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Lecciones etarras para musulmanes pacíficos
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Javier Caraballo

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Lecciones etarras para musulmanes pacíficos

Los llamaban ‘los años de plomo’, pero ella no lo sabía aún. Tampoco su marido, un joven de Jaén del que se había enamorado unos años

Foto: Manifestación multitudinaria en defensa de la libertad. (EFE)
Manifestación multitudinaria en defensa de la libertad. (EFE)

Los llamaban ‘los años de plomo’, pero ella no lo sabía aún. Tampoco su marido, un joven de Jaén del que se había enamorado unos años antes de que lo destinaran al País Vasco. Era guardia civil porque era pobre, porque en aquella España que acababa de salir del franquismo las tierras en las que trabajaron sus padres sólo le ofrecían miseria y hambre. Y él quería casarse, tener un sueldo digno, un trabajo respetado, humilde y respetado, y un futuro por delante para ofrecérselo a sus hijos. Era guardia civil porque era pobre y cuando llegó al País Vasco la primera lección que aprendieron es que tenían que vivir ocultos, disimulando, porque nadie los quería. Eran ‘los años de plomo’ y cuando asesinaron a su marido, ella cogió a su hijo a la mañana siguiente, de madrugada, para volver a Jaén y la única despedida que se encontró fue una pintada en la fachada: “Jódete”.

Eran ‘los años de plomo’, los años ochenta, cuando la banda terrorista ETA sembraba de sangre el calendario, con hasta cien muertos al año. Como Enrique Casas, el senador socialista al que asesinaron en la puerta de su casa de San Sebastián. Era el 23 de febrero de 1984, a las cuatro menos cuarto de la tarde. Su mujer, Bárbara Dührkop, había bajado momentos antes a la calle para llevar a sus hijos a la guardería. “Estaba lloviendo y yo les decía a los niños, ‘¿de verdad queréis ir a la guardería?’. Me fui y se quedó en casa la chica con el pequeñín y Enrique, que había venido a comer y luego tenía un mitin en Andoain. Salí a la calle y me pasó el Simca este que tenía un color raro, anaranjado. Luego las cosas tienen otro sentido, pero no me fijé más que era un color horrible de coche. Al verme salir ellos, bajaron la calle y volvieron”, recuerda la viuda.

Los terroristas se bajaron del coche y llamaron al portal. Enrique Casas se asomó por la mirilla y sólo vio a unos hombres con mono de obreros. Abrió la puerta y su asesino le disparó dos tiros, uno en la cabeza y otro en el cuello, que le impactó en la yugular. Ese fue sólo el primer asesinato de Enrique Casas; a partir de aquel día, su viuda tuvo que acostumbrarse a que cada mañana, cuando salía a la calle, lo volvieran a matar, porque después del asesinato físico, venía el asesinato civil.

La gente se cambiaba de acera porque no quería cruzarse conmigo. Una vez iba caminando por la calle desierta y una mujer miró a izquierda y derecha y cuando comprobó que no venía nadie, se acercó, me dio un golpecito en el hombro y me dijo, ‘lo siento’. Volvió a mirar arriba y abajo, y al ver que no la había visto nadie, se fue corriendo al otro lado”. Tanta era la presión, la desconsideración social, la marginación, el aislamiento; tanto era el miedo que alguna viuda de ETA cuando le comunicaron el atentado, se tragó las lágrimas, procuró un funeral casi invisible y, desde el día siguiente, le dijo a sus vecinos que su marido había muerto en un accidente de tráfico.

Eran ‘los años de plomo’ de ETA (en la serie Ochéntame otra vez de RTVE han emitido un buen reportaje) y ha sido inevitable pensar en aquel tiempo gris en estos últimos días, a raíz de la ofensiva terrorista del fanatismo islamista en Francia. Aquí mismo se había defendido que la impotencia que se desata tras la barbarie de este nuevo terrorismo mundial, que amenaza a la humanidad, a la civilización, comienza por los millones y millones de musulmanes que repudian el terrorismo como cualquier de nosotros.

