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Pablo Iglesias, el macho alfa
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Javier Caraballo

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Pablo Iglesias, el macho alfa

El líder de Podemos ha impuesto una dirección monocolor, la suya, en la que no tienen cabida las corrientes minoritarias

Foto: El líder de Podemos, Pablo Iglesias. (Reuters)
El líder de Podemos, Pablo Iglesias. (Reuters)

Cada vez que se ha encontrado en un cruce de caminos, cada vez que tenía que elegir, Pablo Iglesias se ha decidido por él mismo. Quizá porque piensa que para construir un partido político el liderazgo tiene que ser orgánico, además de político y social. Que el movimiento asambleario llega sólo hasta el momento en el que las bases se decantan por un líder para que lo represente porque, a partir de entonces, existe una cesión de soberanía personal y colectiva hacia él. Hacia el líder y hacia el reducido núcleo de dirigentes elegido, que es donde se adoptan las decisiones y el rumbo que se debe tomar. El pragmatismo se impone a la democracia como un sacrificio inevitable.

En eso, el líder de Podemos se guía por un modelo concreto de organización, el leninista, porque, como dice Julio Anguita, “que me perdone si le molesta pero es un comentario hecho desde la admiración, Pablo Iglesias es un sabio adaptador de Lenin a las actuales circunstancias”. Fue Lenin quien dijo que “la revolución no se hace, sino que se organiza”. Y que para que para organizar la revolución, lo mejor es el control. Un partido abierto a las bases y cerrado en una cúpula que lo dirige, que lo orienta. Todo comienza en la base, pero nadie puede concebir una organización asamblearia. Lo entendió Lenin y cuando Pablo Iglesias lo leyó comprendió que no había más alternativas. En la adaptación del esquema de partido de Lenin a la actualidad, como dice Julio Anguita, el líder de Podemos comenzó por las bases. Es aquello que le leí una vez a Raúl del Pozo, en boca del profesor Javier Esteban: “Esto es el ciberbolcheviquismo”. Pero eso fue sólo el principio, el punto de partida, luego viene la estructura piramidal, jerárquica, que lo encauza todo. La asamblea, por sí misma, es inoperante, como han dicho en varias ocasiones los líderes de Podemos. Así lo intuyó Lenin y así lo aplica Pablo Iglesias.

Esa fue la decisión que adoptó Pablo Iglesias en su primera encrucijada, cuando Podemos tuvo que elegir una estructura política y una dirección, después de los primeros tiempos de mera agitación en las calles y en las redes. Pablo Iglesias impuso una dirección monocolor, la suya, en la que no tenían cabida las corrientes minoritarias, como aquella de Echenique que proponía “pluralidad” en la dirección y tres portavoces simultáneos. Una vez iniciado el camino, lo normal es que todo lo que viniese después estuviera atado por la misma coherencia interna. Como la convocatoria de unas primarias excluyentes en las que sólo cabe decidir entre ‘lo tomas o lo dejas’, porque el distrito único reduce a la categoría de anécdota cualquier competencia efectiva entre la candidatura que presente Pablo Iglesias y cualquier otra que no entre en sus planes.

Es curioso que, en aquel primer congreso, la corriente interna de Echenique se llamara “Sumando Podemos”, mientras que la de Pablo Iglesias se denominaba “Claro que Podemos”. Subliminalmente se plasmaba en esos dos nombres la misma diferencia en la concepción sobre la organización del partido que se vuelve a plantear ahora. Los partidos que se han aglutinado en torno a Izquierda Unida defienden lo mismo que Echenique entonces; ‘Ahora en Común’ podría incluir en su definición que ‘sumando, podemos’. Por eso, Pablo Iglesias no ha tenido ni que pensarlo, porque la respuesta es la misma: pragmatismo monocolor. La única oferta de confluencia que ofrece Iglesias es la absorción. Podemos es una organización abierta, dispuesta a acoger a todo aquel que quiera integrarse bajo su dirección y liderazgo.

En Grecia, lo que ha triunfado en las urnas es el modelo de partido que Pablo Iglesias rechaza en España

Sólo el tiempo, el corto plazo que marcan las elecciones generales, dirá si Pablo Iglesias se equivoca en esa estrategia. Lo único que se puede extrapolar en este momento son dos experiencias electorales, la de Grecia y la de las elecciones municipales y autonómicas en España de mayo pasado, y las dos desmienten al líder de Podemos. En las elecciones municipales y autonómicas, las fórmulas electorales que han triunfado en las urnas son aquellas que trascendían de Podemos, como en Madrid, Barcelona o Coruña, y presentaban una agrupación de izquierdas. Bien es cierto que Podemos decidió no presentarse con su marca a las elecciones municipales, es verdad, pero en las elecciones inmediatamente anteriores, las andaluzas, Podemos sí se presentó con su marca. Si, en vez de eso, hubiera hecho una gran coalición con Izquierda Unida y otros colectivos, podría, incluso, haber superado al Partido Popular como segunda fuerza política, habría arrebatado varios escaños al PSOE y sería fuerza decisiva para la formación de cualquier gobierno. Tan evidente es la lectura de lo sucedido que esa es, de hecho, la fuerza interior que se tiene en Izquierda Unida para defender la unidad en torno a “Ahora en común”. En contra de los pronóstico que auguraban la práctica desaparición de Izquierda Unida en las últimas elecciones, la coalición que ahora lidera Alberto Garzón ha resistido en su suelo electoral, que le sirve ahora de impulso para no claudicar ante la oferta de disolución e integración que le ofrece Podemos.

Luego está la experiencia griega. En Grecia, lo que ha triunfado en las urnas es el modelo de partido que Pablo Iglesias rechaza en España: una coalición de hasta trece partidos y colectivos agrupados en Syriza. Debe pensar Pablo Iglesias que ese momento ya pasó, que Podemos ya ha atravesado esa confluencia en su proceso constituyente, y que ahora sólo cabe la incorporación a lo que ya existe. Que cuando Podemos llegue a las elecciones generales, que cuando él se suba por primera vez al atril de una campaña electoral, cuando en las papeletas esté su nombre y el logotipo morado de Podemos, ya no existirá más debate.

En su primer cruce de caminos, que se produjo en congreso constitucional de Podemos, Pablo Iglesias cortó a los suyos cuando se levantaron en el auditorio para aplaudirle. “No me aplaudáis, que soy un militante más, no un macho alfa”. Lo dijo y también en ese momento estaba hablando como líder, que en su esquema de partido sólo existe una voz y un mando, y que lo único que podía perjudicarle era aquello en lo que ya se había convertido, un macho alfa.

Cada vez que se ha encontrado en un cruce de caminos, cada vez que tenía que elegir, Pablo Iglesias se ha decidido por él mismo. Quizá porque piensa que para construir un partido político el liderazgo tiene que ser orgánico, además de político y social. Que el movimiento asambleario llega sólo hasta el momento en el que las bases se decantan por un líder para que lo represente porque, a partir de entonces, existe una cesión de soberanía personal y colectiva hacia él. Hacia el líder y hacia el reducido núcleo de dirigentes elegido, que es donde se adoptan las decisiones y el rumbo que se debe tomar. El pragmatismo se impone a la democracia como un sacrificio inevitable.

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