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Pedro J. y Nicolás, dos calaveras
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Javier Caraballo

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Pedro J. y Nicolás, dos calaveras

Calaveras y bocachanclas. Esos son otros dos especímenes propios de nuestro ser, de los españoles. Siempre han existido, hunden sus raíces en la historia, pero hay

Foto: El exdirector del periódico 'El Mundo', Pedro J. Ramírez (EFE)
El exdirector del periódico 'El Mundo', Pedro J. Ramírez (EFE)

Calaveras y bocachanclas. Esos son otros dos especímenes propios de nuestro ser, de los españoles. Siempre han existido, hunden sus raíces en la historia, pero hay periodos en los que sobresalen con tanto vigor, con tanta fuerza, que ellos solos son capaces de acaparar la actualidad, incluso de un país tan convulso como España. De los dos especímenes, hoy vamos a centrarnos en los primeros, los calaveras, gracias a dos ejemplares notables, el gran Pedro J. y el pequeño Nicolás.

Ciérrense los ojos e imagínese en un solo escenario las astracanadas de Pedro J. Ramírez, balanceando los pulgares por los tirantes, y las entrevistas delirantes del pequeño Nicolás, con su carita navideña de niño de San Ildefonso. Se junta todo eso en una sola mañana, en un solo pensamiento, y se entiende bien por qué tantos historiadores han concluido que España no es un país, es un milagro.

Mariano José de Larra, que con tanto acierto supo desentrañar todas las esencias del ser español, dedicó un par de artículos a ‘Los Calaveras’ y se convirtió en un auténtico precursor de la teoría posterior de Cipolla, cuando nos alertó de la fuerza determinante de la estupidez en la historia de la humanidad. Tanto es así que, sin temor a equivocarnos, es seguro que Larra se habría divertido estos días con dos personajes como estos, Pedro J. y Francisco Nicolás, dos ejemplares genuinos de calaveras.

La comparación no debe irritar a nadie porque, en realidad, que dos personas tan distintas se puedan considerar calaveras no implica, en absoluto, que tengan nada que ver, sólo que comparten una atracción enfermiza por la fama. El calavera puede tener múltiples apellidos, procedencias distintas y trayectorias dispares, pero siempre se les podrá retratar con la misma cara de satisfacción delante del oportuno auditorio.

La cuestión es que, por definición, como decía Larra, “el calavera necesita espectadores para todas estas escenas: los placeres sólo lo son en cuanto pueden comunicarse; por tanto, el calavera cría a su alrededor constantemente una pequeña corte de aprendices, o de meros curiosos, que no teniendo valor o gracia bastante para serlo ellos mismos, se contentan con el papel de cómplices y partícipes; éstos le miran con envidia, y son las trompetas de su fama”.

Además de esa propensión natural al auditorio complaciente, o incluso al auditorio cabreado, los calaveras tienen en común –siguiendo el manual de Larra– dos cualidades naturales, imprescindibles para alcanzar la notoriedad que los distingue: el talento natural y la poca aprensión. La primera, el talento natural, le es necesario al calavera para casi todas las facetas de su vida, ya sea para desenvolverse en las situaciones más comprometidas, para zafarse de ellas o ya sea para brillar con luz propia en alguna faceta profesional. Sin talento natural, no existiría el calavera; un tonto, como dice Larra, jamás será un calavera. “Sería un tiempo perdido”.

La otra cualidad del calavera es la ‘poca aprensión’. Fundamental también. La poca aprensión es indiferencia filosófica por el ‘qué dirán’; nada hay en los actos de un calavera que puedan hacer sonrojarlo. Si existe la vergüenza será siempre ‘vergüenza ajena’, pero nada de lo propio podrá ruborizarlo porque siempre considerará sus actos con la mayor solemnidad, con un gesto de seriedad que hará dudar al más convencido de la impostura que representan en sus narices.