Porque es necesario que se haga visible esa protesta, no sólo con comunicados de repulsa de las juntas islámicas, no sólo con declaraciones de condena de algunos Gobiernos de países islámicos, sino con protestas visibles en la calle de esos millones de musulmanes que sólo quieren vivir en paz. Sobre todo, en Europa, entre las numerosas comunidades de musulmanes que viven en casi todos los países europeos. Como en Francia, como en España.

Fue entonces cuando un amigo de Málaga me envió un mensaje: “Tendrías que haber estado presente en la tertulia improvisada que tuvimos ayer, con un grupo de amigos musulmanes. Hablábamos de los atentados de París y los musulmanes asistían al debate en silencio. Uno de nosotros les dijo que tenían que hablar, decir algo, que no podían estar callados, que no valen medias tintas, ni dobleces. ¿Y sabes lo que pasa? Que ellos son los que están más atemorizados. Tienen miedo de hablar de cualquier tema relacionado con el yihadismo delante de cualquier otra persona de su comunidad, incluso de su propia familia, porque no se fían”.

Años de plomo; los ‘años de plomo’ del yihadismo terrorista. El asesinato sólo tiene sentido para esas bandas de asesinos si tras el disparo se impone el terror, la amplificación exponencial del pánico, la represión individual y colectiva en la que nadie se fía de nadie. Cómo estar tranquilos cuando, como acabamos de ver en Francia, de la misma forma que en otros atentados anteriores, los autores son ciudadanos europeos que, un día, comienzan a odiar todo aquello que les han dado, la sociedad que los ha acogido, que los ha formado, las costumbres que los han respetado.

Y sobre todo, cómo saber si quien está a tu lado en la mezquita, o en el trabajo, o en la reunión de toda la familia, no se ha iniciado ya en el yihadismo, como les ocurrió a los asesinos de Francia entre sus vecinos. “Parecía un joven normal, aunque todos lo parecen… Hay que extremar las precauciones. Es un barrio muy humilde y sabemos que pasan cosas”, como han dicho estos días algunos vecinos de los hermanos Kouachi.

Extremar las precauciones es extender la desconfianza. Y ese es el miedo, el pánico que llega como una niebla cuando se apagan los ecos públicos de un atentado. En España lo sabemos bien porque lo hemos vivido. Porque todavía se vive, aunque nada tenga que ver ya con la barbarie social de aquellos años 80 en el País Vasco. Y es la sociedad, sólo la sociedad, la que tiene en su mano impedir que el terror se imponga, que los terroristas consigan su objetivo.

Con la repulsa pública, social, constante. Con la denuncia. Con la palabra, con el grito.

Aquí en España, todo comenzó a cambiar quizá cuando asesinaron a Miguel Ángel Blanco y el país entero se llenó de manos blancas. “Basta ya”. Parecía, por un instante, como si las manos blancas de las manifestaciones, el ¡basta ya! de toda la sociedad, hubiera espantado a los asesinos, como si les hubiera desbaratado el plan más macabro al que se puede someter a una sociedad, a una persona, el terror de todo el mundo. Parecía que en los ojos tristes e inocentes de Miguel Ángel Blanco, en la dureza de aquella foto de carné, cabían todos los españoles.

Los llamaban ‘los años de plomo’, pero ella no lo sabía aún. Tampoco su marido, un joven de Jaén del que se había enamorado unos años antes de que lo destinaran al País Vasco. Era guardia civil porque era pobre, porque en aquella España que acababa de salir del franquismo las tierras en las que trabajaron sus padres sólo le ofrecían miseria y hambre. Y él quería casarse, tener un sueldo digno, un trabajo respetado, humilde y respetado, y un futuro por delante para ofrecérselo a sus hijos. Era guardia civil porque era pobre y cuando llegó al País Vasco la primera lección que aprendieron es que tenían que vivir ocultos, disimulando, porque nadie los quería. Eran ‘los años de plomo’ y cuando asesinaron a su marido, ella cogió a su hijo a la mañana siguiente, de madrugada, para volver a Jaén y la única despedida que se encontró fue una pintada en la fachada: “Jódete”.