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La ética de la política
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Javier Caraballo

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La ética de la política

Nada tendría que estar más claro en el ejercicio de la política que el concepto de ética, sus límites, las obligaciones que acarrea y, sin embargo,

Nada tendría que estar más claro en el ejercicio de la política que el concepto de ética, sus límites, las obligaciones que acarrea y, sin embargo, nada parece más difuso en la realidad. Lo vemos casi a diario, con ejemplos repetidos de comportamientos de dirigentes políticos que, nada más conocerse, provocan dos sensaciones contrarias. Muchos ciudadanos se sienten escandalizados y, por contraposición, los dirigentes políticos afectados, y sus organizaciones respectivas, se ven a sí mismos como dignos ejemplos de la ética política. Como si unos y otros avanzaran por el mismo sendero, pero en direcciones opuestas. Y cada vez más lejos de encontrarse, más lejos unos de otros.

Ayer mismo, por ejemplo, cuando se supo que Esperanza Aguirre había fichado por una empresa ‘cazatalentos’ de Cataluña. Ella había dicho, o eso se le entendió, que dimitía de la Comunidad de Madrid porque quería pasar “a una segunda línea”, para estar “con los suyos” y regresar a la plaza de funcionaria pública, de la que estaba en excedencia desde hacía treinta años. No puede pasarse por alto que Aguirre había ganado unas elecciones hacía poco tiempo y que con su decisión, que acaso ya rumiaba cuando se presentó como candidata, defraudaba las expectativas de quienes la votaron de forma masiva. ¿Pueden sentirse decepcionados los ciudadanos cuando comprueban ahora que ficha por una gran empresa y que, además, se mantiene como presidenta del PP madrileño? El Partido Popular contestó al instante que ese fichaje era no sólo ético, sino que iba más allá, también se trata de una decisión estética, a juicio de los populares.

No existe un camino más recto hacia la peligrosa aparición de un movimiento político reaccionario y demagogo que la ignorancia del malestar evidente que siente el personal por sus representantes democráticosOtro ejemplo con otro expresidente de una comunidad, Manuel Chaves. Dejó la presidencia de la Junta de Andalucía, y más tarde la vicepresidencia del Gobierno, para ver pasar los días, como ahora, desde su escaño del Congreso. En un programa de Canal Sur lo sorprendieron el otro día con un puñado de preguntas incómodas. “¿No cree que su sueldo es una provocación para un parado que cobra 426 euros?”, le preguntó un espectador alarmado de que la actividad parlamentaria de Chaves se haya limitado en un año a ocho preguntas, entre escritas y orales, lo que, si se divide por su sueldo de diputado, arroja una cifra llamativa: cada pregunta sale a más de 20.000 euros.

Luego le preguntaron también por la subvención de seis millones de euros que le concedió a la empresa en la que trabajaba su hija de apoderada. Chaves, cuando se concedió la subvención, podría haberse ausentado del Consejo de Gobierno, porque incluso así lo dictan las propias normas que aprobó el PSOE en el Parlamento andaluz, pero no lo hizo. Ese comportamiento le extrañaba al espectador, pero no a Manuel Chaves: “Esa subvención no sólo es legal, sino ética y moral”.

No sólo ético, sino además estético, contestan en el PP tras el fichaje de Esperanza Aguirre. No sólo ético, sino que además es moral, contesta Chaves sobre lo suyo. Siempre dos tazas. Lo cual nos sirve para medir con precisión la distancia que separa a la clase política de la sociedad española, como se demuestra de forma persistente en todas las encuestas que se realizan y en las que se pide una valoración de los políticos españoles. La distancia es evidente, sí, y lo peor de todo es que cada vez que se resaltan estas contradicciones, esta diferencia en lo esencial que se le exige a un servidor público, la reacción corporativa de la clase política se limita a acusar a los demás de estar promoviendo una campaña antidemocrática contra la clase política: arribistas y demagogos en una oscura alianza. Sin embargo, es al contrario, porque no existe un camino más recto hacia la peligrosa aparición de un movimiento político reaccionario y demagogo que la ignorancia del malestar evidente que siente el personal por sus representantes democráticos.

En la antigua Grecia, y luego en Roma, no existía en los filósofos otra exigencia más sobresaliente que la ética para el ejercicio de un cargo público, para el gobierno de un pueblo. “Los que gobiernan un Estado no tienen mejor medio para ganarse fácilmente la benevolencia de la multitud que la moderación y el desinterés” de la riqueza, de los privilegios o de los favores, aconsejaba Cicerón a los políticos en su tratado Sobre los deberes. A la inversa, para ganarse la antipatía y la desconfianza de la sociedad, sólo es necesario mostrar crispación, sectarismo y una retahíla continua de casos de corrupción. Si la clase política en su conjunto no es capaz de reflexionar seriamente sobre la gravedad de lo que está ocurriendo en su entorno, no habrá de sorprendernos que la calidad de la democracia se deteriore tanto que, algún día, nos parezca irreconocible tras unas elecciones. 

Nada tendría que estar más claro en el ejercicio de la política que el concepto de ética, sus límites, las obligaciones que acarrea y, sin embargo, nada parece más difuso en la realidad. Lo vemos casi a diario, con ejemplos repetidos de comportamientos de dirigentes políticos que, nada más conocerse, provocan dos sensaciones contrarias. Muchos ciudadanos se sienten escandalizados y, por contraposición, los dirigentes políticos afectados, y sus organizaciones respectivas, se ven a sí mismos como dignos ejemplos de la ética política. Como si unos y otros avanzaran por el mismo sendero, pero en direcciones opuestas. Y cada vez más lejos de encontrarse, más lejos unos de otros.