, pero es porque ignoran hasta qué punto nuestro actual sistema de partidos ha conducido a una desvinculación suicida entre políticos y sociedad. Nadie le pedía a Zapatero que se excediese en la oferta de autonomía a demandantes potencialmente insaciables, salvo un erróneo instinto de supervivencia del PSOE. Y, aunque invocar el argumento de que ahora deberían ser otras las prioridades sea una liviandad imperdonable en un estadista, una apuesta por el disimulo que, además de ridícula, puede ser deletérea, ningún catalán fuera de la órbita intoxicada de los que viven del victimismo nacionalista reclamaba hace solo unas semanas esa confusa amalgama de sentimientos, acciones y deseos secesionistas, lo que ahora pretenden presentar como una avalancha imparable, aunque el mal haya crecido: una sociedad tan anestesiada como la catalana obedece admirablemente a las voces de mando, vengan de donde vengan, por cierto.

El desafío que se nos plantea es de tal gravedad que no queda otro remedio que volver al principio, que rehacer desde abajo el edificio de la democracia y la Constitución, porque el existente ya ha sido tan notoriamente violentado que cualquier cosa es concebible, hasta que la flota surta en Cartagena vuelva a salir para bombardear Alicante, como en el patético episodio que retrató magistralmente Galdós.

No se trata, pues, de la cuestión catalana. A lo que asistimos es a la agonía de un modelo político que ha fracasado porque no ha sabido contener un efecto que nadie, o casi nadie, preveía: el divorcio radical entre las fuerzas políticas y las necesidades, ideas y deseos de la sociedad española, el secuestro de la democracia, del poder legítimo en manos del pueblo, por especialistas en la supervivencia, por políticos de escasos escrúpulos, por gentes dispuestas a lo que sea, tanto a gobernar con criterios contrarios a los que les han dado legitimidad como a atentar contra los principios de la soberanía nacional en la que, en último término, se ha fundado su legitimidad y su acceso al poder formalmente constituido.

No es sensato desestimar la historia catalana, la realidad de Cataluña, de manera que lo razonable es que esa diversidad encuentre una articulación generosa en la democracia española. Eso se hizo desde 1977, cuando se encontró una articulación que, no sin reticencias, dio lugar al Estatuto de Sau. Nuestra democracia ha intentado ser comprensiva para facilitar la integración de las fuerzas políticas catalanistas en el esquema del poder político español. Nadie puede negar que esa solución ha sido generosa y abierta, pero tampoco se puede ignorar que, a fecha de hoy, ha conducido a un fracaso indisimulable.