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Mitos y falsedades de la Transición
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Gonzalo López Alba

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Mitos y falsedades de la Transición

La reproducción de la dialéctica política entre las tres corrientes del debate de la Transición es uno de los aspectos de la actual coyuntura en España

Foto: Pujol, Calvo-Sotelo y Suárez, durante la Transición. (Efe)
Pujol, Calvo-Sotelo y Suárez, durante la Transición. (Efe)

La reproducción de la dialéctica política entre las tres grandes corrientes que polarizaron el debate de la Transición –inmovilismo, ruptura y reforma– es uno de los aspectos más relevantes de la actual coyuntura en España, lo que está dando pie, ya sea por desconocimiento o por intereses partidistas, a una doble tergiversación de aquel periodo histórico. Mientras que unos lo mitifican, otros lo falsifican.

La Transición no fue ni más ni menos que el puente de paso de una dictadura a una democracia, un periodo que, en términos estrictos, duró tan sólo tres años, los que median entre la muerte de Franco, en noviembre de 1975, y la aprobación de la Constitución, en diciembre de 1978. Si se quiere apurar un poco más, podría alargarse unos meses, hasta marzo de 1979, cuando se celebraron las primeras elecciones generales de carácter ordinario. Hay también quien, en términos políticos, la extiende hasta 1982, cuando la izquierda volvió a gobernar. Pero algunos parecen empeñados en convencernos de que el tránsito que empezó con la muerte del dictador ha seguido abierto hasta nuestros días –una transición de ¡nada menos! que 39 años, curiosamente los mismos que transcurrieron desde el alzamiento militar contra la II República hasta el fallecimiento del general que lo acaudilló–.

La afectividad política y la realidad

Los guionistas de Podemos se han demostrado consumados expertos en la política de laboratorio y la comunicación de Twitter: dar cauce al malestar ciudadano ocupando el espacio dejado por los partidos tradicionales y traducirlo en frases de impacto pensadas como titulares de periódico, tales como “abrir el candado del régimen del 78”. Se trata de un mensaje que va directamente al corazón de la afectividad política de los 28 millones de españoles que tienen menos de 54 años y no pudieron votar la Constitución, pero que, como ocurre en los juegos de prestidigitación, oculta el truco desviando la atención hacia el efectismo.

¿Quién no quiere abrir un candado? Pero es una falsificación hablar de la Constitución de 1978 como de “un régimen” porque, aunque según el diccionario de la RAE es un término válido para designar cualquier sistema político por el que se rija una nación, en el imaginario colectivo está asociado a los totalitarismos. Régimen fue el de la dictadura del general Franco. Desde 1978, España tiene un sistema de gobierno democrático plenamente homologable a cualquier otro de Occidente, afirmación que no puede ser utilizada para negar la imperiosa necesidad de su profunda rehabilitación, como el paso del tiempo y el cambio de circunstancias exigen de toda obra humana.

Aprovechando el inmovilismo de quienes gobiernan y la confusión en la que zozobra la oposición que hasta ahora había hecho del reformismo su seña de identidad, Podemos se ha situado en el espacio de quienes tras la muerte de Franco defendieron la “ruptura democrática”, que fue la tesis de partida de las fuerzas de la izquierda. Pero si esta no prosperó no fue porque se impusiera un pacto de la “casta” política, sino porque no contó con el respaldo de la mayoría ciudadana, como explica el profesor Ignacio Sánchez-Cuenca en Atado y mal atado (Alianza Editorial): “La oposición, desde la calle y la fábrica, presionó todo lo que pudo para que hubiese una ruptura con el régimen franquista, aunque no lo consiguió. (…) El apoyo a la democracia estaba muy extendido, pero el apoyo específico a la ruptura no pasaba del 20% de la población. La posición mayoritaria en la sociedad eran la cautela, la prudencia y el deseo de un cambio gradual”.

La prueba más evidente es que la Ley para la Reforma Política que en 1976 abrió el candado del régimen franquista fue aprobada en referéndum con el 94,2% de los votos emitidos y una participación del 77,4%, a pesar de que la oposición intentó boicotearla con una huelga general y propugnó la abstención en la consulta. El único pacto de “casta” fue el que se produjo en el interior del franquismo para, ante las evidencias de que la ola del cambio era imparable, realizar una abdicación colectiva que permitiera al mayor número posible de sus miembros resituarse en un nuevo escenario.

Si no se puede hablar con rigor de un “régimen del 78” –la de ese año es, desde 1808, la primera Constitución que no fue impuesta por el partido en el poder–, tampoco es cierto que la Transición fuera un proceso de pizarra y el paradigma del consenso, por mucho que ahora se invoquen algunos grandes pactos de aquella época para presentarlos como una pauta para acometer los grandes desafíos del presente, especialmente por parte de quienes presionan a favor de una gran coalición entre PP y PSOE.

Como explica el profesor Sánchez-Cuenca, “entre la muerte de Franco y las elecciones no hubo concordia, ni pacto, ni consenso”. Sólo a partir de los comicios constituyentes de 1977, “cuando los partidos de izquierda obtuvieron un apoyo de proporción similar a los de la derecha, comenzó la práctica de los acuerdos consensuados”, como las reformas económicas de los Pactos de la Moncloa y la propia Constitución, que únicamente se consensuó cuando el PSOE se plantó con la amenaza de votar en contra del texto final. Para corroborarlo, nada mejor que acudir a la hemeroteca. Cuando, en marzo de 1979, Adolfo Suárez pronunció su discurso de investidura, dijo: “El consenso ha terminado (…). Fue una solución excepcional para un momento igualmente excepcional”.

Quizás ahora, como entonces, el entendimiento llegue cuando los inmovilistas entiendan que su actitud va en contra del viento de la Historia, los rupturistas asuman que para construir no hace falta destruir y los reformistas sean capaces de poner sobre la mesa soluciones reales para los problemas reales. Mientras, corremos el peligro de, a fuerza de tanto sobar la Transición, acabar convirtiendo en parte de nuestra extensa leyenda negra un proceso estudiado como ejemplar en otros países que se han enfrentado después a situaciones de tránsito de un régimen dictatorial a una democracia.

La reproducción de la dialéctica política entre las tres grandes corrientes que polarizaron el debate de la Transición –inmovilismo, ruptura y reforma– es uno de los aspectos más relevantes de la actual coyuntura en España, lo que está dando pie, ya sea por desconocimiento o por intereses partidistas, a una doble tergiversación de aquel periodo histórico. Mientras que unos lo mitifican, otros lo falsifican.

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