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Cristina Falkenberg

El Valor del Derecho

Por
Cristina Falkenberg

Súbditos (I)

Como ha recordado la Federación de Asociaciones de Periodistas de España mediante escrito dirigido a la Casa de S.M. el Rey, D. Juan Carlos, así

Como ha recordado la Federación de Asociaciones de Periodistas de España mediante escrito dirigido a la Casa de S.M. el Rey, D. Juan Carlos, así como el resto los miembros de la Familia Real ejercen sus funciones en el seno de una democracia en la que cada cual debe —debe— jugar su papel, sería interesante observar qué pasaría si en vez de que la Casa Real diese “cerrojazo” a la prensa, ésta fuese quien boicotease la información relativa a las actividades del Rey y su familia, no haciéndose eco de ellas en absoluto. Lo más probable es que la Monarquía como institución entrase en un proceso de degradación acelerada y sólo con dificultad, reversible. Y es que en efecto, si el Jefe del Estado simboliza la unidad y permanencia de la Nación española, asumiendo la más alta representación del Estado, es difícil imaginar que esta función pueda llevarse a cabo en absoluto sin la cooperación de los medios de comunicación, en esencia bastante libres de elegir la importancia que quieran dar a cada noticia.

El Estado es una gran maquinaria donde cada parte tiene su razón de ser. Sólo un aprendiz tendría la imprudencia de jugar irresponsablemente a alterar las piezas de semejante aparato. Sin embargo, quienes deberían ser profesionales de lo público es cada vez más frecuente que parezcan auténticos amateurs. Encarnan los órganos del Estado a través de los que éste ejerce su poder absolutamente omnímodo frente al ciudadano, ignorantes de su verdadero papel en la gran maquinaria a la que sirven.

Lo denuncia D. Santiago Muñoz Machado en un impresionante artículo aparecido en El Cronista (Editorial Iustel) en que bajo la rúbrica “ocho tesis ejemplares” señala, ley y experiencia jurídica en mano, lo que es un auténtico retorno a lo preconstitucional, “no anterior a la Constitución de 1978, sino anterior al inicio del constitucionalismo, al final del Siglo XVIII”. Aunque es cierto que se ha avanzado en la reducción de los ámbitos en que la Administración puede ejercer sus potestades discrecionales y en las técnicas de control judicial de las mismas, “aún quedan retos por atacar e inmunidades que liquidar”. “Sigue siendo preocupante”, dice este autor, “la absoluta libertad que se reconoce a la Administración al aplicar sus potestades sancionadoras, que activa o no, ante situaciones igualmente infractoras, según elecciones del órgano actuante basadas en criterios insondables”.

Si bien es cierto que como escribe García de Enterría “la admisión de un recurso dirigido directamente contra la inactividad material de la Administración es una de las mejores novedades de la Ley 29/98 Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa” (artículo 25.2 y artículo 9.4 de la Ley Orgánica 6/85 del Poder Judicial) en la práctica faltan “remedios útiles frente a algunas formas de inactividad de la Administración”, dice Muñoz Machado. Así “existe cierta resistencia todavía a declarar caducados los procedimientos cuando su paralización es imputable al órgano administrativo. […] ¿Cómo es posible” —se pregunta el citado autor— “que el tiempo en la actuación administrativa se siga considerando un elemento absolutamente discrecional?” Es el caso de la doctrina que sienta la reciente e importantísima Sentencia del Tribunal Supremo (Sala Tercera) de 22 de septiembre de 2008 al afirmar que pendiente la resolución de un recurso (de alzada) interpuesto contra una resolución sancionadora, aunque haya pasado el plazo legal para que la Administración resuelva (sin que ésta se haya pronunciado), la resolución no adquiere firmeza “y sin ello no podrá iniciarse el cómputo del plazo de prescripción de la sanción”. El propio Tribunal no ignora las consecuencias indeseables de su doctrina “como sería la pervivencia indefinida de una resolución sancionadora que estuviese pendiente de recurso”. Y todo esto es así porque la Ley simple y llanamente está mal hecha en este punto, algo inaceptable habida cuenta de lo que nos cuestan las Cortes Generales.