La mesura en la representación o el temor a saberse centro de los cotilleos de los demás son debilidades del ser humano que no se corresponden con los calaveras. Nada temen y nada puede detenerlos en la recreación de sus respectivos personajes. Porque, a fin de cuentas, como se indicaba antes, lo fundamental es la fama. El calavera en sí mismo “es un espectáculo cuyo telón está siempre descorrido; quítensele los espectadores, y adiós teatro”.

Para estos dos casos tan notables que tenemos en España en estos días, Larra habría utilizado la calificación de ‘gran calavera’ para Pedro J. y de ‘calavera lampiño’ para Francisco Nicolás. Lo del exdirector de El Mundo está más que acreditado a lo largo de su extensa y prolífica carrera de periodista. En cada uno de los episodios que ha vivido, si Pedro J. no es el protagonista central de aquello que narra, sencillamente no existe la historia. Pero la pirueta de estos días, colocándose en una trinchera desde la que le dispara a su propio periódico, es de las aventuras más osadas que se le conocen.

Y sería cosa de ellos, trifulca entre particulares, si no fuera porque el mensaje explícito que desliza Pedro J. en todas sus arremetidas es que en España sólo existe libertad de expresión si lo acredita él. Todo lo demás, todos los demás, sólo pueden aspirar a seres complacientes con el Gobierno, con los banqueros o con las oscuras maniobras de los poderes fácticos. Nada habrá de importarle que haya dejado una empresa escuchimizada de tantas regulaciones de empleo, mientras a él se le concedía una indemnización millonaria.

¿Qué se diría de cualquier banquero o cualquier empresario español al que se le indemniza con más de 13 millones de euros, en pleno proceso de despido de trabajadores en la empresa que ha dirigido y ha dejado en una situación crítica? La habilidad del calavera, del ‘gran calavera’, que no es poca, es invertir ese juicio público y hacerse pasar por víctima.

Lo del ‘calavera lampiño’ es otra cosa, bien distinta, como se podrá apreciar. Pero es tanta la habilidad del pequeño Nicolás que es capaz, como ha ocurrido, de tener a un país entero pendiente de sus confesiones más delirantes. Y como lo que nadie le podrá negar es talento natural, todavía estamos a tiempo de presenciar que el enredo de este joven acabe enredando a más de uno que, como recuerda siempre en este periódico José María Olmo, se mostraron solícitos a oír sus halagos al oído, sus engoladas ensoñaciones de contactos de alto nivel, sus promesas infladas de influencias.

Cómo no será el embobamiento al que es capaz de someter a un país un tipo como el pequeño Nicolás que hasta el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, decía ayer que piensa que lo que dice es mentira, “pero el Gobierno está obligado a dar explicaciones”. Es genial, porque, cómo sería la pregunta del líder socialista en el Congreso. “Señor Rajoy, ¿qué tiene que decir usted de lo que dice el pequeño Nicolás, pero que es mentira?”. Esa capacidad de enredo es lo que acredita a Francisco Nicolás como calavera lampiño. Un imputado por falsedad, usurpación de funciones públicas y estafa ha sido capaz de hablar este fin de semana, con toda la expectación rendida a sus pies, de las principales instituciones de este país y de los mayores asuntos de Estado sin que nadie lo corra a gorrazos.

En fin. Que como sostenía Larra, “si la Historia se escribiera con esta especie de filosofía, muchos de los importantes trastornos que han cambiado la faz del mundo, a los cuales han solido achacar grandes causas los políticos, encontrarían una clave de muy verosímil y sencilla explicación en las calaveradas”.

Calaveras y bocachanclas. Esos son otros dos especímenes propios de nuestro ser, de los españoles. Siempre han existido, hunden sus raíces en la historia, pero hay periodos en los que sobresalen con tanto vigor, con tanta fuerza, que ellos solos son capaces de acaparar la actualidad, incluso de un país tan convulso como España. De los dos especímenes, hoy vamos a centrarnos en los primeros, los calaveras, gracias a dos ejemplares notables, el gran Pedro J. y el pequeño Nicolás.

Pedro J. Ramírez Pedro Sánchez