Es noticia
Muerte entre contenedores
  1. España
  2. Matacán
Javier Caraballo

Matacán

Por

Muerte entre contenedores

La primera vez sorprende o provoca arcadas. Uno de esos mendigos que duerme entre cartones en algún cajero, se vuelca sobre el contenedor de basura

Foto: Edificio de viviendas en la localidad sevillana de Alcalá de Guadaira (EFE)
Edificio de viviendas en la localidad sevillana de Alcalá de Guadaira (EFE)

La primera vez sorprende, a algunos les provoca arcadas, se les revuelve el estómago. Vas en el coche, camino del trabajo, y en el semáforo en rojo, miras a tu derecha. Uno de esos mendigos que duerme entre cartones en el soportal de algún cajero automático se vuelca sobre el contenedor de basuras, comienza a rebuscar y de una de las bolsas, coge un muslo de pollo y se lo come a mordiscos. Son las nueve de la mañana. Lo que nunca sabes, ni jamás sabrás, es quién es ese tipo, cómo ha llegado hasta allí, cómo ha podido acabar así.

Esa persona a la que ves desde el coche, hace dos años tenía trabajo, chapuzas con las que sobrevivir. Y una familia, y también hijos y hermanos. Pero todo se derrumba un día, en una secuencia de acontecimientos devastadora, implacable. Te despiden del trabajo, no encuentras nada, se acaban las mensualidades de desempleo, se agotan las ayudas, el banco te embarga el piso, te cortan la luz, el agua. Y ya no tienes ni para comer. Ya eres uno más haciendo cola en los contenedores de basura. Dos años, tres... No hace falta más tiempo para pasar de la pobreza a la miseria, a la marginalidad.

Enrique Caño era uno de esos tipos que vemos cada mañana en el semáforo en rojo, cuando giramos la cabeza y vemos a alguien que se vuelca a rebuscar en un contenedor. La secuencia que le llevó de la pobreza a la marginalidad es la de otros miles o cientos de miles en España. La vida le enseñó un oficio, fontanero, y con eso se ganaba la vida hasta que la crisis de los mercados se convirtió en un tsunami social que arrasó con todo. No es sólo que se quedase parado, es que sabía que a su edad, pasados los cincuenta, ya nunca más iba a encontrar trabajo. Y como todo son problemas en la casa del pobre, Enrique se vio desempleado, con un piso hipotecado, cinco hijos de dos familias y nada que llevarse a la boca.

La cadena de desahucios fue en aumento hasta que los bancos desistieron y la barriada se convirtió en una isla de marginalidad en la que vecinos como Enrique hacían de okupas en sus propias viviendas

Se agotan los subsidios, las ayudas, y ya sólo queda el recurso de la caridad, una cola de pobres a las puertas de Cáritas para recoger dos paquetes de arroz y un litro de leche. La otra alternativa son los contenedores, esa multinacional de la miseria. Cada mañana, a las siete en punto, la familia se ponía en marcha. Una vieja furgoneta, una Opel gris, servía para cargar dentro todo aquello que pudiera ser vendible, cartones, ropa vieja, hierros, plásticos, latas. Al final del recorrido de cada día, parada en algunos supermercados de la zona para recoger comida gratis, comida caducada o a punto de caducar.

La ruleta rusa de esa vida entre contenedores puso una bala envenenada en el cargador el viernes pasado, cuando se sentaron a cenar. Pescado en adobo y algo de jamón, decían las primeras informaciones. Y casi es posible pensar en la alegría de los pobres, los cuatro sentados a la mesa, con su banquete inesperado tan cercano a la Navidad. Los nombres de todos ellos, escritos torpemente con boli azul en el buzón del bloque de pisos donde vivían, retratan bien a una familia humilde y unida. "E. CAÑO. CONCEPION BAUSTITA. TÁMARA CAÑO. VANESSA CAÑO", se lee en un pequeño folio que han colocado en la rendija del buzón. Enrique, Concha, Támara y Vanesa. Se sentaron a cenar la comida caducada que les habían dado ese día. Olía a Navidad en las calles. Luego, ya se sabe. Fuertes dolores de barriga, los cuatro vomitando, el médico que no llega, sudores fríos, la ambulancia que se oye llegar, que no pasa nada, que esto debe ser una intoxicación, que ya verán como se les pasa en un rato. Y amanece. Cuando llegan otra vez los médicos, Támara ya está muerta. Los padres se mueren después en el hospital ordenadamente, como si no quisieran hacer mucho ruido, la madre a las cinco y cuarto de la tarde y el padre, a la seis. Hoy sólo vive Vanesa para contarlo.

placeholder El matrimonio fallecido empezaba a recoger cartones a las siete de la mañana

Ayer, en Rabesa, la barriada de Alcalá de Guadaíra donde vivían, los vecinos señalaban la furgoneta aparcada con la que hacían cada mañana el recorrido de contenedores y supermercados que les llevó a la muerte. Recordaban aquella vez que repartieron una caja de zumos a punto de caducar entre los vecinos, la felicidad de Enrique cuando le entregaron una bolsa entera de ropa que podía vender por un buen puñado de euros, la puntualidad con la que cada mañana salían a hacer la ruta en cuanto en el reloj daban las siete. Vivía de okupa en su propio piso, embargado por los bancos como tantos otros en esa barriada marginal de Alcalá de Guadaíra.

