Es noticia
Tú declaras la independencia, yo monto una churrería
  1. España
  2. Matacán
Javier Caraballo

Matacán

Por

Tú declaras la independencia, yo monto una churrería

Podemos volver a Ortega, y recontar otra vez que ya entonces el problema de Cataluña quemaba en las manos de los asuntos de Estado. Podemos volver

Podemos volver a Ortega, y recontar otra vez que ya entonces el problema de Cataluña quemaba en las manos de los asuntos de Estado. Podemos volver a su frase, a decir que sí, que la construcción de la nación española es tan compleja que, a veces, como ocurre con Cataluña, la aspiración de futuro sólo sea conllevarse. Podemos entenderlos, debemos entenderlo, porque una nación que se decanta a lo largo de 3.000 años de historia no puede aspirar a más cosas que ésa, la sensatez de conllevarse entre pueblos que tienen las raíces distintas hundidas en la historia. Podemos volver a Unamuno, a Antonio Machado, aquellas cartas que se cruzaban y que hoy tendrían la vigencia de entonces por la irritación que provocaba en los españoles que no viven en Cataluña las exigencias abusivas de financiación. “La cuestión de Cataluña, sobre todo, es muy desagradable (…) Creo con don Miguel de Unamuno que el Estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y, en lo tocante a Enseñanza, algo verdaderamente intolerable. Creo, sin embargo, que todavía cabe una reacción en favor de España, que no conceda a Cataluña sino lo justo: una moderada autonomía, y nada más”.

Es la sociedad catalana la que tiene ante sí un desafío, la única que puede frenar el discurso mentiroso de los nacionalistas catalanes devenidos en independentistas. Es mentira que España le robe a Cataluña, a no ser que aceptemos igualmente que los españoles, catalanes incluidos, le robamos a Alemania o a Holanda

Podemos remontarnos treinta años atrás y seguir, paso a paso, la historia entera que hemos vivido desde la Transición, los sobresaltos continuos de desafección, las negociaciones presupuestarias que se saldaban siempre con inversiones extraordinarias, el consabido eterno de que las mayorías en el Congreso se establecían con cesiones a los nacionalistas catalanes o vascos. Podemos girarnos hoy mismo y repasar las declaraciones constantes que fijan la culpa en el otro, “no nos entienden”, la “fatiga de España” y todo eso que se repite para justificar las proclamas encendidas, para sustentar los discursos de independencia. Podemos repasar otra vez los argumentos y los balances económicos, pero hemos llegado a un punto en el que la duda ahora es otra. ¿Cómo debemos reaccionar ante la declaración de independencia de Cataluña? ¿De verdad merece la pena seguir en este debate? Esa es la duda.

Porque llegados a este punto de la historia, en el que la crisis económica y la gravedad del momento nos hacen contemplar los asuntos con la claridad de quien se ve al borde de un abismo, ya no hay fuerzas ni necesidad de enredarse de nuevo en un debate de palabras gastadas. Que es la sociedad catalana la que tiene ante sí un desafío, la única que puede frenar el discurso mentiroso de los nacionalistas catalanes devenidos en independentistas. Es mentira que España le robe a Cataluña, a no ser que aceptemos igualmente que los españoles, catalanes incluidos, le robamos a Alemania o a Holanda. Es mentira que la quiebra de las arcas catalanas sea producto de un déficit de financiación con el Estado, porque hay otras comunidades, con mayor déficit fiscal que Cataluña, que no atraviesan los mismos problemas de financiación. Y es mentira que la independencia sea la solución de Cataluña, porque Europa no abrirá nunca esa caja de Pandora y porque no es posible pensar en un país como Cataluña que sobreviva de espaldas a España y a Europa. No son los andaluces, los murcianos, los madrileños o los gallegos los que tienen que resolver el futuro de Cataluña; son los catalanes, la sociedad catalana, la que única que puede pronunciarse. La única que debe pronunciarse. Lo demás, vendrá después. Y, por tanto, hasta entonces, que hable Cataluña. No vale la equidistancia; el seni catalán (el sentido, la cordura) ha saltado por los aires.

El otro día, cuando la declaración formal de Artur Mas en el Parlament de Cataluña para adelantar las elecciones y precipitar el referéndum de la independencia, saltó a los medios de comunicación una noticia paralela: una churrería de Madrid, la famosa San Ginés, anunció que había abierto una sucursal en China. Y estaba ahí la respuesta, la normalidad con la que debemos contestar este debate persistente que ni tiene solución ni tiene salida mientras no se establezcan los denominadores comunes de la lealtad, sin la cual se hace imposible cualquier entendimiento entre desiguales, la solidaridad, sin la que no existe civilización, y la globalización, sin la que es imposible adaptarse a los retos que nos impone el siglo que vivimos. ¿De verdad merece la pena seguir en este debate? Esa es la duda. Fatiga, supongo. Tú declaras la independencia y yo monto una churrería. Que la vida sigue.

Podemos volver a Ortega, y recontar otra vez que ya entonces el problema de Cataluña quemaba en las manos de los asuntos de Estado. Podemos volver a su frase, a decir que sí, que la construcción de la nación española es tan compleja que, a veces, como ocurre con Cataluña, la aspiración de futuro sólo sea conllevarse. Podemos entenderlos, debemos entenderlo, porque una nación que se decanta a lo largo de 3.000 años de historia no puede aspirar a más cosas que ésa, la sensatez de conllevarse entre pueblos que tienen las raíces distintas hundidas en la historia. Podemos volver a Unamuno, a Antonio Machado, aquellas cartas que se cruzaban y que hoy tendrían la vigencia de entonces por la irritación que provocaba en los españoles que no viven en Cataluña las exigencias abusivas de financiación. “La cuestión de Cataluña, sobre todo, es muy desagradable (…) Creo con don Miguel de Unamuno que el Estatuto es, en lo referente a Hacienda, un verdadero atraco, y, en lo tocante a Enseñanza, algo verdaderamente intolerable. Creo, sin embargo, que todavía cabe una reacción en favor de España, que no conceda a Cataluña sino lo justo: una moderada autonomía, y nada más”.