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El apocalipsis, de nuevo
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Javier Caraballo

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El apocalipsis, de nuevo

El apocalipsis, el fin del mundo, es también una necesidad del hombre. El envés de la esperanza es la amenaza del apocalipsis, esta inclinación antigua por

El apocalipsis, el fin del mundo, es también una necesidad del hombre. El envés de la esperanza es la amenaza del apocalipsis, esta inclinación antigua por atisbar el final de todas las cosas, casi un deseo morboso por imaginar un mundo en el que todo se vuelva muerte y destrucción, en el que nada permanezca de nuestra existencia. Podemos imaginar que la repentina renuncia del Papa Benedicto XVI sólo oculta ese impulso por acercarse a la Profecía, el interés por asistir también él, desde su retiro en un monasterio de Roma, a lo que habría de suceder tras su muerte. Un creyente como él, teólogo y estudioso por encima de todas las cosas, no ha querido perderse el capítulo final de su vida, que no es la muerte en sí misma, sino el trasiego de intrigas vaticanas que sucede a la muerte de un Papa. Un creyente como él, que ha hurgado durante su pontificado en los orígenes del cristianismo desde el mismo Portal de Belén, quiere presenciar ahora al final, quedarse a contemplar fijamente a los ojos de San Malaquías, porque si sus profecías se cumplen ya sólo queda tiempo en este mundo para un Papa más, el que va a suceder a Benedicto XVI.

Si miramos alrededor, además, podemos ir reuniendo elementos para que todo vaya encajando en este pesimismo antropológico. La incertidumbre propia de cada cambio de siglo se vio muy pronto espoleada por dos fenómenos desconocidos: la amenaza global del terrorismo islámico y la primera gran crisis económica mundial. Terrorismo y crisis han sacudido el mundo, lo han zarandeado a su antojo y han sumido al personal en un estado de desconcierto desconocido. Podemos recrearnos en las expectativas de las coyunturas más o menos favorables, la superación momentánea de las estadísticas, pero nadie aún, tantos años después del inicio de la crisis, se atreve a fijar el final de esta debacle económica y, mucho menos, el resultado final. Y entre todo eso, la corrupción, como en España, que espolea la adversidad contra todo lo establecido, que sacude la confianza en las instituciones, que siembra los periódicos de encuestas y vaticinios en los que ya nadie confía en nadie.

Cuando un Papa es claramente consciente de que ya no es capaz física, psicológica y mentalmente de llevar a cabo la función que se ha puesto en sus manos, entonces, tiene el derecho y en algunas circunstancias hasta el deber, de dimitir

Luego, claro, están las propias intrigas vaticanas, hechas de coincidencias sobrenaturales y también de miserias habituales, mundanas. Acontecimientos como el rayo que ayer besó la cúpula de San Pedro, tras la renuncia de Papa. O la espectacular coincidencia de que haya sido Benedicto XVI el único Papa que ha visitado la tumba de Celestino V, el Papa que hace 700 años presentó la renuncia del pontificado, el antecedente más cercano del gesto de Ratzinger. ¿Cómo pensar en la mera casualidad ante el hecho de que Celestino V fuera un monje benedictino y que su sucesor, siete siglos después, lo visitara en su tumba en 2009, tras el terremoto que asoló L'Aquila, que es donde está enterrado? Luego, las intrigan mundanas. La traición del mayordomo del Papa que destapa ocultos escándalos financieros, el blanqueo de capitales del Banco Vaticano. Corrupción púrpura. Las especulaciones sobre conspiraciones para asesinar al Papa, las cartas de amenaza que se conocen, que desaparecen. Y la figura omnipresente del camarlengo, el espigado secretario de Estado del Vaticano, Tarcisio Bertone. La encarnizada lucha por el poder para suceder a la persona que, ya hace tres años, adelantó su final, su renuncia, en un libro, Luce del Mondo: “Cuando un Papa es claramente consciente de que ya no es capaz física, psicológica y mentalmente de llevar a cabo la función que se ha puesto en sus manos, entonces tiene el derecho y en algunas circunstancias hasta el deber, de dimitir”. Ayer, el Papa Ratzinger se limitó a repetir sus palabras de entonces. Pero en latín, que es el lenguaje del Imperio; en latín, que para eso San Malaquías llamó al último Papa, el Papa 112 de su lista, Pedro 'el Romano'.

Renuncia el Papa Benedicto XVI y aparece de nuevo el apocalipsis. Parece como si existiera una dependencia natural de saber que caminamos hacia el abismo, que ya se acerca, que ya está aquí. En La peste, de Camus, podríamos encontrar un paralelismo preciso, una descripción cruda de cómo podría ser el final del mundo, las reacciones de todos nosotros ante una plaga de muerte que no se detiene ante nada ni nadie, que va llenando de cadáveres las aceras. El abatimiento y la impotencia se convierten en las únicas verdades para hacerle ver al hombre que, en su vida, se había olvidado de lo fundamental, su intrascendencia. “Si hoy la peste os atañe a vosotros es que os ha llegado el momento de reflexionar. Durante harto tiempo este mundo ha transigido con el mal, durante harto tiempo ha descansado en la misericordia divina (…) Me avengo a ser lo que soy, he conseguido llegar a la modestia. Sé únicamente que en este mundo hay plagas y víctimas, y que hay que negarse tanto como a uno le sea posible a estar con las plagas. Esto puede que le parezca un poco simple, y yo no sé si es simple verdaderamente, pero sé que es cierto”. La conclusión final es la modestia. Benedicto XVI se habrá quedado para observar cuánto tiempo más necesita el hombre para comprenderlo. El, con su renuncia histórica, ya ha hecho efectiva la lección máxima de la futilidad del reino de este mundo.

El apocalipsis, el fin del mundo, es también una necesidad del hombre. El envés de la esperanza es la amenaza del apocalipsis, esta inclinación antigua por atisbar el final de todas las cosas, casi un deseo morboso por imaginar un mundo en el que todo se vuelva muerte y destrucción, en el que nada permanezca de nuestra existencia. Podemos imaginar que la repentina renuncia del Papa Benedicto XVI sólo oculta ese impulso por acercarse a la Profecía, el interés por asistir también él, desde su retiro en un monasterio de Roma, a lo que habría de suceder tras su muerte. Un creyente como él, teólogo y estudioso por encima de todas las cosas, no ha querido perderse el capítulo final de su vida, que no es la muerte en sí misma, sino el trasiego de intrigas vaticanas que sucede a la muerte de un Papa. Un creyente como él, que ha hurgado durante su pontificado en los orígenes del cristianismo desde el mismo Portal de Belén, quiere presenciar ahora al final, quedarse a contemplar fijamente a los ojos de San Malaquías, porque si sus profecías se cumplen ya sólo queda tiempo en este mundo para un Papa más, el que va a suceder a Benedicto XVI.