Nada extraordinario. Ni el revuelo de periodistas que ayer se aceraba por la zona es extraño aquí, porque otras veces este mismo lugar ha llamado la atención de los noticiarios. Cuando la marginalidad y la delincuencia se cruzan en los soportales y comparten tendederos, el amanecer de cada día lleva prendida en la agenda la posibilidad de que la jornada acabe en tragedia. Una pelea de bandas rivales, un joven apuñalado, una mujer asesinada por su pareja. Todo eso está en la memoria más reciente de este barrio. Aquí mismo, los vecinos echaron a pedradas a la Policía cuando, en 2008, llegaron los agentes a desalojar a uno de los primeros inquilinos que dejó de pagar las cuotas de la hipoteca.

La cadena de desahucios fue en aumento hasta que los bancos desistieron y la barriada se convirtió en una isla de marginalidad en la que vecinos como Enrique hacían de okupas en sus propias viviendas y el Ayuntamiento, que siempre ha estado gobernado por el Partido Socialista, se hacía cargo de los recibos del agua y de la luz para que pudieran seguir viviendo. Construyeron cerca la nueva comisaría de Policía para mantener a raya a la delincuencia y adecentaron el entorno con obras chirriantes, como una cascada artificial en la que se gastaron 600.000 euros. Una cascada artificial a la entrada de la miseria. No puede existir mejor metáfora de esta realidad oculta.

Los caminos de la marginalidad son inescrutables porque la crisis ha roto todos los esquemas sociales. Lo que conocíamos ya no existe

Dicen en los servicios sociales de Alcalá de Guadaíra que Enrique Caño sólo se acercó a pedir alguna ayuda en alguna ocasión, pero que nunca más se supo de él. Tampoco en Cáritas tienen constancia de la necesidad de esta familia porque no se le veía por allí para pedir alimentos. "La solidaridad funciona y los bancos de alimentos, por fortuna, tienen comida suficiente para que nadie se muera de hambre en España". Pero sucede. La realidad ha irrumpido abrupta entre los vecinos y entre los propios servicios sociales de la misma forma que cualquiera se sorprende al leer la noticia. Todos nos hacemos la misma pregunta, sin que nadie logre encontrar la respuesta: ¿Cómo es posible que en 2013 una familia entera se muera de dolores de barriga por la comida intoxicada que cogieron de los contenedores de algún supermercado o de cualquier esquina?

En la puerta de entrada del piso de Enrique Caño, un folio mecanografiado zanja lo sucedido con la frialdad de un sumario. "Precintado por orden judicial. Juzgado de instrucción número 2". Es el único epitafio. Fin de una historia, de una familia, de tres vidas. El Ayuntamiento se hará cargo de los gastos del entierro y la investigación judicial tendrá que aclararnos el origen de la comida letal y la actuación de los servicios médicos que, cuando acudieron por primera vez al domicilio, no apreciaron urgencia para llevarlos al hospital. Todo eso, sí, se deberá aclarar. Y en cada detalle que vayamos conociendo de la vida de esa familia de Alcalá de Guadaíra descubriremos el vértigo de muchas familias más, repartidas por toda España, que esta noche se acostarán después de haber cenado comida caducada. Cientos o miles.

Los caminos de la marginalidad son inescrutables porque la crisis ha roto todos los esquemas sociales. Lo que conocíamos ya no existe, la miseria se ha hecho cotidiana. Mañana mismo lo volveremos a ver cuando, de nuevo, el semáforo se ponga en rojo y, a nuestra derecha, veamos a alguien buscando en los contenedores de basura. Uno de esos era Enrique Caño. Vivían en la calle Pesadora, acaso por las antiguas máquinas pesadoras de pan de este pueblo que siempre ha sido famoso por eso, por su pan. Alcalá de los Panaderos, le llamaba Blanco White. Qué triste ironía que ahora sea aquí donde se encuentre la muerte entre contenedores.

La primera vez sorprende, a algunos les provoca arcadas, se les revuelve el estómago. Vas en el coche, camino del trabajo, y en el semáforo en rojo, miras a tu derecha. Uno de esos mendigos que duerme entre cartones en el soportal de algún cajero automático se vuelca sobre el contenedor de basuras, comienza a rebuscar y de una de las bolsas, coge un muslo de pollo y se lo come a mordiscos. Son las nueve de la mañana. Lo que nunca sabes, ni jamás sabrás, es quién es ese tipo, cómo ha llegado hasta allí, cómo ha podido acabar así.

Pobreza Investigación