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El regreso de la política de las ocurrencias
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Javier Caraballo

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El regreso de la política de las ocurrencias

España es consecuencia de dos disparates simultáneos: un modelo de Estado inacabado y una clase política que ha aventado el desequilibrio a lo largo de treinta

España es consecuencia de dos disparates simultáneos: un modelo de Estado inacabado y una clase política que ha aventado el desequilibrio a lo largo de treinta años. En todo momento, el diseño del modelo de Estado ha sido pólvora para el fuego cruzado del interés partidario. Cada cual con su responsabilidad, claro, porque es muy fácil constatar en un repaso histórico que fue el PSOE quien comenzó ese camino con el referéndum andaluz de 1980; ahí quedó demostrado que esa agitación podía tumbar a un Gobierno, como aquel de la UCD, y todas las estrategias a partir de entonces han utilizado ese zarandeo, fueran cuales fueran las consecuencias futuras, muchas de ellas aún por determinar. Como las de la última andanada autonomista, la oleada de reformas estatutarias que comenzó en Cataluña con el tripartito y se fragmentó luego en múltiples reclamaciones de ‘competencias exclusivas’ de ríos, de servicios públicos, de parques y hasta de cantes como el flamenco en Andalucía.

Fue una época aquella en la que todos los días se le buscaba un calificativo, cada cual más disparatado, al engendro español, desde aquella “nación de naciones” del presidente Zapatero hasta el “país de ciudades”, como propuso el entonces alcalde de Sevilla que se denominara oficialmente Andalucía. O el ‘sudoku’, como acabó llamándolo Pedro Solbes antes de desaparecer y que de él nunca más se supiera. Todo aquel fru-frú de tonterías diarias, que ahora nos puede parecer tan lejano, tan superado, sigue, sin embargo, instalado en la realidad política de España y sigue marcando el ritmo de los acontecimientos. Y, por supuesto, no ha calmado las periódicas campañas independentistas, como se podrá ver hoy mismo en la Diada de Cataluña “más soberanista de la historia”, según vienen festejando sus líderes.

Un partido que acumula tanto poder no puede despeñarse, como está ocurriendo, por una catarata de declaraciones, idas y venidas, con cada presidente autonómico lanzando propuestas a su aire, unas sensatas y otras desquiciadas.Con la perspectiva que se quiera y desde el ángulo que se elija, la cuestión es que todo el que se detenga a mirar España estos días acabará entendiendo al poco que, si graves son las dificultades de la crisis, más inquietantes son las perspectivas de que podamos encontrar una salida sin tropezar antes en las mil trabas dispuestas por el doble disparate de antes, un modelo de Estado inacabado y una clase política dispuesta a agitar cualquier tensión territorial que le reporte votos. Pensemos, por ejemplo, en un mero detalle de comparación con los países vecinos: un programa de reformas profundas, estructurales, que quiera aplicar en su país el presidente francés, François Hollande, o el presidente italiano, Mario Monti, siempre tendrá más garantías de salir adelante que el mismo intento proclamado por Mariano Rajoy. Ése es el hecho diferencial español.

Es verdad, como queda dicho, que sería injusto medir por el mismo rasero en el devenir histórico a todos los partidos, a todos los políticos; sí, pero parece igualmente evidente que la mayor responsabilidad en este momento reside en quien tiene en sus manos el gobierno, no sólo de España, sino de la inmensa mayoría de las comunidades autónomas y de los principales ayuntamientos. Un partido que acumula tanto poder no puede despeñarse, como está ocurriendo, por una catarata de declaraciones, idas y venidas, con cada presidente autonómico lanzando propuestas a su aire, unas sensatas y otras desquiciadas. Uno anuncia que reducirá el número de diputados, mientras que el otro se niega a asumir el incremento del IVA en la cultura y un tercero propone dejar sin sueldo a los políticos.

España es consecuencia de dos disparates simultáneos: un modelo de Estado inacabado y una clase política que ha aventado el desequilibrio a lo largo de treinta años. En todo momento, el diseño del modelo de Estado ha sido pólvora para el fuego cruzado del interés partidario. Cada cual con su responsabilidad, claro, porque es muy fácil constatar en un repaso histórico que fue el PSOE quien comenzó ese camino con el referéndum andaluz de 1980; ahí quedó demostrado que esa agitación podía tumbar a un Gobierno, como aquel de la UCD, y todas las estrategias a partir de entonces han utilizado ese zarandeo, fueran cuales fueran las consecuencias futuras, muchas de ellas aún por determinar. Como las de la última andanada autonomista, la oleada de reformas estatutarias que comenzó en Cataluña con el tripartito y se fragmentó luego en múltiples reclamaciones de ‘competencias exclusivas’ de ríos, de servicios públicos, de parques y hasta de cantes como el flamenco en Andalucía.