Soluciones sencillas y lógicas hay muchas. Una de ellas sería ampliar el plazo durante el cual la Administración pudiese aún resolver, aunque incurriendo en posible responsabilidad por el retraso y no impidiendo al administrado el recurso a los Tribunales. Terminado este segundo plazo (fijado en el doble del primero, por ejemplo) la resolución administrativa adquiriría firmeza pero retrotrayéndose sus efectos al final del primer plazo, que es cuando la Administración debió haber resuelto, empezando a contar desde entonces los plazos de prescripción. De esta manera se reforzarían los contenidos del artículo 47 de la Ley 30/92 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común según el cual “Los términos y plazos establecidos … obligan a … las Administraciones Públicas competentes… así como a los interesados… ”. Y es que hoy por hoy para quien los términos y plazos son siempre perentorios es sólo para los administrados, asimetría simplemente inaceptable como ha puesto de manifiesto Santamaría Pastor.

Otro caso paradigmático es el de las inspecciones tributarias. Son los “supuestos en los que se margina la legalidad para atenerse al contenido económico sustancial de cada hecho imponible cuya búsqueda, desde luego, es legítima”, dice Muñoz Machado. “Lo ilegítimo es inventarlo, sin soporte en ninguno de los instrumentos de que se vale el Estado Derecho para dar seguridad y claridad a las operaciones económicas y, además, obligar al contribuyente a que acepte las interpretaciones de la Inspección”, a veces basadas en poco más que la insuficiente remisión general al artículo 13 de la Ley 58/03 General Tributaria según la cual “Las obligaciones tributarias se exigirán con arreglo a la naturaleza jurídica del hecho, acto o negocio realizado, cualquiera que sea la forma o denominación que los interesados le hubieran dado … ” “Ocurre muchas veces”, continúa diciendo D. Santiago, “muchas en verdad, que estas denuncias fracasan y que el contribuyente, después de años, ve reconocida la honestidad de su declaración mientras que la Hacienda Pública se ve metida en gastos nuevos sin recaudar al final nada más que lo que el contribuyente pagó en su día. Pero tampoco los funcionarios responsables de estos estropicios tienen que temerse expediente alguno en el que se valore y, en su caso, exija su propia responsabilidad.”

Quedan, en efecto, “inmunidades inconcebibles [en un Estado de Derecho] y, a cada paso, se abren nuevos frentes de batalla: por ejemplo” dice nuestro autor, “el enorme poder discrecional, creciente, imparable e imponente de las agencias, comisiones o autoridades reguladoras de la economía”, poderes emergentes carentes de cualquier legitimación democrática y que “adoptan decisiones poco predecibles”. Esto es contrario a la regla del artículo 3.1 de la ya citada Ley 30/92 que recoge como principio general (de origen comunitario por cierto) informador del funcionamiento de las Administraciones públicas que deberán “respetar en su actuación los principios de buena fe y de confianza legítima”. No se trata de un adorno sino de una norma de obligado cumplimiento y que tiene serias razones de ser pues “las inversiones, los planes de negocio, la rentabilidad de las empresas, quedan al pairo ante posibles intromisiones discrecionales de unos reguladores nuevos que acumulan poderes normativos y ejecutivos realmente inmensos” dice D. Santiago. Creo que más claros no se puede ser.

La semana que viene volveremos a tiempos de Mendizábal y de la “destrucción por instrucción” en el ámbito penal.

Como ha recordado la Federación de Asociaciones de Periodistas de España mediante escrito dirigido a la Casa de S.M. el Rey, D. Juan Carlos, así como el resto los miembros de la Familia Real ejercen sus funciones en el seno de una democracia en la que cada cual debe —debe— jugar su papel, sería interesante observar qué pasaría si en vez de que la Casa Real diese “cerrojazo” a la prensa, ésta fuese quien boicotease la información relativa a las actividades del Rey y su familia, no haciéndose eco de ellas en absoluto. Lo más probable es que la Monarquía como institución entrase en un proceso de degradación acelerada y sólo con dificultad, reversible. Y es que en efecto, si el Jefe del Estado simboliza la unidad y permanencia de la Nación española, asumiendo la más alta representación del Estado, es difícil imaginar que esta función pueda llevarse a cabo en absoluto sin la cooperación de los medios de comunicación, en esencia bastante libres de elegir la importancia que quieran dar a cada noticia.