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Cebrián, el espíritu del cacique
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Javier Caraballo

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Cebrián, el espíritu del cacique

El espíritu del cacique es diferente porque no se enoja por lo que se dice, sino porque alguien lo diga sin su permiso. Por no tener el control completo de lo que se publica

Foto: Concentración en protesta contra los despidos en el grupo Prisa. (Comité de empresa de 'El País')
Concentración en protesta contra los despidos en el grupo Prisa. (Comité de empresa de 'El País')

Cuando se fue de este mundo, Jesús de Polanco debió dejarle a Juan Luis Cebrián su sillón en la Real Academia de Magnates de Prensa, sabiendo el patrón máximo de Prisa lo mucho que le gustan los sillones y las academias a su emblemático director de siempre. El sillón de la letra ‘c’, en concreto la ce de cacique, porque también el caciquismo es una disposición cultural, requiere un talante concreto, una forma de ser y de pensar; existe la mentalidad de cacique como existe la mentalidad de vasallo. Hace unos años, cuando el general Polanco se paseaba por Andalucía como si fuera a caballo, con todo el aparato socialista a su servicio, me soplaron al oído, como lección cultural de la esencia del caciquismo, la increíble historia, a finales de los años setenta, de un conocido señorito sevillano, pongamos que se llamaba don José, que acabó enredado en un juicio tras una noche de excesos en su cortijo.

La fiesta en el cortijo, para la que habían contratado a varias prostitutas, acabó con el señorito corriendo por los olivares, escopeta en mano, detrás de unas prostitutas. El despropósito llegó al tribunal y allí que se presentó el señorito con toda su corte de sirvientes. El abogado defensor los había preparado concienzudamente para que ni una sola de las declaraciones de sus testigos se saliera del carril previsto. Subió primero el capataz. “¿Estuvo usted aquella noche en el cortijo?”, le preguntó el abogado. “Sí, señor”, contestó. “¿Y ocurrió algo extraño?” “Nada, nada. Todo fue normal”. “Y dígame -volvió a preguntar el abogado defensor-, ¿cómo definiría usted el carácter de don José?”. “Don José", contestó el capataz, "es un hombre ecuánime y ponderado”. Fueron pasando testigos, las sirvientas, el mayordomo, el tractorista, las cocineras, los camareros... A todos ellos les hacía el abogado el mismo interrogatorio y todos respondían a la última pregunta de la misma forma: “Don José es un hombre ecuánime y ponderado”.

Al fin llegó el último testigo, el guarda del cortijo, con su chaqueta de pana marrón y su pañuelo anudado al cuello. El abogado defensor, crecido y temeroso a la vez, ya comenzaba a sospechar que se había pasado con tanta uniformidad en los testimonios, que tanta coincidencia sonaba rara. Por eso, al guarda, su último testigo, solo le preguntó si era cierto que las mujeres llegaron a la finca por su propia voluntad. “No hay más preguntas, señoría”, dijo. Pero el juez, que ya andaba escamado con los testimonios anteriores, lo retuvo. “No, no, un momento. Que quiero hacerle yo una pregunta: ¿usted cómo definiría a don José”. El guarda de la finca miró al abogado y miró al juez. Luego miró otra vez al abogado, intentando encontrar alguna indicación. "¿Don José, dice usted?”, titubeó el guarda. “Pues don José es… un hombre ecuánime y ponderado", enfatizó. “Ah, muy bien, muy bien”, replicó el juez. “¿Y qué entiende usted por ecuánime y ponderado?”. El guarda enrojeció, volvió a mesarse el flequillo debajo de la gorra y miró otra vez al abogado, con cara de angustia. Luego volvió la mirada al juez. "¿Ecuánime y ponderado...? Pues mire usted, señor juez, como no sea que don José hace siempre lo que le da la gana...”. Ahí se acabó la farsa de la defensa, el juicio del señorito y la metáfora perfecta, real, del cacique.

Un tipo descontento con la información o enfurecido podría haber defendido su versión con los medios a su alcance, que en el caso de Cebrián son muchos

Porque un cacique es eso, hace eso, lo que le da la gana, y lo único que no entra en sus cálculos es que alguien pueda contrariarlo con una versión contraria o una actitud que no se corresponda exactamente con sus deseos. Ya podría Juan Luis Cebrián haber reaccionado de otra forma cuando El Confidencial, La Sexta y el Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación han publicado lo suyo en los papeles de Panamá. Un tipo descontento con la información, contrariado o enfurecido, podría haber defendido su versión con todos los medios a su alcance, que en el caso de Cebrián son muchos. El espíritu del cacique es diferente porque no se enoja por lo que se dice, sino porque alguien lo diga sin su permiso. Por no tener el control completo de lo que se publica. Por eso va más allá y, como presidente de Prisa, primero prohíbe toda mención en sus medios de comunicación, luego veta a todo aquel que trabaje en sus dominios y luego se querella, no solo contra quien lo ha publicado, sino contra todo aquel que se haga eco de lo publicado. Aunque nadie le achaque nada más allá de lo que se desprende de los papeles de Panamá: que a Cebrián le gusta mucho el dinero. Y ni siquiera eso es una gran sorpresa.

En el lapidario periodístico siempre quedará, lo grabaron así en algunos comunicados los trabajadores del comité de empresa, aquella justificación que dio Cebrián ante una de las primeras oleadas de despidos de periodistas: “No podemos seguir viviendo tan bien”. Eso lo decía al mismo tiempo que se ponía para sí mismo un sueldo de 13 millones de euros. Cuando le preguntaron por aquello, no tuvo inconveniente alguno en distanciarse de la plebe, “mis emolumentos son los del mercado”. Un mercado que no es de este mundo, se entiende. Por eso piensa también que “la tercera edad de un periodista llega a los 50 años” y él, como es otra historia, se acaba de prolongar el cargo hasta 2020, cuando tenga cumplidos los 76 años, y “sin que se alteren las condiciones económicas de su contrato” de presidente del grupo. Como aquel señorito del cortijo, lo único que le habrá faltado en su último contrato habrá sido una frase aclaratoria en el preámbulo: “Don José Luis Cebrián es un hombre ecuánime y ponderado”. Y lo que ya sabemos todos es por qué lo es.

Cuando se fue de este mundo, Jesús de Polanco debió dejarle a Juan Luis Cebrián su sillón en la Real Academia de Magnates de Prensa, sabiendo el patrón máximo de Prisa lo mucho que le gustan los sillones y las academias a su emblemático director de siempre. El sillón de la letra ‘c’, en concreto la ce de cacique, porque también el caciquismo es una disposición cultural, requiere un talante concreto, una forma de ser y de pensar; existe la mentalidad de cacique como existe la mentalidad de vasallo. Hace unos años, cuando el general Polanco se paseaba por Andalucía como si fuera a caballo, con todo el aparato socialista a su servicio, me soplaron al oído, como lección cultural de la esencia del caciquismo, la increíble historia, a finales de los años setenta, de un conocido señorito sevillano, pongamos que se llamaba don José, que acabó enredado en un juicio tras una noche de excesos en su cortijo.

Juan Luis Cebrián