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Apadrina a un inútil
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Javier Caraballo

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Apadrina a un inútil

La declaración de la renta tiene una vertiente inexplorada de rebeldía social que sería muy necesaria en un país como España. Sí, verán, es un aspecto

La declaración de la renta tiene una vertiente inexplorada de rebeldía social que sería muy necesaria en un país como España. Sí, verán, es un aspecto que convendría regular como válvula de escape del malestar ciudadano pero que, en absoluto, tiene nada que ver con la insumisión fiscal. No, la idea es otra, se trataría de utilizar la declaración de la renta también como desahogo público, de forma que podamos establecer una relación directa entre el dinero que aportamos y la irritación que provoca saber que una parte de ese dinero que sale de nuestro bolsillo se va a tirar por los husillos del despilfarro público. Pagamos a Hacienda porque es nuestra obligación, pero como la ciudadanía en una democracia debe entenderse como algo activo, no como un agente pasivo, en la misma declaración del IRPF se incluiría, como una casilla más, la posibilidad de señalar a un inútil público. Por lo menos, como desahogo.

Reiteremos, de nuevo, que no se trata de agitar ninguna insumisión fiscal, al estilo de esos nacionalismos que hablan de ‘déficit fiscal’ y otras zarandajas insolidarias. No. Cuando, como acabamos de hacer, desembolsamos cada año de nuestro bolsillo miles y miles de euros para la hacienda pública estamos contribuyendo a la mejora del Estado. Las carreteras, los ferrocarriles, los hospitales, las universidades y los colegios, los centros de asistencia social y hasta las cárceles o las comisarías podrán mejorar, modernizarse, gracias al esfuerzo de cada uno de nosotros en la declaración de la renta. Pero es de ahí, precisamente, de donde surge la idea de utilizar la declaración de la renta como espita de la rebeldía social.

Hace años que practico este ejercicio como terapia ciudadana y lo recomiendo: apadrina a un inútil. Por mi apadrinamiento imaginario han pasado ya presidentes de Diputación, asesores de organismos inoperantes y consejeros y ministros. Este año, sin embargo, se impone por encima de todas las cosas una figura que acaba de regresar a la actualidad: Magdalena Álvarez¿Qué pasa cuando se tiene la certeza de que el dinero que sale de mi bolsillo no va a parar a ninguna mejora, ninguna modernización, ningún derecho, sino que se pierde en el mantenimiento de un aprovechado? A la par que pagamos, ¿no deberíamos tener derecho, al menos como ejercicio retórico, de ponerle cara al despilfarro en el que se va a consumir inútilmente mi dinero? Pues eso es lo que busca esta idea de apadrinar a un inútil: un apadrinamiento cruel que sirva de ejemplo de lo que no se debe hacer; para que su despilfarro, que es el despilfarro del dinero que sale de mi bolsillo, se convierta en vergüenza ajena por lo que no se va a invertir en hospitales, escuelas o carreteras.

Hace años que practico este ejercicio como terapia ciudadana y, de verdad, lo recomiendo: apadrina a un inútil. Porque cada uno de nosotros, además, conocerá a alguien cercano o lejano, y tendrá en mente un ejemplo claro de despilfarro que le está quemando por dentro. Por mi apadrinamiento imaginario han pasado ya presidentes de Diputación, asesores de organismos inoperantes, ociosos, y consejeros y ministros con una acreditada inutilidad en el desempeño de su cargo. Este año, sin embargo, se impone por encima de todas las cosas una figura que acaba de regresar otra vez a la actualidad española: Magdalena Álvarez.

Con la citación como imputada de Magdalena Álvarez en el caso de los ERE ha ocurrido como con otras de esas figuras de la política que durante un periodo de tiempo tienen un gran protagonismo y, de repente, desaparecen. Se las pierde de vista y, cuando pasa un tiempo, ya nadie recuerda qué fue de ellos. Es el caso de Magdalena Álvarez. Cuando salió del Gobierno de Zapatero buscó refugio en el Parlamento Europeo y debió de ser ahí donde se tropezó con el chollo al que se agarró después: el Banco Europeo de Inversiones (BEI). En la exagerada burocracia europea, el BEI, que se financia con aportaciones de todos los países, es uno de esos sitios en los que los Gobiernos nacionales tienen derecho a colocar a una persona en los puestos directivos; en nuestro caso, España dispone de una vicepresidencia durante dos mandatos de seis años, que se alterna con Portugal, que sólo tiene un mandato de seis.

Cuando Magdalena Álvarez inició su aventura europea en 2009 estaba a punto de expirar la vicepresidencia de Carlos da Silva Costa, con lo que, apenas había cumplido un año como eurodiputada (fue de número 3 en la candidatura del PSOE), cuando dejó el escaño y se marchó a Luxemburgo, al Banco Europeo de Inversiones. Dicho de otra forma, 22.000 euros al mes, al margen de otros complementos por dietas o residencia, multiplicado por un mandato de, al menos, seis años, prorrogables a doce. Y lo mejor de todo: 22.000 euros al mes libres de impuestos nacionales y con una tributación mucho menor de la que se aplica en España. Para una antigua inspectora de Hacienda, que en su vida ha tenido ninguna responsabilidad en un banco, no está mal. Magdalena Álvarez Arza. Reúne, sí señor, todos los merecimientos para este apadrinamiento visceral.

La declaración de la renta tiene una vertiente inexplorada de rebeldía social que sería muy necesaria en un país como España. Sí, verán, es un aspecto que convendría regular como válvula de escape del malestar ciudadano pero que, en absoluto, tiene nada que ver con la insumisión fiscal. No, la idea es otra, se trataría de utilizar la declaración de la renta también como desahogo público, de forma que podamos establecer una relación directa entre el dinero que aportamos y la irritación que provoca saber que una parte de ese dinero que sale de nuestro bolsillo se va a tirar por los husillos del despilfarro público. Pagamos a Hacienda porque es nuestra obligación, pero como la ciudadanía en una democracia debe entenderse como algo activo, no como un agente pasivo, en la misma declaración del IRPF se incluiría, como una casilla más, la posibilidad de señalar a un inútil público. Por lo menos, como desahogo.