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Sin esperanza, con convencimiento
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Manuel Cruz

Filósofo de Guardia

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Sin esperanza, con convencimiento

No alcanzo a ver la razón por la que la exigencia de crítica a lo viejo, con la que se les suele llenar la boca a los supuestos renovadores, no pueden aplicársela a ellos los que ya estaban

Foto: (Javier Aguilart)
(Javier Aguilart)

Me permitirán el atrevimiento de que utilice como título para el presente artículo el del conocido libro de poemas de Ángel González pero, francamente, no encontraba mejores palabras que las del propio poeta para describir mi estado de ánimo en la hora presente. Vaya por delante que no tengo la menor intención de amargarle la fiesta a nadie. La alegría de muchos está más que justificada, amén de ser perfectamente legítima, pero de ninguno de ambos rasgos se desprende que deba ser compartida por todos, y menos aún si para ello hay que abdicar de la crítica, valor supuestamente exaltado por los que andan tan contentos.

En las pasadas elecciones, en el habitual minuto final que en los debates entre los representantes de las principales fuerzas políticas se suele conceder a los diferentes candidatos para que puedan dirigirse a la ciudadanía pidiendo su voto, uno de ellos insistió en la necesidad de no olvidar. Tan pertinente me pareció su indicación, que he decidido llevarla a la práctica, y no solo en relación con las cosas que él instaba a no dejar de tener presentes. Es bueno hacer memoria, en efecto, sin limitarse a lo más próximo en el tiempo. Conviene hacerla también de otros momentos de nuestro pasado, hoy con enorme frecuencia vilipendiados. De la evocación cabe extraer algunas apresuradas lecciones.

Así, por mencionar algunos detalles que tal vez haya quien considere menores, por una décima parte (y tiro por lo bajo) de los gazapos culturales de algunos en estos tiempos, durante la transición los comentaristas políticos más críticos despedazaban a Suárez; los renuncios programáticos, por los que en la actualidad parece de mal gusto pedir explicaciones, no salían gratis (todavía los hay que se los andan recordando, a título póstumo, a Santiago Carrillo, por no hablar de las penalidades de Felipe González por la renuncia al marxismo o por su cambio de posición sobre la OTAN) y la insustancialidad política, que también existía, era reiteradamente denunciada y denostada, en vez de olvidada a gran velocidad como sucede en nuestros días.

Pero estos son otros tiempos, no se me escapa. Aunque el hecho de que sean diferentes no garantiza por sí solo que sean mejores (ni peores, por descontado): eso se ha de demostrar en la práctica. Y de la misma forma que al que llega le asiste todo el derecho del mundo a reivindicar su lugar bajo el sol, al que ya estaba (incluso si va de salida: a fin de cuentas, eso significa etimológicamente provecta) le asiste el de reclamar que el primero dé cuenta del valor de la novedad que declara traer. No alcanzo a ver la razón por la que la reiterada exigencia de crítica a lo viejo, con la que se les suele llenar la boca a los supuestos renovadores, no pueden aplicársela a ellos los que ya estaban, sin resultar sospechosos de nada por hacerlo.

Es más, ¿acaso deberían comportarse estos últimos de otra manera? Permítanme un ejemplo extremo: ¿Qué debía haber hecho el anciano de la famosa escena en el merendero de alta montaña de la película Cabaret? ¿Levantarse y celebrar con la alegre muchachada la llegada de los nuevos tiempos? ¿Poner en sordina su opinión porque los jóvenes siempre anuncian el futuro, y los que cantaban a coro "Tomorrow belongs to me" no podían ser menos? En definitiva, ¿renunciar a decir o a hacer lo que pensaba? Al contrario, todos hoy juzgamos que el valor de aquel anciano consistía precisamente en cumplir la obligación moral de no dejar de señalar, aunque fuera con su tozudo gesto de resistencia, el de permanecer sentado, lo que estaba advirtiendo, y precisamente por ello nos parecía digno de admiración. Pues apliquemos, a la escala que corresponda, el mismo principio a cualquier situación que venga a revisar el estado de cosas existente.

A lo que viene obligado un demócrata es a aceptar la voluntad de la mayoría, no a dar por bueno cuanto decida. Si no, abdicaríamos del pensamiento libre

En todo caso, considero mucho más digna de elogio tal postura que otras, que hoy parecen haber adquirido carta de naturaleza. Qué diferencia con esa actitud, tan a la orden del día, en la que, cuando la propiedad de un grupo periodístico decide modificar su línea editorial en algún sentido (sin dar explicaciones por ello), a continuación no faltan analistas de plantilla que pasan a proclamar ideas de todo punto diferentes a las que venían sosteniendo hasta el día anterior. Y qué decir de quienes van modulando el tono de sus críticas, rebajando o aumentando su volumen, conforme el personaje en cuestión y/o la fuerza que representa ven aumentar sus expectativas de acercarse al poder o, por el contrario, se alejan de él (los altibajos en el trato que ha ido recibiendo en el espacio público catalán Ciudadanos y sus líderes según los resultados que obtenía en las diferentes contiendas electorales han sido, a este respecto, absolutamente reveladores). Por no hablar de la dócil disposición de quienes aceptan cuanto ocurre, sea esto lo que sea, porque, en la medida en que les da la sensación de que está alcanzando un respaldo masivo, temen ser juzgados como poco democráticos por poner en cuestión lo que es aceptado por muchos.

Tal vez esta última actitud merezca un breve comentario. A lo que viene obligado un demócrata es a aceptar la voluntad de la mayoría, no a dar por bueno cuanto esta decida. Si identificáramos ambas cosas, estaríamos abdicando del pensamiento libre y renunciando a la posibilidad misma de la crítica. Y de la misma forma que quien guarda secreto de lo conocido está atacando al conocimiento mismo (¿consideraríamos admisible que un científico se negara a hacer público el contenido del descubrimiento que ha llevado a cabo?), así también decir lo que pensamos no es una opción, sino un imperativo al que nos debemos. No podemos, por miedo a equivocarnos, a quedarnos solos o a ser criticados dejar de decir lo que sabemos, lo que opinamos... o lo que recordamos.

No hay por tanto en lo expuesto hasta aquí sombra alguna de añoranza de unos presuntos buenos tiempos perdidos. La cuestión es, decididamente, otra. No se puede invocar el pasado en vano y, menos aún, pretender prescribir a los demás lo que tienen que recordar. A la memoria nos es dado apelar o no (no es forzoso que se deba convertir en un superego normativo). Pero, eso sí, una vez activada, solo puede ser vinculante. En caso contrario, nos encontraríamos, sencillamente, ante una de las múltiples variantes de la impostura.

Me permitirán el atrevimiento de que utilice como título para el presente artículo el del conocido libro de poemas de Ángel González pero, francamente, no encontraba mejores palabras que las del propio poeta para describir mi estado de ánimo en la hora presente. Vaya por delante que no tengo la menor intención de amargarle la fiesta a nadie. La alegría de muchos está más que justificada, amén de ser perfectamente legítima, pero de ninguno de ambos rasgos se desprende que deba ser compartida por todos, y menos aún si para ello hay que abdicar de la crítica, valor supuestamente exaltado por los que andan tan contentos.

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